Novelas ejemplares. Miguel de Cervantes Saavedra
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—Sí soy —replicó el mancebo—; que no lo puedo ni lo quiero negar. Quizá podría ser que donde he pensado perderme hubiese venido a ganarme, si es que hay fidelidad en las selvas y buen acogimiento en los montes.
—Hayle sin duda —respondió Andrés—, y entre nosotros los gitanos, el mayor secreto del mundo. Con esta confianza podéis, señor, descubrirme vuestro pecho; porque hallaréis en el mío lo que veréis sin doblez alguno. La gitanilla es parienta mía, y está sujeta a lo que yo quisiere hacer della. Si la quisiéredes por esposa, yo y todos sus parientes gustaremos dello, y lo tendremos por bien; y si por amiga, no usaremos de ninguna melindre, con tal que tengáis dineros, porque la codicia por jamás sale de nuestros ranchos.
—Dineros traigo —respondió el mozo—; en estas mangas de camisa que traigo ceñida por el cuerpo vienen cuatrocientos escudos de oro.
Este fue otro susto mortal que recibió Andrés, viendo que el traer tanto dinero no era sino para conquistar o comprar su prenda; y con lengua ya turbada dijo:
—Buena cantidad es esa; no hay sino descubriros, y manos a la labor; que la muchacha, que no es nada boba, verá cuán bien le está ser vuestra.
—¡Ay, amigo! —dijo a esta sazón el mozo—. Quiero que sepáis que la fuerza que me ha hecho mudar de traje no es la de amor que vos decís ni de desear a Preciosa; que hermosas tiene Madrid que pueden y saben robar los corazones y rendir las almas tan bien y mejor que las más hermosas gitanas, puesto que confieso que la hermosura de vuestra parienta a todas las que yo he visto se aventaja. Quien me tiene en este traje, a pie y mordido de perros, no es amor, sino desgracia mía.
Con estas razones que el mozo iba diciendo, iba Andrés cobrando los espíritus perdidos, pareciéndole que se encaminaban a otro paradero del que se imaginaba. Y deseoso de salir de aquella confusión volvió a reforzarle la seguridad con que podía descubrirse.
Y así, él prosiguió diciendo:
—Yo estaba en Madrid en casa de un título, a quien servía no como a señor, sino como a pariente. Este tenía un hijo único, heredero suyo, el cual, así por el parentesco como por ser ambos de una edad y de una condición misma, me trataba con familiaridad y amistad grande. Sucedió que este caballero se enamoró de una doncella principal, a quien él escogiera de bonísima gana para su esposa, si no tuviera la voluntad sujeta como buen hijo a la de sus padres, que aspiraban a casarle más altamente; pero, con todo eso, la servía a hurto de todos los ojos que pudieran con las lenguas sacar a la plaza sus deseos. Solos los míos eran testigos de sus intentos. Y una noche, que debía de haber escogido la desgracia para el caso que ahora os diré, pasando los dos por la puerta y calle desta señora, vimos arrimados a ella dos hombres, al parecer de buen talle. Quiso reconocerlos mi pariente, y apenas se encaminó hacia ellos, cuando echaron con mucha ligereza mano a las espadas y a dos broqueles, y se vinieron a nosotros, que hicimos lo mismo, y con iguales armas nos acometimos. Duró poco la pendencia, porque no duró mucho la vida de los dos contrarios, que de dos estocadas que guiaron los celos de mi pariente y la defensa que yo le hacía, las perdieron, caso extraño y pocas veces visto. Triunfando, pues, de lo que aquí no quisiéramos, volvimos a casa, y secretamente, tomando todos los dineros que pudimos, nos fuimos a San Jerónimo, esperando el día que descubriese lo sucedido y las presunciones que se tenían de los matadores. Supimos que de nosotros no había indicio alguno y aconsejáronnos los prudentes religiosos que nos volviésemos a casa y que no diésemos ni despertásemos con nuestra ausencia alguna sospecha contra nosotros; y ya que estábamos determinados de seguir su parecer, nos avisaron que los señores alcaldes de Corte habían preso en su casa a los padres de la doncella y a la misma doncella, y que entre otros criados a quien tomaron la confesión, una criada de la señora dijo cómo mi pariente paseaba a su señora de noche y de día; y que con este indicio habían acudido a buscarnos, y no hallándonos, sino muchas señales de nuestra fuga, se confirmó en toda la Corte ser nosotros los matadores de aquellos dos caballeros, que lo eran, y muy principales. Finalmente, con parecer del conde mi pariente y del de los religiosos, después de quince días que estuvimos escondidos en el monasterio, mi camarada, en hábito de fraile, con otro fraile se fue la vuelta de Aragón, con intención de pasarse a Italia, y desde allí, a Flandes, hasta ver en qué paraba el caso. Yo quise dividir y apartar nuestra fortuna, y que no corriese nuestra suerte por una misma derrota: seguí otro camino diferente del suyo, y en hábito de mozo de fraile, a pie, salí con un religioso, que me dejó en Talavera. Desde allí a aquí he venido solo y fuera de camino, hasta que anoche llegué a este encinar, donde me ha sucedido lo que habéis visto. Y si pregunté por el camino de la Peña de Francia fue por responder algo a lo que se me preguntaba; que en verdad que no sé dónde cae la peña de Francia puesto que sé que está más arriba de Salamanca.
