El Secreto Del Viento - Deja Vù. Alessandra Montali
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–¡Hola, Francesca!–dijo la mujer yendo a su encuentro y conduciéndola hacia otra mesa de la sala.
La muchacha se sintió un poco incómoda e intentó excusarse.
–¿Te he interrumpido? Si quieres vuelvo más tarde.
Giusy movió la cabeza y, sonriéndole, la tranquilizó.
–No, no, querida… Estaba haciendo un solitario con las cartas para matar el tiempo, dado que a esta hora todo está vacío.
Luego, girando detrás de la barra le preguntó:
–¿Té o café?
–Café, gracias –y Francesca se sentó mientras observaba a la mujer que trasteaba con la máquina de café.
–Aquí está… Dos cafés bien calientes. Son necesarios con este frío. Son días muy fríos, hace mucho tiempo que no hacía un invierno tan rígido.
Hubo unos minutos de silencio, luego Francesca se armó de valor y le preguntó si había sabido algo del pub.
Giusy respondió que el propietario ya había encontrado un camarero y que ahora ya estaban al completo, pero se apresuró a añadir:
–No te preocupes, querida. ¡Tengo la solución perfecta para ti! ¿Te gustaría trabajar aquí, desde última hora de la tarde hasta la noche?
Francesca se quedó sorprendida por aquella propuesta y con la sonrisa en los labios balbuceó un sí.
–No pareces muy convencida...
–No, qué va, lo estoy… es que no me lo esperaba. Estoy contenta de trabajar aquí y espero aprender todo con rapidez.
Giusy rió mostrando la blanca y perfecta dentadura y añadió:
–Espera antes de agradecérmelo. Tendrás las piernas destrozadas a base de estar de pie.
–¡No me lamentaré, ya verás!
–Bien, finalmente tendré a alguien que me ayude y… que hablará conmigo.
Francesca le lanzó una mirada interrogadora.
Giusy le habló del marido y del único hijo que gestionaban una cadena de ropa en Bulgaria y otra más puesta en marcha en la República Checa.
–De febrero a junio, salvo pequeños periodos de tiempo, se quedan allí y yo me encuentro sola con el bar y con mi anciana madre que quiere volver a su tierra natal y no sabes cuánta lata me da.
–¡Entonces, he llegado justo a tiempo! Sin embrago, te aviso: nunca he trabajado en un bar, deberás enseñarme un montón de cosas.
–No te preocupes. No es difícil. Te espero mañana por la mañana. El bar está cerrado, de esta manera te puedo enseñar a hacer el mejor cappuccino del pueblo. Por la tarde volvemos a abrir, ¿ok?
Francesca se sintió aliviada, es más, le pareció que se sentía feliz, o casi. Mientras se levantaba para irse le dijo que se presentaría puntual a la mañana siguiente a las 8:00.
–Perfecto, querida – concluyó Giusy acompañándola hasta la puerta.
Se quedó observándola mientras recorría a paso ligero la plaza. Parecía delicada y menuda, pero por el modo en que caminaba, veloz y con la cabeza alta, le dio la impresión de una muchacha fuerte y segura de sí misma.
Volvió a la mesita en la que estaba el mantel doblado y lo abrió, alisándolo con las manos.
–Mis cartas nunca se equivocan –se dijo.
Miró fijamente durante unos segundos una de las cartas de tarot:
–Debes ser tú la mujer joven de cabello rubio venida de lejos. Lo único que me deja perpleja es el color de tus cabellos –pensó volviendo a colocar con cuidado las cartas y reponiéndolas en la caja –Estaré cerca de ti, Francesca, porque si realmente eres la muchacha de mis cartas, deberás superar pruebas muy difíciles… Ya veremos.
Francesca, mientras tanto, se había encaminado por el callejón paralelo a la plaza. Avanzaba con paso decidido hacia la ligera cuesta en descenso que conducía al ascensor. Se dijo, complacida, que aquellas botas sin tacón le venían de perlas, dado que las calles del pueblo estaban todas adoquinadas. Lanzó una mirada distraída más allá de la vieja muralla pero el espectáculo que se le presentó ante los ojos hizo que se parase de inmediato. Apoyó los codos en el muro, se cogió el rostro entre las manos sin apartar en absoluto los ojos de las luces que, unas veces densas, otras escasas, recorrían las curvas del pueblo hasta la campiña ya envuelta en la oscuridad.
–De día, cuando hace buen tiempo, incluso se ve el mar.
Una voz a su espalda la sobresaltó, se volvió de repente y se encontró delante del joven que había conocido por la mañana a la entrada del ascensor.
–Perdona, ¿te he asustado? –continuó hablando mientras bajaba el borde del gorro sobre la frente.
Francesca movió la cabeza y explicó:
–Estaba concentrada en el panorama –luego preguntó –¿El mar? ¿Pero cómo es posible? ¿No está demasiado lejos?
También el muchacho apoyó los codos en el muro y explicó:
–Parece muy lejano porque estamos sobre una colina pero no lleva más de una hora llegar a la Riviera.
Su conversación fue interrumpida por la llegada de la cabina que traqueteaba sobre los raíles. Francesca no se movió.
–Bueno, ¿entras? –le dijo el joven yendo hacia el ascensor.
–La calle que lleva hasta abajo es aquella, ¿verdad? –le preguntó Francesca indicándole las pequeñas curvas que se entreveían sobresaliendo desde la muralla.
–Sí, pero es muy larga… ¡con el ascensor es sólo un momento!
Francesca se arrebujó en el chaquetón y dijo:
–Voy a intentar caminar… Un poco de movimiento me hará bien. Hasta luego.
El joven se quedó asombrado mirándola mientras desaparecía en la oscuridad de la calle.
–¡Está loca! –dijo para sí moviendo la cabeza.
Francesca, mientras, con la cabeza baja para protegerse de las imprevistas ráfagas de viento gélido, descendía tranquila la primera curva. Su mente estaba llena de recuerdos de Giorgio. No conseguía sacárselo de la cabeza, no obstante se obligase a pensar en otra cosa. Él siempre estaba con ella, desde la mañana, en cuanto abría los ojos, hasta la noche cuando se dormía. Las pocas veces que se había librado de aquel pensamiento obsesivo había sido cuando había conocido a Giusy.