Novelas ejemplares. Miguel de Cervantes Saavedra

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Novelas ejemplares - Miguel de Cervantes Saavedra

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sino estatua sin voz, de piedra dura.

      —¿No sospeché yo bien? —dijo a esta sazón la Carducha—. Mirad con qué buena cara se encubre un ladrón tan grande.

      El alcalde, que estaba presente, comenzó a decir mil injurias a Andrés y a todos los gitanos, llamándolos de públicos ladrones y salteadores de caminos. A todo callaba Andrés, suspenso e imaginativo, y no acababa de caer en la traición de la Carducha. En esto se llegó a él un soldado bizarro, sobrino del alcalde, diciendo:

      —¿No veis cuál se ha quedado el gitanico podrido de hurtar? Apostaré yo que hace melindres y que niega el hurto, con habérsele cogido en las manos; que bien haya quien no os echa en galeras a todos. Mirad si estuviera mejor este bellaco en ellas, sirviendo a su majestad, que no andarse bailando de lugar en lugar y hurtando de venta en monte. A fe de soldado que estoy por darle una bofetada que le derribe a mis pies.

      Y diciendo esto, sin más ni más alzó la mano y le dio un bofetón tal, que le hizo volver de su embelesamiento y le hizo acordar que no era Andrés Caballero, sino don Juan y caballero. Y arremetiendo al soldado con mucha presteza y más cólera, le arrancó su misma espada de la vaina y se la envainó en el cuerpo, dando con él muerto en tierra.

      Aquí fue el gritar del pueblo; aquí el amohinarse el tío alcalde; aquí el desmayarse Preciosa, y en turbarse Andrés de verla desmayada; aquí el acudir todos a las armas y dar tras el homicida. Creció la confusión, creció la grita, y por acudir Andrés al desmayo de Preciosa dejó de acudir a su defensa, y quiso la suerte que Clemente no se hallase al desastrado suceso, que con los bagajes había ya salido del pueblo. Finalmente, tantos cargaron sobre Andrés que le prendieron y le aherrojaron con dos muy gruesas cadenas. Bien quisiera el alcalde ahorcarle luego, si estuviera en su mano; pero hubo de remitirle a Murcia, por ser de su jurisdicción. No le llevaron hasta otro día y en el que allí estuvo pasó Andrés muchos martirios y vituperios, que el indignado alcalde, y sus ministros, y todos los del lugar le hicieron. Prendió el alcalde todos los más gitanos y gitanas que pudo, porque los más huyeron, y entre ellos Clemente, que temió ser cogido y descubierto.

      Finalmente, con la sumaria del caso, y con una gran cáfila de gitanos, entraron el alcalde y sus ministros, con otra mucha gente armada, en Murcia, entre los cuales iba Preciosa y el pobre de Andrés, ceñido de cadenas y con esposas y piedeamigo. Salió toda Murcia a ver los presos; que ya se tenía noticia de la muerte del soldado. Pero la hermosura de Preciosa aquel día fue tanta, que ninguno la miraba que no la bendecía, y llegó la nueva de su belleza a los oídos de la señora corregidora, que por curiosidad de verla hizo que el corregidor, su marido, mandase que aquella gitanica no entrase en la cárcel, y todos los demás sí, y a Andrés le pusieron en un estrecho calabozo, cuya oscuridad y la falta de luz de Preciosa le trataron de manera que bien pensó no salir de allí sino para la sepultura.

      Llevaron a Preciosa, con su abuela, a que la corregidora la viese, y así como la vio, dijo:

      —Con razón la alaban de hermosa.

      Y llegándola a sí la abrazó tiernamente, y no se hartaba de mirarla, y preguntó a su abuela que qué edad tendría aquella niña.

      —Quince años —respondió la gitana—, dos meses más o menos.

      —Esos tuviera agora la desdichada de mi Constanza. ¡Ay, amigas! ¡Que esta niña me ha renovado mi desventura! —dijo la corregidora.

