Novelas ejemplares. Miguel de Cervantes Saavedra

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Novelas ejemplares - Miguel de Cervantes Saavedra

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de quien ya le habían dado cuenta. Tomó algunos pelos de los perros, friolos en aceite, y lavando primero con vino dos mordeduras que tenía en la pierna izquierda, le puso los pelos con el aceite en ellas, y encima un poco de romero verde mascado: lióselo muy bien con paños limpios y santiguole las heridas, y díjole:

      —Dormid, amigo, que con el ayuda de Dios no será nada.

      En tanto que curaban al herido, estaba Preciosa delante, y estúvole mirando ahincadamente, y lo mismo hacía él a ella, de modo que Andrés echó de ver la atención con que el mozo la miraba; pero echolo a que la mucha hermosura de Preciosa se llevaba tras sí los ojos. En resolución, después de curado el mozo le dejaron solo sobre un lecho hecho de heno seco, y por entonces no quisieron preguntarle nada de su camino ni de otra cosa.

      Apenas se apartaron dél cuando Preciosa llamó a Andrés aparte, y le dijo:

      —¿Acuérdaste, Andrés, de un papel que se me cayó en tu casa cuando bailaba con mis compañeras, que según creo te dio un mal rato?

      —Sí acuerdo —respondió Andrés—, y era un soneto en tu alabanza, y no malo.

      —Pues has de saber, Andrés —replicó Preciosa—, que el que hizo aquel soneto es ese mozo mordido que dejamos en la choza; y en ninguna manera me engaño, porque me habló en Madrid dos o tres veces, y aun me dio un romance muy bueno. Allí andaba, a mi parecer, como paje; mas no de los ordinarios, sino de los favorecidos de algún príncipe; y en verdad te digo, Andrés, que el mozo es discreto, y bien razonado, y sobremanera, honesto, y no sé qué pueda imaginar desta su venida y en tal traje.

      —¿Qué puedes imaginar, Preciosa? —respondió Andrés—. Ninguna otra cosa sino que la misma fuerza que a mí me ha hecho gitano le ha hecho a él parecer molinero, y venir a buscarte. ¡Ah, Preciosa, Preciosa, y cómo se va descubriendo que te quieres preciar de tener más de un rendido! Y si esto es así, acábame a mí primero, y luego matarás a ese otro, y no quieras sacrificarnos juntos en las aras de tu engaño, por no decir de tu belleza.

      —¡Válame Dios —respondió Preciosa—, Andrés, y cuán delicado andas, y cuán de un sotil cabello tienes colgadas tus esperanzas y mi crédito, pues con tanta facilidad te ha penetrado el alma la dura espada de los celos! Dime, Andrés: si en esto hubiera artificio o engaño alguno, ¿no supiera yo callar y encubrir quién era este mozo? ¿Soy tan necia por ventura que te había de dar ocasión de poner en duda mi bondad y buen término? Calla, Andrés, por tu vida, y mañana procura sacar del pecho deste tu asombro adónde va o a lo que viene. Podría ser que estuviese engañada tu sospecha, como yo no lo estoy de que sea el que he dicho. Y para más satisfacción tuya, pues ya he llegado a término de satisfacerte, de cualquiera manera y con cualquiera intención que ese mozo venga, despídele luego y haz que se vaya; pues todos los de nuestra parcialidad te obedecen, y no habrá ninguno que contra tu voluntad le quiera dar acogida en su rancho; y cuando esto así no suceda, yo te doy mi palabra de no salir del mío, ni dejarme ver de sus ojos, ni de todos aquellos que tú quisieres que no me vean.

      Y prosiguiendo adelante, dijo:

      —Mira, Andrés, no me pesa a mí de verte celoso; pero pesarme ha mucho si te veo indiscreto.

      —Como no me veas loco, Preciosa —respondió Andrés—, cualquiera otra demostración será poca o ninguna para dar a entender adónde llega y cuánto fatiga la amarga y dura presunción de los celos. Pero, con todo eso, yo haré lo que me mandas y sabré, si es que es posible, qué es lo que este señor paje poeta quiere, dónde va o qué es lo que busca; que podría ser que por algún hilo que sin cuidado muestre sacase yo todo el ovillo con que temo viene a enredarme.

