Novelas ejemplares. Miguel de Cervantes Saavedra

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Novelas ejemplares - Miguel de Cervantes Saavedra

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de cosas que parecen imposibles; y plegue a Dios que no sea mentirosito, que sería lo peor de todo. Un viaje ha de hacer agora muy lejos de aquí, y uno piensa el bayo, y otro, el que le ensilla; el hombre pone y Dios dispone: quizá pensará que va a Oñez, y dará en Gamboa.

      A esto respondió don Juan:

      —En verdad, gitanica, que has acertado en muchas cosas de mi condición; pero en lo de ser mentiroso vas muy fuera de la verdad, porque me precio de decirla en todo acontecimiento. En lo del viaje largo, has acertado, pues, sin duda, siendo Dios servido, dentro de cuatro o cinco días me partiré a Flandes, aunque tú me amenazas que he de torcer el camino, y no querría que en él me sucediese algún desmán que lo estorbase.

      —Calle, señorito —respondió Preciosa—, y encomiéndese a Dios; que todo se hará bien. Y sepa que yo no sé nada de lo que digo, y no es maravilla que como hablo mucho y a bulto, acierte en alguna cosa, y yo querría acertar en persuadirte a que no te partieses, sino que sosegases el pecho, y te estuvieses con tus padres, para darles buena vejez; porque no estoy bien con estas idas y venidas a Flandes, principalmente los mozos de tan tierna edad como la tuya. Déjate crecer un poco, para que puedas llevar los trabajos de la guerra, cuanto más que harta guerra tienes en tu casa: hartos combates amorosos te sobresaltan el pecho. Sosiega, sosiega, alborotadito, y mira lo que haces primero que te cases, y danos una limosnita por Dios y por quien tú eres; que en verdad que creo que eres bien nacido. Y si a esto se junta el ser verdadero, yo cantaré la gala al vencimiento de haber acertado en cuanto te he dicho.

      —Otra vez te he dicho, niña —respondió el don Juan que había de ser Andrés Caballero—, que en todo aciertas, sino en el temor que tienes que no debo de ser muy verdadero; que en esto te engañas, sin alguna duda: la palabra que yo doy en el campo la cumpliré en la ciudad y adonde quiera, sin serme pedida; pues no se puede preciar de caballero quien toca en el vicio de mentiroso. Mi padre te dará limosna por Dios y por mí; que en verdad que esta mañana di cuanto tenía a unas damas, que a ser tan lisonjeras como hermosas, especialmente una dellas, no me arriendo la ganancia.

      Oyendo esto Cristina, con el recato de la otra vez, dijo a las demás gitanas:

      —¡Ay, niñas! ¡Que me maten si no lo dice por los tres reales de a ocho que nos dio esta mañana!

      —No es así —respondió una de las dos—, porque dijo que eran damas, y nosotras no lo somos; y siendo él tan verdadero como dice, no había de mentir en esto.

      —No es mentira de tanta consideración —respondió Cristina— la que se dice sin perjuicio de nadie, y en provecho y crédito del que la dice; pero, con todo esto, veo no nos da nada, ni nos manda bailar.

      Subió en esto la gitana vieja, y dijo:

      —Nieta, acaba; que es tarde y hay mucho que hacer y más que decir.

      —¿Y qué hay, abuela? —preguntó Preciosa—. ¿Hay hijo o hija?

      —Hijo y muy lindo —respondió la vieja—. Ven, Preciosa, y oirás verdaderas maravillas.

      —¡Plega a Dios que no muera de sobreparto! —dijo Preciosa.

      —Todo se mirará muy bien —replicó la vieja—; cuanto más que hasta aquí todo ha sido parto derecho, y el infante es como un oro.

      —¿Ha parido alguna señora? —preguntó el padre de Andrés Caballero.

      —Sí, señor —respondió la gitana—; pero ha sido el parto tan secreto, que no le sabe sino Preciosa y yo, y otra persona; y así no podemos decir quién es.

      —Ni aquí lo queremos saber —dijo uno de los presentes—, pero desdichada de aquella que en vuestras lenguas deposita su secreto y en vuestra ayuda pone su honra.

      —No todas somos malas —respondió Preciosa—. Quizá hay alguna entre nosotras que se precia de secreta y de verdadera tanto cuanto el hombre más estirado que hay en esta sala. Y vámonos, abuela, que aquí nos tienen en poco. ¡Pues en verdad que no somos ladronas ni rogamos a nadie!

      —No os enojéis, Preciosa —dijo el padre—; que a lo menos de vos imagino que no se puede presumir cosa mala; que vuestro buen rostro os acredita y sale por fiador de vuestras buenas obras. Por vida de Preciosita que bailéis un poco con vuestras compañeras; que aquí tengo un doblón de oro de a dos caras, que ninguna es como la vuestra, aunque son de dos reyes.

      Apenas hubo oído esto la vieja, cuando dijo:

      —¡Ea, niñas, haldas en cinta, y dad contento a estos señores!

      Tomó las sonajas Preciosa, y dieron sus vueltas, hicieron y deshicieron todos sus lazos, con tanto donaire y desenvoltura que tras los pies se llevaban los ojos de cuantos las miraban, especialmente los de Andrés, que así se iban entre los pies de Preciosa, como si allí tuvieran el centro de su gloria; pero turbósela la suerte de manera que se la volvió en infierno. Y fue el caso que en la fuga del baile se le cayó a Preciosa el papel que le había dado el paje, y apenas hubo caído, cuando le alzó el que no tenía buen concepto de las gitanas, y abriéndole al punto, dijo:

      —¡Bueno! ¡Sonetico tenemos! ¡Cese el baile, y escúchenle; que según el primer verso, en verdad que no es nada necio!

      Pesole a Preciosa, por no saber lo que en él venía, y rogó que no le leyesen y que se le volviesen, y todo el ahínco que en esto ponía eran espuelas que apremiaban el deseo de Andrés para oírle.

      Finalmente, el caballero le leyó en alta voz y era este:

      Cuando Preciosa el panderete toca

      Y hiere el dulce son los aires vanos,

      Perlas son que derrama con las manos;

      Flores son que despide de la boca.

      Suspensa el alma, y la cordura loca,

      Queda a los dulces actos sobrehumanos

      Que de limpios, de honestos y de sanos,

      Su fama al cielo levantado toca.

      Colgadas del menor de sus cabellos

      Mil almas lleva, y a sus plantas tiene

      Amor rendidas una y otra flecha.

      Ciega y alumbra con sus soles bellos,

      Su imperio amor por ellos le mantiene

      Y aun más grandezas de su ser sospecha.

      —Por Dios —dijo el que leyó el soneto—, que tiene donaire el poeta que le escribió.

      —No es poeta, señor, sino un paje muy galán y muy hombre de bien —dijo Preciosa.

      Mirad lo que habéis dicho, Preciosa, y lo que vais a decir; que esas no son alabanzas del paje, sino lanzas que traspasan el corazón de Andrés que las escucha. ¿Quereislo ver, niña? Pues volved los ojos y vereisle desmayado encima de la silla, con un trasudor de muerte. No penséis, doncella, que os ama tan de burlas Andrés, que no le hiera y sobresalte el menor de vuestros descuidos. Llegaos a él enhorabuena, y decidle algunas palabras al oído que vayan derechas al corazón y le vuelvan de su desmayo. ¡No, sino andaos a traer sonetos cada día en vuestra alabanza, y veréis cuál

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