El Secreto Del Viento - Deja Vù. Alessandra Montali

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El Secreto Del Viento - Deja Vù - Alessandra Montali

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      Francesca apretó los labios como si quisiese impedir que hablasen pero finalmente admitió.

      –También hoy en la panadería, después de haberme recuperado, cuando todavía estaba en el suelo aturdida, me ha parecido que la panadería estuviese pintada de amarillo y que en las paredes hubiese algunos cuadros de motivos marinos. Luego todo ha desaparecido…

      Giusy se estremeció ante aquella descripción tan detallada, cogió una mano a Francesca y la estrechó entre las suyas. La muchacha dirigió la mirada al rostro de la mujer y vio una cierta emoción en él:

      –¿Debes decirme algo? –le preguntó tímidamente Francesca.

      –Sí… Al antiguo propietario, el señor Giovanni, le gustaba pintar los domingos por la mañana en la orilla. Estaba tan orgulloso de su trabajo que los tenía colgados todos en la panadería y me acuerdo perfectamente del color intenso de aquellas paredes que capturaban la luz del sol. Eran amarillas, justo como tú las has visto.

      Francesca tragó saliva y sólo consiguió sólo preguntarle:

      –¿Hace cuánto tiempo?

      –Hace más de veinte años.

      –Era pequeña –constató Francesca.

      Giusy le cogió las manos y mirando directamente hacia aquellos ojos asombrados le dijo:

      –Tú ya has estado aquí. A lo mejor de muy niña y te has olvidado. Quizás viniste de vacaciones con tu familia en verano. No hay nada por lo que debes tener miedo. Cada uno de nosotros guarda recuerdos antiguos, a veces inconscientes, luego, de repente, salen fuera, de la nada. ¡Como cuando no te acuerdas dónde has puesto una cosa y luego la encuentras después de una semana! A mí me sucede un montón de veces, ¿sabes?

      Francesca movió la cabeza y explicó:

      –Pero estos recuerdos me hacen daño. Como algo que explota dentro de mí. Imágenes que pasan delante como en una película. Yo no puedo hacer nada, no puedo pararlas, ni hacer que avancen. Sólo debo esperar y observar…

      Giusy la abrazó y le aconsejó:

      –Entonces, permanece alerta y observa todo lo que hay que ver. Si tienes fe conseguirás, es más, conseguiremos, recomponer el rompecabezas,. ¿Ok?

      Francesca asintió.

      CAPÍTULO IV

      La primera tarde de trabajo de Francesca pasó rápidamente. Ocupada entre las espumas suaves de los cappuccinos, los filtros de té perfumados y los cafés rápidos, no le fue posible pensar ni en Giorgio, ni en lo que había ocurrido por la mañana. Quería dar buena impresión a Giusy y se sentía satisfecha cada vez que la propietaria le devolvía una sonrisa de asentimiento.

      –Perfecto, ahora podemos relajarnos, la primera tanda de clientes ha pasado. La próxima será a las 19:30 con los aperitivos –le anunció Giusy sentándose por el cansancio.

      –Vale, entonces, mientras tanto, yo meto todo en el lavavajillas –exclamó la muchacha comenzando a trastear con tazas, platitos y cucharillas.

      Giusy, por su parte, se había levantado y había advertido a Francesca que subía para cambiarse.

      La muchacha estaba tan ocupada con su trabajo que ni siquiera se dio cuenta del muchacho que estaba de pie, apoyado en la barra, hasta que él no habló.

      –¿Puedo pedir un cappuccino con mucha espuma?

      Aquella voz imprevista en el silencio del bar sobresaltó a la muchacha y un platito se le escapó de las manos acabando en cuatro trozos a sus pies.

      –Te he asustado de nuevo.

      Francesca reconoció enseguida aquella voz: pertenecía al muchacho que había conocido en el ascensor y se volvió con el ceño fruncido.

      –¡He roto un platito, Giusy! –gritó con tono contrariado.

      –¡No te preocupes, hay muchos! –le respondió la mujer riendo.

      Francesca dirigió su mirada disgustada hacia el muchacho, el cual, en cambio, la estaba observando con una media sonrisa.

      –Inútil que te pida perdón, ¿verdad?

      De manera inesperada Francesca rompió a reír.

      –Yo me llamo Daniele, ¿y tú?

      –Francesca.

      –Por fin sé tu nombre, si no hubiera continuado llamándote la muchacha que odia los ascensores.

      –No odio los ascensores, sólo me dan miedo. Tenía diez años cuando me quedé encerrada dentro, con mi madre, durante dos horas interminables.

      Daniele abrió los ojos como platos y se apresuró a decir:

      –Ahora entiendo porque haces toda aquella calle a pie para volver a casa por la noche.

      –¿Qué te preparo? –dijo cambiando de tema Francesca.

      –Un cappuccino, gracias –y se sentó en la mesita cerca de la estufa.

      Le fueron suficiente unos minutos para preparar un espumoso cappuccino y cuando se lo llevó a la mesa, la felicitó por el óptimo aspecto de la bebida.

      Daniele le pidió, dado que no había otros clientes a los que servir, que se sentase para charlar con él. Miró a su alrededor indecisa sobre qué hacer y luego se sentó. Daniele se quitó bufanda y gorro haciendo aparecer una rizada cabellera castaña, tantos que Francesca se preguntó cómo habían hecho todos esos cabellos para estar dentro del gorro.

      –Antes te miraba el colgante: muy hermoso y particular, ¿dónde lo has comprado?

      Francesca enseguida se llevó los dedos al cuello y explicó:

      –Lo he hecho yo. Soy joyera.

      Daniele que estaba a punto de beber el cappuccino, se quedó con la taza a mitad de camino y con una expresión de incredulidad, dijo:

      –Yo también. Tengo el taller aquí cerca, en uno de los callejones. Qué coincidencia, pero… –volvió a mirar aquella pequeña estrella luminosa y añadió –Has estado fantástica al conseguir un trabajo de este tipo.

      Tomó un poco de la bebida luego apartó la mirada hacia el reloj de pared que estaba detrás de Francesca y sin ni siquiera acabar de beber el cappuccino, se puso la bufanda y el gorro y después de un rápido saludo a la joven se marchó.

      Francesca estuvo durante unos segundos observándolo mientras con paso apresurado atravesaba la plaza y desaparecía corriendo en uno de los callejones.

      Aprovechando la calma que reinaba, cogió el teléfono móvil y marcó el número de su padre que, después de unos cuantos tonos, respondió con voz de felicidad.

      –¡Francesca, cariño, por fin! ¿Cómo estás?

      –Bien, papá, ¿y tú y el resto?

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