Novelas ejemplares. Miguel de Cervantes Saavedra
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—Pues para recompensar —dijo Andrés— lo que yo podría hurtar en este tiempo que se me da de venia, quiero repartir doscientos escudos de oro entre todos los del rancho.
Apenas hubo dicho esto cuando arremetieron a él muchos gitanos, y levantándole en los brazos y sobre los hombros, le cantaban el «victor, victor» y «el grande Andrés», añadiendo: «¡Y viva, viva Preciosa, amada prenda suya!».
Las gitanas hicieron lo mismo con Preciosa, no sin envidia de Cristina y de otras gitanillas que se hallaron presentes. Que la envidia también se aloja en los aduares de los bárbaros y en las chozas de los pastores como en los palacios de príncipes, y esto de ver medrar al vecino, que me parece que no tiene más merecimientos que yo, fatiga.
Hecho esto, comieron lautamente. Repartiose el dinero prometido con equidad y justicia. Renováronse las alabanzas de Andrés y subieron al cielo la hermosura de Preciosa.
Llegó la noche, acocotaron la mula, y enterráronla de modo que quedó seguro Andrés de ser por ella descubierto; y también enterraron con ella sus alhajas, como fueron silla, freno y cinchas, a uso de los indios, que sepultan con ellos sus más ricas preseas.
De todo lo que había visto y oído, y de los ingenios de los gitanos, quedó admirado Andrés, y con propósito de seguir y conseguir su empresa sin entremeterse nada en sus costumbres o, a lo menos, excusarlo por todas las vías que pudiese, pensando exentarse de la jurisdicción de obedecerlos en las cosas injustas que le mandasen a costa de su dinero.
Otro día les rogó Andrés que mudasen de sitio y se alejasen de Madrid, porque temía ser conocido si allí estaba. Ellos dijeron que ya tenían determinado irse a los montes de Toledo, y desde allí correr y garramar toda la tierra circunvecina.
Levantaron, pues, el rancho y diéronle a Andrés una pollina en que fuese; pero él no la quiso, sino irse a pie, sirviendo de lacayo a Preciosa, que sobre otra iba; ella, contentísima de ver cómo triunfaba de su gallardo escudero, y él ni más ni menos, de ver junto a sí a la que había hecho señora de su albedrío.
¡Oh poderosa fuerza deste que llaman dulce dios de la amargura (título que le ha dado la ociosidad y el descuido nuestro), y con qué veras nos avasalla, y cuán sin respeto nos trata! Caballero es Andrés, y mozo de muy buen entendimiento, criado casi toda su vida en la Corte y con el regalo de sus ricos padres, y desde ayer acá ha hecho tal mudanza, que engañó a sus criados y amigos, defraudó las esperanzas que sus padres en él tenían, dejó el camino de Flandes, donde había de ejercitar el valor de su persona y acrecentar la honra de su linaje, y se vino a postrar a los pies de una muchacha, y a ser su lacayo, que, puesto que hermosísima, en fin era gitana: privilegio de la hermosura, que trae el redopelo y por la melena a sus pies a la voluntad más exenta.
De allí a cuatro días llegaron a una aldea, dos leguas de Toledo, donde asentaron su aduar, dando primero algunas prendas de plata al alcalde del pueblo en fianzas de que en él ni en todo su término no hurtarían ninguna cosa.
Hecho esto, todas las gitanas viejas y algunas mozas, y los gitanos, se esparcieron por todos los lugares o, a lo menos, apartados por cuatro o cinco leguas de aquel donde habían asentado su real. Fue con ellos Andrés a tomar la primera lición de ladrón; pero, aunque le dieron muchas en aquella salida, ninguna se le asentó; antes correspondiendo a su buena sangre, con cada hurto que sus maestros hacían se le arrancaba el alma, y tal vez hubo que pagó de su dinero los hurtos que sus compañeros habían hecho, conmovido de las lágrimas de sus dueños. De lo cual los gitanos se desesperaban, diciendo que era contravenir a sus estatutos y ordenanzas, que prohibían la entrada a la caridad en sus pechos, la cual, en teniéndola, habían de dejar de ser ladrones, cosa que no les estaba bien en ninguna manera.
