Novelas ejemplares. Miguel de Cervantes Saavedra

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Novelas ejemplares - Miguel de Cervantes Saavedra

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pero perdió la color de manera que, viéndole su padre, le dijo:

      —¿Qué tienes, don Juan, que parece que te vas a desmayar, según se te ha mudado el color?

      —Espérense —dijo a esta sazón Preciosa—. Déjenmele decir unas ciertas palabras al oído, y verán cómo no se desmaya.

      Y llegándose a él le dijo, casi sin mover los labios.

      —¡Gentil ánimo para gitano! ¿Cómo podréis, Andrés, sufrir el tormento de toca, pues no podéis llevar el de un papel?

      Y haciéndole media docena de cruces sobre el corazón, se apartó dél, y entonces Andrés respiró un poco, y dio a entender que las palabras de Preciosa le habían aprovechado.

      Finalmente, el doblón de dos caras se le dieron a Preciosa, y ella dijo a sus compañeras que le trocaría y repartiría con ellas hidalgamente. El padre de Andrés le dijo que le dejase por escrito las palabras que había dicho a don Juan, que las quería saber en todo caso. Ella dijo que las diría de muy buena gana, y que entendiesen que, aunque parecían cosa de burla, tenían gracia especial para preservar del mal el corazón y los vaguidos de cabeza, y que las palabras eran:

      Cabecita, cabecita,

      Tente en ti, no te resbales

      Y apareja dos puntales

      De la paciencia bendita.

      Solicita

      La bonita

      Confiancita;

      No te inclines

      A pensamientos ruines;

      Verás cosas

      Que toquen en milagrosas,

      Dios delante

      Y San Cristóbal gigante.

      —Con la mitad destas palabras que le digan, y con seis cruces que le hagan sobre el corazón a la persona que tuviere vaguidos de cabeza —dijo Preciosa— quedará como una manzana.

      Cuando la gitana vieja oyó el ensalmo y el embuste, quedó pasmada, y más lo quedó Andrés, que vio que todo era invención de su agudo ingenio.

      Quedáronse con el soneto, porque no quiso pedirle Preciosa, por no dar otro tártago a Andrés; que ya sabía ella, sin ser enseñada, lo que era dar sustos, martelos, y sobresaltos celosos a los rendidos amantes.

      Despidiéronse las gitanas, y al irse, dijo Preciosa a don Juan:

      —Mire, señor: cualquiera día de esta semana es próspero para partidas, y ninguno es aciago: apresure el irse lo más presto que pudiere; que le aguarda una vida ancha, libre y muy gustosa, si quiere acomodarse a ella.

      —No es tan libre la del soldado, a mi parecer —respondió don Juan—, que no tenga más de sujeción que de libertad; pero con todo esto, haré como viere.

      —Más veréis de lo que pensáis —respondió Preciosa—, y Dios os lleve y traiga con bien, como vuestra buena presencia merece.

      Con estas últimas palabras quedó contento Andrés, y las gitanas se fueron contentísimas.

      Trocaron el doblón, repartiéronle entre todas igualmente, aunque la vieja guardiana llevaba siempre parte y media de lo que se juntaba, así por la mayoridad como por ser ella el aguja por quien se guiaban en el maremagno de sus bailes, donaires, y aun de sus embustes.

      Llegose, en fin, el día en que Andrés Caballero se apareció una mañana en el primer lugar de su aparecimiento sobre una mula de alquiler, sin criado alguno; halló en él a Preciosa y a su abuela, de las cuales conocido, le recibieron con mucho gusto. Él les dijo que le guiasen al rancho antes que entrase el día y con él se descubriesen las señas que llevaba, si acaso le buscasen. Ellas, que, como advertidas, vinieron solas, dieron la vuelta, y de allí a poco rato llegaron a sus barracas.

      Entró Andrés en una, que era la mayor del rancho, y luego acudieron a verle diez o doce gitanos, todos mozos y todos gallardos y bien hechos, a quien ya la vieja había dado cuenta del nuevo compañero que les había de venir, sin tener necesidad de encomendarles el secreto; que, como ya se ha dicho, ellos le guardan con sagacidad y puntualidad nunca vista.

      Echaron luego ojo a la mula, y dijo uno de ellos:

      —Esta se podrá vender el jueves en Toledo.

      —Eso no —dijo Andrés—, porque no hay mula de alquiler que no sea conocida de todos los mozos de mulas que trajinan por España.

      —¡Par Dios, señor Andrés! —dijo uno de los gitanos—. ¡Que aunque la mula tuviera más señales que las que han de preceder al día tremendo, aquí la transformaremos de manera que no la conociera la madre que la parió, ni el dueño que la ha criado!

      —Con todo eso —respondió Andrés—, por esta vez se ha de seguir y tomar el parecer mío. A esta mula se le ha de dar muerte, y ha de ser enterrada donde aun los huesos no parezcan.

      —¡Pecado grande! —dijo otro gitano—. ¿A una inocente se ha de quitar la vida? No diga tal el buen Andrés, sino haga una cosa: mírela bien agora, de manera que se le queden estampadas todas sus señales en la memoria, y déjenmela llevar a mí; y si de aquí a dos horas la conociere, que me lardeen como a negro fugitivo.

      —En ninguna manera consentiré —dijo Andrés— que la mula no muera, aunque más me aseguren su transformación. Yo temo ser descubierto si a ella no la cubre la tierra. Y si se hace por el provecho que de venderla puede seguirse, no vengo tan desnudo a esta cofradía que no pueda pagar de entrada más de lo que valen cuatro mulas.

      —Pues así lo quiere el señor Andrés Caballero —dijo otro gitano—, muera la sin culpa, y Dios sabe si me pesa, así por su mocedad, pues aún no ha cerrado, cosa no usada entre las mulas de alquiler, como porque debe ser andariega, pues no tiene costras en las ijadas ni llagas de la espuela.

      Dilatose su muerte hasta la noche, y en lo que quedaba de aquel día se hicieron las ceremonias de la entrada de Andrés a ser gitano, que fueron:

      Desembarazaron luego un rancho de los mejores del aduar, y adornáronle de ramos y juncia; y sentándose Andrés sobre un medio alcornoque, pusiéronle en las manos un martillo y unas tenazas, y al son de dos guitarras que dos gitanos tañían, le hicieron dar dos cabriolas; luego le desnudaron un brazo, y con una cinta de seda nueva y un garrote le dieron dos vueltas blandamente.

      A todo se halló presente Preciosa y otras muchas gitanas viejas y mozas, que las unas, con maravilla; otras, con amor, le miraban: tal era la gallarda disposición de Andrés, que hasta los gitanos le quedaron aficionadísimos.

      Hechas, pues, las referidas ceremonias, un gitano viejo tomó por la mano a Preciosa, y puesto delante de Andrés, dijo:

      —Esta muchacha, que es la flor y la nata de toda la hermosura de las gitanas que sabemos que viven en España, te la entregamos, ya por esposa o ya por amiga; que en esto puedes hacer lo que fuere más de tu gusto, porque la libre y ancha vida nuestra no está sujeta a melindres ni a muchas ceremonias. Mírala bien, y mira si te agrada, o si ves en ella alguna cosa que te descontente, y si la ves, escoge entre las doncellas

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