Novelas ejemplares. Miguel de Cervantes Saavedra
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Que es lo menos que tiene ser hermosa:
Dulce regalo mío,
Corona del donaire, honor del brío.
CLEMENTE
Corona del donaire, honor del brío
Eres, bella gitana,
Frescor de la mañana
Céfiro blando en el ardiente estío;
Rayo con que Amor ciego
Convierte el pecho más de nieve en fuego;
Fuerza que ansí la hace,
Que blandamente mata y satisface.
Señales iban dando de no acabar tan presto el libre y el cautivo si no sonara a sus espaldas la voz de Preciosa, que las suyas había escuchado.
Suspendiolos el oírla, y sin moverse, prestándola maravillosa atención, la escucharon. Ella (no sé si de improviso o si en algún tiempo los versos que cantaba le compusieron), con extremada gracia, como si para responderles fueran hechos, cantó los siguientes:
En esta empresa amorosa
Donde el amor entretengo,
Por mayor ventura tengo
Ser honesta que hermosa.
La que es más humilde planta,
Si la subida endereza,
Por gracia o naturaleza
A los cielos se levanta.
En este mi bajo cobre,
Siendo honestidad su esmalte,
No hay buen deseo que falte,
Ni riqueza que no sobre.
No me causa alguna pena
No quererme o no estimarme;
Que yo pienso fabricarme
Mi suerte y ventura buena.
Haga yo lo que en mí es,
Que a ser buena me encamine,
Y haga el cielo y determine
Lo que quisiere después.
Quiero ver si la belleza
Tiene tal prerrogativa,
Que me encumbre tan arriba,
Que aspire a mayor alteza.
Si las almas son iguales,
Podrá la de un labrador
igualarse por valor
Con las que son imperiales.
De la mía lo que siento
Me sube al grado mayor,
Porque majestad y amor
No tienen un mismo asiento.
Aquí dio fin Preciosa a su canto, y Andrés y Clemente se levantaron a recibilla. Pasaron entre los tres discretas razones, y Preciosa descubrió en las suyas su discreción, su honestidad y su agudeza, de tal manera que en Clemente halló disculpa la intención de Andrés; que aún hasta entonces no la había hallado, juzgando más a mocedad que a cordura su arrojada determinación.
Aquella mañana se levantó el aduar, y se fueron a alojar en un lugar de la jurisdicción de Murcia, tres leguas de la ciudad, donde le sucedió a Andrés una desgracia que le puso en punto de perder la vida. Y fue que después de haber dado en aquel lugar algunos vasos y prendas de plata en fianzas, como tenían de costumbre, Preciosa y su abuela, y Cristina con otras dos gitanillas, y los dos, Clemente y Andrés, se alojaron en un mesón de una viuda rica, la cual tenía una hija de edad de diez y siete o diez y ocho años, algo más desenvuelta que hermosa, y por más señas se llamaba Juana Carducha. Esta, habiendo visto bailar a las gitanas y gitanos, la tomó el diablo, y se enamoró de Andrés tan fuertemente que propuso de decírselo y tomarle por marido, si él quisiese, aunque a todos sus parientes les pesase; y así, buscó coyuntura para decírselo, y hallola en un corral donde Andrés había entrado a requerir dos pollinos. Llegose a él, y con priesa por no ser vista le dijo:
—Andrés (que ya sabía su nombre), yo soy doncella y rica; que mi madre no tiene otro hijo sino a mí, y este mesón es suyo, y amén desto, tiene muchos majuelos y otros dos pares de casas. Hasme parecido bien: si me quieres por esposa, a ti te está. Respóndeme presto, y si eres discreto, quédate, y verás qué vida nos damos.
Admirado quedó Andrés de la resolución de la Carducha, y con la presteza que ella pedía, le respondió:
—Señora doncella, yo estoy apalabrado para casarme, y los gitanos no nos casamos sino con gitanas: guárdela Dios por la merced que me quería hacer, de que yo no soy digno.
No estuvo en dos dedos de caerse muerta la Carducha con la aceda respuesta de Andrés, a quien replicara si no viera que entraban en el corral otras gitanas. Saliose corrida y asendereada, y de buena gana se vengara si pudiera. Andrés, como discreto, determinó de poner tierra en medio y desviarse de aquella ocasión que el diablo le ofrecía; que bien leyó en los ojos de la Carducha que sin los lazos matrimoniales se le entregara a toda su voluntad, y no quiso verse pie a pie y solo en aquella estacada; y así, pidió a todos los gitanos que aquella noche se partiesen de aquel lugar. Ellos, que siempre le obedecían, lo pusieron luego por obra, y cobrando sus fianzas aquella tarde se fueron.
La Carducha, que vio que en irse Andrés se le iba la mitad de su alma, y que no le quedaba tiempo para solicitar el cumplimiento de sus deseos, ordenó de hacer quedar a Andrés por fuerza, ya que de grado no podía; y así, con la industria, sagacidad y secreto que su mal intento le enseñó, puso entre las alhajas de Andrés, que ella conoció por suyas, unos ricos corales y dos patenas de plata con otros brincos suyos, y apenas habían salido del mesón, cuando dio voces diciendo que aquellos gitanos le llevaban robadas sus joyas; a cuyas voces acudió la justicia y toda la gente del pueblo.
Los gitanos hicieron alto, y todos juraban que ninguna cosa llevaban hurtada y que ellos harían patentes todos los sacos y repuestos de su aduar. Desto se congojó mucho la gitana vieja, temiendo en aquel escrutinio no se manifestasen los dijes de la Preciosa y los vestidos de Andrés, que ella con gran cuidado y recato guardaba; pero la buena de la Carducha lo remedió con mucha brevedad todo, porque al segundo envoltorio que miraron, dijo que preguntasen cuál era el de aquel gitano gran bailador; que ella había visto entrar en su aposento dos veces, y que podría ser que aquel las llevase.
Entendió Andrés que por él lo decía, y riéndose, dijo:
—Señora doncella, esta es mi recámara y este es mi pollino. Si vos halláredes en ella ni en él lo que os falta, yo os lo pagaré con las setenas, fuera de sujetarme al castigo que la ley da a los ladrones.