Novelas ejemplares. Miguel de Cervantes Saavedra
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No tuvo atrevimiento Andrés (que así le llamaremos de aquí adelante) de abrazar a Preciosa; antes enviándole con la vista el alma, sin ella, si así decirse puede, las dejó y se entró en Madrid, y ellas, contentísimas, hicieron lo mismo. Preciosa, algo aficionada, más con benevolencia que con amor, de la gallarda disposición de Andrés, ya deseaba informarse si era el que había dicho. Entró en Madrid, y a pocas calles andadas encontró con el paje poeta de las coplas y el escudo.
Y cuando él la vio, se llegó a ella, diciendo:
—Vengas en buen hora, Preciosa. ¿Leíste por ventura las coplas que te di el otro día?
A lo que Preciosa respondió:
—Primero que le responda palabra, me ha de decir una verdad, por vida de lo que más quiere.
—Conjuro es ese —respondió el paje— que aunque el decirla me costase la vida, no la negaré en ninguna manera.
—Pues la verdad que quiero que me diga —dijo Preciosa— es si por ventura es poeta.
—A serlo —replicó el paje—, forzosamente había de ser por ventura; pero has de saber, Preciosa, que ese nombre de poeta muy pocos le merecen, y así, yo no lo soy, sino un aficionado a la poesía; y para lo que he menester no voy a pedir ni a buscar versos ajenos. Los que te di son míos, y estos que te doy agora también, mas no por eso soy poeta, ni Dios lo quiera.
—¿Tan malo es ser poeta? —replicó Preciosa.
—No es malo —dijo el paje—; pero el ser poeta a solas no lo tengo por muy bueno. Hase de usar de la poesía como de una joya preciosísima, cuyo dueño no la trae cada día, ni la muestra a todas las gentes, ni a cada paso, sino cuando convenga y sea razón que la muestre. La poesía es una bellísima doncella, casta, honesta, discreta, aguda, retirada, y que se contiene en los límites de la discreción más alta. Es amiga de la soledad; las fuentes la entretienen; los prados la consuelan; los árboles la desenojan; las flores la alegran, y, finalmente, deleita y enseña a cuantos con ella comunican.
—Con todo eso —respondió Preciosa—, he oído decir que es pobrísima y que tiene algo de mendiga.
—Antes es al revés —dijo el paje—, porque no hay poeta que no sea rico, pues todos viven contentos con su estado, filosofía que alcanzan pocos. Pero, ¿qué te ha movido, Preciosa, a hacer esta pregunta?
—Hame movido —respondió Preciosa—, porque como yo tengo a todos o los más poetas por pobres, causome maravilla aquel escudo de oro que me disteis entre vuestros versos envuelto; mas agora que sé que no sois poeta, sino aficionado de la poesía, podría ser que fuésedes rico, aunque lo dudo, a causa de que por aquella parte que os toca de hacer coplas, se ha desaguar cuanta hacienda tuviéredes; que no hay poeta, según dicen, que sepa conservar la hacienda que tiene, ni granjear la que no tiene.
—Pues yo no soy de estos —replicó el paje—. Versos hago, y no soy rico ni pobre; y sin sentirlo ni descontarlo, como hacen los ginoveses sus convites, bien puedo dar un escudo, y dos, a quien yo quisiere. Tomad, preciosa perla, este segundo papel y este escudo que va en él, sin que os pongáis a pensar si soy poeta o no: solo quiero que penséis y creáis que quien os da esto quisiera tener para daros las riquezas de Midas.
Y en esto, le dio un papel, y tentándole Preciosa, halló que dentro venía el escudo, y dijo:
—Este papel ha de vivir muchos años, porque trae dos almas consigo: una, la del escudo, y otra, la de los versos; que siempre vienen llenos de almas y corazones. Pero sepa, señor paje, que no quiero tantas almas conmigo, y si no saca la una, no haya miedo que reciba la otra: por poeta le quiero y no por dadivoso, y desta manera tendremos amistad que dure; pues más aína puede faltar un escudo, por fuerte que sea, que la hechura de un romance.
—Pues así es —replicó el paje—, que quieres, Preciosa, que yo sea pobre por fuerza, no deseches el alma que en este papel te envío, y vuélveme el escudo; que como le toques con la mano le tendré por reliquia mientras la vida me durare.
Sacó Preciosa el escudo del papel, y quedose con el papel, y no le quiso leer en la calle.
El paje se despidió y se fue contentísimo, creyendo que ya Preciosa quedaba rendida, pues con tanta afabilidad le había hablado.
Y como ella llevaba puesta la mira en buscar la casa del padre de Andrés, sin querer detenerse a bailar en ninguna parte, en poco espacio se puso en la calle do estaba, que ella muy bien sabía; y habiendo andado hasta la mitad, alzó los ojos a unos balcones de hierro dorados, que le habían dado por señas, y vio en ellos a un caballero de hasta edad de cincuenta años, con un hábito de cruz colorada en los pechos, de venerable gravedad y presencia; el cual, apenas también hubo visto la gitanilla, cuando dijo:
—Subid, niñas; que aquí os darán limosna.
A esta voz acudieron al balcón otros tres caballeros, y entre ellos vino el enamorado Andrés, que cuando vio a Preciosa perdió la color y estuvo a punto de perder los sentidos: tanto fue el sobresalto que recibió con su visita.
Subieron las gitanillas todas, sino la grande, que se quedó abajo para informarse de los criados de las verdades de Andrés.
Al entrar las gitanillas en la sala estaba diciendo el caballero anciano a los demás:
—Esta debe de ser, sin duda, la gitanilla hermosa que dicen que anda por Madrid.
—Ella es —replicó Andrés—, y sin duda es la más hermosa criatura que se ha visto.
—Así lo dicen —dijo Preciosa(que lo oyó todo en entrando)—; pero en verdad que se deben de engañar en la mitad del justo precio. Bonita, bien creo que lo soy, pero tan hermosa como dicen, ni por pienso.
—¡Por vida de don Juanico, mi hijo —dijo el anciano—, que aún sois más hermosa de lo que dicen, linda gitana!
—¿Y quién es don Juanico, su hijo? —preguntó Preciosa.
—Ese galán que está a vuestro lado —respondió el caballero.
—En verdad que pensé —dijo Preciosa— que juraba vuesa merced por algún niño de dos años. ¡Mirad qué don Juanico, y qué brinco! A mi verdad que pudiera ya estar casado, y que, según tiene unas rayas en la frente, no pasarán tres años sin que lo esté, y muy a su gusto, si es que desde aquí allá no se le pierde o se le trueca.
—¡Basta! —dijo uno de los presentes—. ¿Qué sabe la gitanilla de rayas?
En esto las gitanillas que iban con Preciosa, todas tres se arrimaron a un rincón de la sala, y cosiéndose las bocas unas con otras, se juntaron por no ser oídas.
Dijo la Cristina:
—Muchachas, este es el caballero que nos dio esta mañana los tres reales de a ocho.
—Así es la verdad —respondieron ellas—; pero no se lo mentemos, ni le digamos nada si él no nos lo mienta: ¿qué sabemos si quiere encubrirse?
En tanto que esto entre las tres pasaba, respondió Preciosa a lo de las