El Secreto Del Viento - Deja Vù. Alessandra Montali
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–...tu vida será afortunada…
Los latidos del corazón le llegaron hasta la garganta, mientras que los dientes comenzaron a rechinar. También la anciana sintió una sombra de miedo en aquellos ojos azules y dando unos pasos hacia ella la tranquilizó:
–Es un viejo dicho de nuestro pueblo. Un augurio. Estate tranquila.
Francesca no la escuchaba, su mirada escrutaba la fuente.
–No eres de aquí, ¿verdad? –volvió a decir la mujer acercándose.
Francesca, todavía turbada, movió la cabeza y después de haber insinuado un breve saludo, volvió a caminar alrededor de la fuente, esperando ver reaparecer aquellas misteriosas imágenes.
Pero fue en vano, estaba demasiado trastornada y atemorizada.
–Pero yo no he vivido aquí… He estado hace unos años por un curso. ¿Me estoy volviendo loca?
El frío la despertó de aquellos extraños pensamientos y sólo entonces se dio cuenta de que la bufanda de lana estaba empapada. Miró alrededor y vio el cartel luminoso de un pequeño bar en la otra parte de la plaza. Caminó a grandes pasos, bajando la cabeza cada vez que las ráfagas de viento la golpeaban. Cuanto más se acercaba más sentía en el aire el apetecible aroma de café y brioches.
Desde el otro lado de la plaza la anciana señora se había quedado mirándola. Con los ojos húmedos seguía los pasos de la joven.
–De nuevo estás aquí… No me lo puedo creer– dijo murmurando, atemorizada porque las palabras las pudiera llevar el viento.
Mientras tanto Francesca apresuró el paso, empujó la puerta de vidrio y entró. Sintió un escalofrío de placer en cuanto advirtió la tibieza aromática y enseguida se quitó la bufanda empapada del cuello. El local era bastante grande y había muchas mesitas. Los manteles blancos y las macetas de prímulas en el centro le daban un toque primaveral. Se sentó en una esquina, cerca de la estufa, allí apoyó la bufanda y miró a su alrededor. Entrevió a la que debía ser la propietaria, una señora de unos cincuenta años más o menos, alta y robusta, que vestía un chándal de tela viscosa violeta. Sus miradas se cruzaron durante un momento y la señora le devolvió una sonrisa de bienvenida para luego volver a servir entre las mesas.
Francesca cogió el periódico que estaba sobre la silla y estaba a punto de comenzarlo a leer cuando sintió el sonido del teléfono móvil que le avisaba de un mensaje. Se quedó sin aliento en cuanto se dio cuenta de que se trataba de Giorgio y leyó el texto:
Hola, Francesca, voy hacia Londres. Ayer he dejado a tu madre las llaves de casa. Espero que puedas perdonarme. Te deseo de corazón que seas feliz.
Se dio cuenta de que un par de lágrimas habían caído sobre el periódico, se había acostumbrado tanto a llorar en el último mes que ahora ya ni se percataba cuando ocurría. Se apresuró a enjuagarse el rostro y cerró el periódico.
–No me llegará toda la vida para olvidarte, Giorgio, y por tu culpa ahora estoy aquí, a miles de kilómetros de casa, y sola.
Sola: aquella palabra le producía un vacío cada vez que la pronunciaba o la pensaba. Suspiró hondo y fue entonces cuando se dio cuenta de que la dueña del bar la estaba observando, a pesar de continuar respondiendo a las peticiones de los clientes. La vio coger una bandeja y poner encima una taza de café y un brioche y ágilmente, no obstante su constitución robusta, driblando entre las mesas, se la encontró delante de ella diciéndole:
–Apuesto lo que sea a que necesitas un cappuccino lleno de espuma y un sabroso brioche con pasta de almendras. Come y ya verás como enseguida te encontrarás mejor.
Francesca consiguió esbozar una ligera sonrisa y se lo agradeció con la mirada.
Cogió la taza con las dos manos y se quedó así durante unos segundos para gozar de aquella tibieza que parecía mimarla, luego probó el brioche y lo encontró fragante, con aquel corazón blando de almendra que se le deshacía en la boca. Bebió el cappuccino y acabó la espuma del fondo de la taza a cucharadas. Se dijo que nunca había tomado un desayuno tan bueno como ese y comprendió que la melancolía, en parte, se había calmado. Se sintió lo bastante fuerte para mandar un sms de respuesta a su madre diciéndole que todo iba bien y que pronto la llamaría para charlar.
Habían transcurrido sólo dos días y ya sentía nostalgia. La familia había intentado disuadirla pero nadie lo había conseguido.
–¿Todo bien, querida?
La voz de la propietaria del bar la devolvió a la realidad. La mujer estaba poniendo las tazas sucias en una cestita de metal y entre un movimiento y otro le lanzaba miradas interrogativas.
–Sí, mucho mejor. Ese brioche era fantástico, ¡pone de buen humor incluso a alguien que lo tiene tan negro como yo!–exclamó sonriendo.
La mujer se rió y luego, mientras recogía, le preguntó:
–No eres de aquí, ¿verdad? Tienes acento del norte.
–Soy de Como.
–¿Como? ¡Qué lejos has venido! –exclamó la señora abriendo de par en par sus ojos verdes.
Francesca bajó la mirada y mientras jugueteaba con el cierre del bolso explicó:
–Ya… He querido distanciarme unos kilómetros de mi vida anterior.
La otra, siempre atareada, le respondió:
–Ya verás, aquí te encontrarás bien. A propósito, yo me llamo Giusy, ¿y tú?
–Francesca.
Las dos mujeres se estrecharon la mano y Francesca se encontró pensando que había algo en aquella mujer que le infundía confianza y fuerza, como si la hubiese conocido de toda la vida. Llevó la mano al monedero para pagar el desayuno pero Giusy enseguida se le anticipó:
–Nada que hacer, querida: el desayuno viene incluido con la bienvenida. ¡Ya pagarás la próxima vez!
La muchacha se lo agradeció, estaba ya a punto de salir del bar cuando se le ocurrió que la propietaria podría ayudarla y le preguntó si conocía a alguien en el pueblo que buscase personal.
–¿Qué sabes hacer? –le preguntó sin dejar de trabajar.
–Soy joyera. Tengo un taller y un negocio junto con mi padre… Pero no me importaría encontrar otro tipo de trabajo.
–Hace dos semanas en el pub buscaban una chica pero no sé si todavía el empleo está disponible. Ahora está cerrado pero vuelve hoy por la tarde, puedo hacer una llamada al propietario.
A Francesca se le iluminaron los ojos. Después de darle las gracias, salió del bar.
CAPÍTULO II
Las campanas estaba dando las cinco de la tarde cuando salió, pálida y doliéndole el estómago, del ascensor. La plaza estaba iluminada por las farolas que con su luz tenue creaban una atmósfera nostálgica. La fuente