      Tomó en esto Preciosa las manos de la corregidora, y besándoselas muchas veces se las bañaba con lágrimas, y le decía:

      —Señora mía, el gitano que está preso no tiene culpa, porque fue provocado: llamáronle ladrón, y no lo es; diéronle un bofetón en su rostro, que es tal que en él se descubre la bondad de su ánimo. Por Dios y por quien vos sois, señora, que le hagáis guardar su justicia, y que el señor corregidor no se dé priesa a ejecutar en él el castigo con que las leyes le amenazan; y si algún agrado os ha dado mi hermosura, entretenedla con entretener el preso, porque en el fin de su vida está el de la mía. Él ha de ser mi esposo, y justos y honestos impedimentos han estorbado que aún hasta ahora no nos habemos dado las manos. Si dineros fueren menester para alcanzar perdón de la parte, todo nuestro aduar se venderá en pública almoneda, y se dará aún más de lo que pidieren. Señora mía, si sabéis qué es amor, y algún tiempo le tuvisteis, y ahora le tenéis a vuestro esposo, doleos de mí, que amo tierna y honestamente al mío.

      En todo el tiempo que esto decía, nunca la dejó las manos, ni apartó los ojos de mirarla atentísimamente, derramando amargas y piadosas lágrimas en mucha abundancia. Asimismo la corregidora la tenía a ella asida de las suyas, mirándola, ni más ni menos con no menor ahínco, y con no más pocas lágrimas. Estando en esto entró el corregidor, y hallando a su mujer y a Preciosa tan llorosas y tan encadenadas, quedó suspenso así de su llanto como de su hermosura. Preguntó la causa de aquel sentimiento, y la respuesta que dio Preciosa fue soltar las manos de la corregidora y asirse de los pies del corregidor, diciéndole:

      —¡Señor, misericordia, misericordia! Si mi esposo muere, yo soy muerta. Él no tiene culpa; pero si la tiene, déseme a mí la pena. Y si esto no puede ser, a lo menos entreténgase el pleito en tanto que se procuran y buscan los medios posibles para su libertad: que podrá ser que al que no pecó de malicia le enviase el cielo la salud de gracia.

      Con nueva suspensión quedó el corregidor de oír las discretas razones de la gitanilla, y que ya, si no fuera por no dar indicios de flaqueza, le acompañara en sus lágrimas.

      En tanto que esto pasaba estaba la gitana vieja considerando grandes, muchas y diversas cosas, y al cabo de toda esta suspensión e imaginación, dijo:

      —Espérenme vuesas mercedes, señores míos, un poco; que yo haré que estos llantos se conviertan en risa, aunque a mí me cueste la vida.

      Y así, con ligero paso, se salió de donde estaba, dejando a los presentes confusos con lo que dicho había. En tanto, pues, que ella volvía, nunca dejó Preciosa las lágrimas ni los ruegos de que se entretuviese la causa de su esposo, con intención de avisar a su padre, que viniese a entender en ella. Volvió la gitana con un pequeño cofre debajo del brazo, y dijo al corregidor que con su mujer y ella se entrasen en un aposento; que tenía grandes cosas que decirles en secreto. El corregidor, creyendo que algunos hurtos de los gitanos quería descubrirle, por tenerle propicio en el pleito del preso, al momento se retiró con ella y con su mujer en su recámara, adonde la gitana, hincándose de rodillas ante los dos, les dijo:

      —Si las buenas nuevas que os quiero dar, señores, no merecieren alcanzar en albricias el perdón de un gran pecado mío, aquí estoy para recibir el castigo que quisiéredes darme; pero antes que lo confiese quiero que me digáis, señores, primero, si conocéis estas joyas.

      Y descubriendo un cofrecito donde venían las de Preciosa, se le puso en las manos al corregidor, y en abriéndole, vio aquellos dijes pueriles; pero no cayó en lo que podían significar. Mirolos también la corregidora, pero tampoco dio en la cuenta. Solo dijo:

      —Estos son adornos de alguna pequeña criatura.

      —Así es la verdad —dijo la gitana—; y de qué criatura sean lo dice ese escrito que está en ese papel doblado.

      Abriole con priesa el corregidor, y leyó que decía:

      «Llamábase la niña doña Constanza de Acevedo y de Meneses. Su madre, doña Guiomar de Meneses, y su padre, don Fernando de Acevedo, caballero del hábito de Calatrava. Desparecila día de la Ascensión del Señor, a las ocho de la mañana, del año de mil y quinientos y noventa y cinco. Traía la niña puestos estos brincos que en este cofre están guardados».

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