El Secreto Del Viento - Deja Vù. Alessandra Montali
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Decidió pararse un rato para recuperar el aliento, dado que el último tramo de la curva, particularmente inclinado, lo había recorrido casi saltando. En el fondo se abría el callejón que llevaba a su casa. Se le encogió el corazón al pensar en su hermosa casa en el lago, luminosa de día y romántica de noche. Bastaba dar una ojeada afuera para dejarse encantar por las luces tenues de las embarcaciones que se reflejaban en estelas luminosas sobre el agua. Aquella casa había sido un regalo del padre por sus dieciocho años, una sorpresa inesperada para Francesca, que se había encontrado entre las manos las llaves de un lujoso apartamento en la orilla del lago, amueblado totalmente por uno de los más famosos arquitectos de la ciudad. No había ido a vivir enseguida, iba y venía entre su casa y la de sus padres. Al comienzo había sido la casa de las fiestas con los amigos, de las fiestas de pijamas con las amigas, de los cumpleaños ruidosos y multitudinarios de los hermanos, pero en cuanto conoció a Giorgio no quiso irse de aquel lugar y, sobre todo, no quiso tanta gente alrededor. Aquel gran amor le había llenado la vida. Se había hecho mayor con Giorgio, quizás también por los quince años que le llevaba. Se había transformado de muchacha agua y jabón, siempre con pantalón vaquero y chándal, en una mujer. Sabía cuáles eran los gustos del hombre y cada vez que escogía una prenda de ropa, siempre se preguntaba si le podía gustar a Giorgio.
Apartó aquellos pensamientos porque ahora ya había llegado al final de la cuesta, sólo unos pasos y estaría al calor de casa.
–¡Te ha llevado justo diez minutos! –puntualizó el joven del ascensor saliendo de la oscuridad del callejón.
Francesca gritó de miedo.
–Perdona, perdona… ¡pensaba que me habías visto! –se apresuró a decir el joven.
–¡Otro susto como este y me me dará un patatús! –le riñó Francesca yendo directamente hacia casa.
–¡Lo siento, no quería asustarte! –se excusó él, siguiéndola.
Francesca entró en silencio y cerró la puerta con llave.
–¡Es insoportable! –se dijo en cuanto estuvo dentro.
–¡Qué maleducada! –murmuró el muchacho continuando su camino.
Francesca tiró las llaves dentro del pequeño cenicero de cerámica y después de haberse quitado el plumífero se paró delante de la gran ventana. Era una noche espléndida, se dijo, con los ojos vueltos hacia el cielo estrellado. Le dio un escalofrío y se apresuró a añadir leña a la chimenea. Se sentó con las piernas cruzadas en la alfombra de lana y se quedó de esta forma allí, con la espalda apoyada en el sofá, acurrucada por la tibieza del pequeño fuego crepitante. Se cogió la cabeza entre las manos, cerró los ojos y la mente voló de nuevo hacia Giorgio. Se ciñó las rodillas con los brazos y se dio cuenta de que los recuerdos de él siempre se sobreponían a la racionalidad. Echaba mucho de menos a Giorgio. Sentía nostalgia de su voz, de sus abrazos, de su amor envolvente.
Encogió la cabeza al pensar en su primer encuentro: ni siquiera le había gustado, es más, lo había encontrado bastante aburrido y serio.
Se acurrucó en el sofá, apoyó la sien en el apoyabrazos y la mente volvió atrás a aquella tarde de diciembre de cuatro años antes, cuando Giorgio entró en el taller de joyería para comprar un regalo a su madre. Francesca debió armarse de paciencia porque aquel hombre alto y elegante que estaba delante, en su indecisión, le había hecho sacar todas las joyas más refinadas de la tienda. Finalmente, se había dejado guiar por el excelente gusto de la muchacha y había escogido un collar de coral rosa. Francesca recordó haber bufado en cuanto el hombre salió.
–¡Qué cliente más complicado! –se había dicho mientras volvía a poner las joyas en su lugar.
Pero luego Giorgio, los días próximos, había vuelto al negocio para otras compras y una tarde la había invitado a cenar en un pequeño restaurante en las colinas del lago. Francesca se había asombrado aceptando enseguida la invitación, sin siquiera reflexionar y desde aquella noche su historia había comenzado, tan intensa y apabullante que sólo después de diez días, Giorgio se había mudado al apartamento de Francesca. Antes de él había tenido alguna pequeña historia pero nada en comparación con lo que sentía por Giorgio: un fuego inextinguible de pasión, pero no sólo esto, estar con él lo era todo, era complicidad, ternura, empatía, amistad… había sido amor.
De repente el tenue resplandor de la pantalla del teléfono móvil la avisó de la llegada de un sms. Francesca alargó la mano, lo agarró y leyó el nombre del destinatario.
–Papá… –murmuró.
Pulsó una tecla y recorrió con los ojos el contenido:
–Cariño, ¿cuándo vuelves? ¿Lo has pensado? Todos te echamos de menos. ¿Lo sabes? En la tienda hemos vendido todas las estrellas de luz, me he quedado sin… Vuelve a casa.
Se llevó los dedos a un colgante con forma de estrella que le brillaba en el cuello. Lo recorrió con el pulgar y se quedó jugueteando con el pequeño diamante que se movía en el centro de la estrella. Se acordó que había diseñado aquella línea de joyas después de algunos meses de vivir con Giorgio. A ambos les gustaban las estrellas, así que Francesca primero había diseñado y luego fabricado aquellos colgantes, tan delicados y al mismo tiempo tan particulares que no pasaban inadvertidos. En muy poco tiempo había debido repetir la colección, porque las estrellas de luz se habían vendido como rosquillas.
El fuego se estaba nuevamente apagando y la habitación se oscureció. Afuera el viento hacía que se doblase el viejo pino marítimo con repetidos gemidos y las ventanas se quejaban en un monólogo sin fin.
–Cuánto frío hace aquí… Me hubiera gustado no haberme ido.
De mala gana Francesca decidió levantarse, echó otro tronco en la chimenea y volvió con la mirada a escrutar fuera de la ventana. Durante un momento creyó estar en Como. Aquellas luces temblorosas allá abajo en el valle la devolvieron con nostalgia a los recuerdos de su casa.
CAPÍTULO III
A la mañana siguiente el cielo estaba sereno, de un intenso azul violeta que anunciaba una primavera precoz, si no hubiese sido por ese habitual viento irritante que jugaba a correr entre las calles del antiguo pueblo.
Francesca iba a ver a Giusy para la primera lección de camarera. En la boca, el sabor de una ligera agitación por el nuevo trabajo que le esperaba. Una ráfaga de viento le trajo el aroma del pan recién horneado y, de hecho, a unos pocos metros, vio el negocio del panadero. Gozó con aquel delicioso olor, entrecerrando los ojos de gusto y no se lo pensó dos veces antes entrar.
La joven mujer que estaba en el mostrador le hizo una señal a modo de saludo con la cabeza, luego continuó sirviendo a un cliente que tenía enfrente, una señora que estaba siendo interrumpida continuamente por las llamadas pesadas y pretenciosas del niño que estaba a su lado.
–¡Mamá, quiero el pastelito de chocolate! –insistía el chiquillo señalando con el índice la golosina.
–¡No! Ya te has tomado uno antes de salir –respondió la mujer, luego volviéndose a la señora, continuó –Dame dos panini all’olio y un toscano1 .
Pero el niño no se dio por vencido y comenzó a chillar, corriendo por la tienda y gritando a pleno pulmón:
–¡Quiero