—Así es verdad —replicó Andrés—, que ya la dejáis a mano derecha, casi veinte leguas de aquí; porque veáis cuán derecho camino llevábades si allá fuérades.
—El que yo pensaba llevar —respondió el mozo— no es sino a Sevilla; que allí tengo un caballero ginovés, grande amigo del conde mi pariente, que suele enviar a Génova gran cantidad de plata, y llevo designio que me acomode con los que la suelen llevar, como uno dellos, y con esta estratagema seguramente podré pasar hasta Cartagena, y de allí, a Italia, porque han de venir dos galeras muy presto a embarcar esta plata. Esta es, buen amigo, mi historia: mirad si puedo decir que nace más de desgracia pura que de amores aguados. Pero si estos señores gitanos quisiesen llevarme en su compañía hasta Sevilla, si es que van allá, yo se lo pagaría muy bien; que me doy a entender que en su compañía iría más seguro, y no con el temor que llevo.
—Sí llevarán —respondió Andrés—; y si no fuéredes en nuestro aduar, porque hasta ahora no sé si va al Andalucía, iréis en otro que creo que habemos de topar dentro de dos o tres días, y con darles algo de lo que lleváis facilitaréis con ellos otros imposibles mayores.
Dejole Andrés, y vino a dar cuenta a los demás gitanos de lo que el mozo le había contado y de lo que pretendía, con el ofrecimiento que hacía de la buena paga y recompensa. Todos fueron de parecer que se quedase en el aduar. Solo Preciosa tuvo el contrario. Y la abuela dijo que ella no podía ir a Sevilla ni a sus contornos a causa que los años pasados había hecho una burla en Sevilla a un gorrero llamado Triguillos, muy conocido en ella, al cual le había hecho meter en una tinaja de agua hasta el cuello, desnudo en carnes, y en la cabeza puesta una corona de ciprés, esperando el filo de la medianoche, para salir de la tinaja a cavar y sacar un gran tesoro que ella le había hecho creer que estaba en cierta parte de su casa. Dijo que como oyó el buen gorrero tocar a maitines, por no perder la coyuntura, se dio tanta priesa a salir de la tinaja que dio con ella y con él en el suelo, y con el golpe y con los cascos se magulló las carnes, derramándose el agua, y él quedó nadando en ella y dando voces que se anegaba. Acudieron su mujer y sus vecinos con luces y halláronle haciendo efectos de nadador, soplando y arrastrando la barriga por el suelo y meneando brazos y piernas con mucha priesa, y diciendo a grandes voces: «¡Socorro, señores, que me ahogo!». Tal le tenía el miedo que verdaderamente pensó que se ahogaba. Abrazáronse con él, sacáronle de aquel peligro, volvió en sí, contó la burla de la gitana, y con todo eso, cavó en la parte señalada más de un estado en hondo, a pesar de todos cuantos le decían que era embuste mío; y si no se lo estorbara un vecino suyo, que tocaba ya en los cimientos de su casa, él diera con entrambas en el suelo, si le dejaran cavar todo cuanto él quisiera. Súpose este cuento por toda la ciudad, y hasta los muchachos le señalaban con el dedo y contaban su credulidad y mi embuste.
Esto contó la gitana vieja, y esto dio por excusa para no ir a Sevilla. Los gitanos, que ya sabían de Andrés Caballero que el mozo traía dineros en cantidad, con facilidad le acogieron en su compañía y se ofrecieron de guardarle y encubrirle todo el tiempo que él quisiese, y determinaron de torcer el camino a mano izquierda, y entrarse en la Mancha, y en el reino de Murcia. Llamaron