Viendo, pues, esto Andrés, dijo que él quería hurtar por sí solo, sin ir en compañía de nadie. Porque para huir del peligro tenía ligereza, y para acometelle no le faltaba el ánimo, así que el premio o el castigo de lo que hurtase quería que fuese solo suyo.
Procuraron los gitanos disuadirle deste propósito, diciéndole que le podrían suceder ocasiones donde fuese necesaria la compañía, así para acometer como para defenderse, y que una persona sola no podía hacer grandes presas.
Pero, por más que dijeron, Andrés quiso ser ladrón solo y señero, con intención de apartarse de la cuadrilla y comprar por su dinero alguna cosa que pudiese decir que la había hurtado, y deste modo cargar lo menos que pudiese sobre su conciencia.
Usando, pues, de esta industria, en menos de un mes trujo más provecho a la compañía que trujeron cuatro de los más estirados ladrones della, de que no poco se holgaba Preciosa viendo a su tierno amante tan lindo y tan despejado ladrón; pero con todo eso estaba temerosa de alguna desgracia, que no quisiera ella verle en afrenta por todo el tesoro de Venecia, obligada a tenerle aquella buena voluntad por los muchos servicios y regalos que su Andrés le hacía.
Poco más de un mes se estuvieron en los términos de Toledo, donde hicieron su agosto, aunque era por el mes de setiembre, y desde allí se entraron en Extremadura, por ser tierra rica y caliente.
Pasaba Andrés con Preciosa honestos, discretos y enamorados coloquios, y ella poco a poco se iba enamorando de la discreción y buen trato de su amante, y él, del mismo modo, si pudiera crecer su amor, fuera creciendo: tal era la honestidad, discreción y belleza de su Preciosa. Adoquiera que llegaban, él se llevaba el precio y las apuestas de corredor y de saltar más que ninguno; jugaba a los bolos y a la pelota extremadamente; tiraba la barra con mucha fuerza y singular destreza. Finalmente, en poco tiempo voló su fama por toda Extremadura, y no había lugar donde no se hablase de la gallarda disposición del gitano Andrés Caballero y de sus gracias y habilidades, y al par de esta fama corría la de la hermosura de la gitanilla, y no había villa, lugar ni aldea donde no los llamasen para regocijar las fiestas votivas suyas o para otros particulares regocijos. Desta manera iba el aduar rico, próspero y contento, y los amantes gozosos con solo mirarse.
Sucedió, pues, que teniendo el aduar entre unas encinas, algo apartado del camino real, oyeron una noche, casi a la mitad della, ladrar sus perros con mucho ahínco y más de lo que acostumbraban. Salieron algunos gitanos, y con ellos Andrés, a ver a quién ladraban, y vieron que se defendía dellos un hombre vestido de blanco, a quien tenían dos perros asido de una pierna; llegaron y quitáronle, y uno de los gitanos le dijo:
—¿Quién diablos os trujo por aquí, hombre, a tales horas y tan fuera de camino? ¿Venís a hurtar por ventura? Porque en verdad que habéis llegado a buen puerto.
—No vengo a hurtar —respondió el mordido—; no sé si vengo o no fuera de camino, aunque bien veo que vengo descaminado. Pero decidme, señores, ¿está por aquí alguna venta o lugar donde pueda recogerme esta noche, y curarme de las heridas que vuestros perros me han hecho?
—No hay lugar ni venta donde podamos encaminaros —respondió Andrés—; mas para curar vuestras heridas y alojaros esta noche no os faltará comodidad en nuestros ranchos. Veníos con nosotros; que aunque somos gitanos, no lo parecemos en la caridad.
—Dios la use con vosotros —respondió el hombre—, y llevadme donde quisiéredes, que el dolor de esta pierna me fatiga mucho.
Llegose a él Andrés y otro gitano caritativo (que aun entre los demonios hay unos peores que otros, y entre muchos malos hombres suele haber alguno bueno), y entre los dos le llevaron. Hacía la noche clara con la luna, de manera que pudieron ver que el hombre era mozo, de gentil rostro y talle. Venía vestido