      —Nunca los celos, a lo que imagino —dijo Preciosa—, dejan el entendimiento libre para que pueda juzgar las cosas como ellas son: siempre miran los celosos con antojos de allende, que hacen las cosas pequeñas grandes; los enanos, gigantes, y las sospechas, verdades. Por vida tuya y por la mía, Andrés, que procedas en esto y en todo lo que tocare a nuestros conciertos cuerda y discretamente; que si así lo hicieres, sé que me has de conceder la palma de honesta y recatada, y de verdadera en todo extremo.

      Con esto se despidió de Andrés, y él se quedó esperando el día para tomar la confesión al herido, llena de turbación el alma y de mil contrarias imaginaciones. No podía creer sino que aquel paje había venido allí atraído de la hermosura de Preciosa; porque piensa el ladrón que todos son de su condición. Por otra parte, la satisfacción que Preciosa le había dado le parecía ser de tanta fuerza, que le obligaba a vivir seguro y a dejar en las manos de su bondad toda su ventura.

      Llegose el día (que a él le pareció haberse tardado más que otras veces), visitó al mordido, preguntole cómo se llamaba, y adónde iba, y cómo caminaba tan tarde y tan fuera de camino; aunque primero le preguntó cómo estaba, y si se sentía sin dolor de las mordeduras.

      A lo cual respondió el mozo que se hallaba mejor y sin dolor alguno, y de manera que podría ponerse en camino. A lo de decir su nombre y adónde iba, no dijo otra cosa sino que se llamaba Alonso Hurtado y que iba a Nuestra Señora de la Peña de Francia a un cierto negocio, y que por llegar con brevedad caminaba de noche, y que la pasada había perdido el camino, y acaso había dado con aquel aduar, donde los perros que le guardaban le habían puesto del modo que había visto.

      No le pareció a Andrés legítima esta declaración, sino muy bastarda, y de nuevo volvieron a hacerle cosquillas en el alma sus sospechas, y así le dijo:

      —Hermano, si yo fuera juez y vos hubiérades caído debajo de mi jurisdicción por algún delito, el cual pidiera que se os hicieran las preguntas que yo os he hecho, la respuesta que me habéis dado obligara a que os apretara los cordeles. Yo no quiero saber quién sois, cómo os llamáis o adónde vais, pero adviértoos que si os conviene mentir en este vuestro viaje, mintáis con más apariencia de verdad. Decís que vais a la Peña de Francia, y dejaisla a la mano derecha, más atrás de este lugar, donde estamos bien treinta leguas; camináis de noche para llegar presto, y vais fuera de camino por entre bosques y encinares que no tienen sendas apenas, cuanto más caminos. Amigo, levantaos y aprended a mentir, y andad enhorabuena. Pero por este buen aviso que os doy, ¿no me diréis una verdad? Que sí diréis, pues tan mal sabéis mentir. Decidme: ¿sois por ventura uno que yo he visto muchas veces en la Corte, entre paje y caballero, que tenía fama de ser gran poeta, uno que hizo un romance y un soneto a una gitanilla que los días pasados andaba por Madrid, que era tenida por singular en la belleza? Decídmelo; que yo os prometo por la fe de caballero gitano de guardaros todo el secreto que vos viéredes que os conviene. Mirad que el negarme la verdad de que no sois el que yo digo, no llevaría camino, porque este rostro que yo veo aquí es el propio que vide en Madrid. Sin duda alguna que la gran fama de vuestro entendimiento me hizo muchas veces que os mirase como a hombre raro e insigne, y así se me quedó tan estampada en la memoria vuestra figura, que os he venido a conocer por ella, aun puesto en el diferente traje en que estáis agora del en que os vi entonces. No os turbéis, animaos y no penséis que habéis llegado a un pueblo de ladrones, sino a un asilo que os sabrá guardar y defender de todo el mundo. Mirad: yo imagino una cosa, y si es así como lo imagino, vos habéis topado con vuestra suerte en haber encontrado conmigo. Lo que imagino es que, enamorado de Preciosa, aquella hermosa gitanica a quien hicisteis los versos, habéis venido a buscarla, por lo que yo no os tendré en menos, sino en mucho más; que, aunque gitano, la experiencia me ha mostrado adónde se extiende la poderosa fuerza de amor y las transformaciones que hace hacer a los que coge debajo de su jurisdicción y mando. Si esto es así, como creo que sin duda lo es, aquí está la gitanica.

      —Sí, aquí está; que yo la vi anoche —dijo el mordido.

      Razón con que Andrés quedó como difunto, pareciéndole que había salido al cabo con la confirmación de sus sospechas.

      —Anoche

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