El Secreto Del Viento - Deja Vù. Alessandra Montali
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Al otro lado de la línea hubo unos segundos de silencio y la muchacha volvió a llamar al padre.
–¿Papá, estás ahí?
–Sí, estaba pensando… No, nunca hemos estado ahí cuando eras pequeña. ¿Pero por qué me haces esta pregunta?
–Desde que he llegado he tenido unos dejavù. Me he visto de pequeña cerca de una fuente, con una señora rubia y hoy he recordado cómo estaba pintado un viejo horno de panadería hace unos veinte años…
De nuevo el silencio, luego el padre dijo:
–Tal como yo lo veo es el estrés que te está gastando bromas pesadas, cariño. ¿Por qué no vuelves con nosotros? ¿Para que necesitas estar a miles de kilómetros de casa?
Francesca se quedó en silencio, dudando sobre qué responder, a continuación, después de un largo suspiro, terminó la conversación diciendo:
–Me lo pensaré, ¿vale?
–Vale, espero tu llamada, Francesca.
Acababa de colgar cuando el teléfono móvil volvió a sonar. Comprobó el número y vio que se trataba de la madre. Sonrió debido a la coincidencia y respondió intentando parecer aliviada. Le dijo que había hablado unos segundos antes con su padre y la mujer le preguntó:
–¿No te ha dicho que está en Lione por la muestra de joyería?
Francesca se quedó perpleja y luego respondió:
–No, no me ha dicho nada, se habrá olvidado. Hemos hablado de otras cosas. ¿Va todo bien en casa?
–Sí, todo bien, pero esperamos tu regreso lo antes posible.
–En cuanto esté mejor...
–¿Qué tiempo hace donde estás?
–Frío, mamá, y siempre sopla un viento frío, ¿y en Como?
Ambas respondieron:
–Niebla.
Rieron. Se despidieron y Francesca colgó pensativa.
–La muestra de joyería en Lione siempre ha sido en primavera y no en febrero. ¿Quizás la han anticipado? ¿Y por qué papá no me ha hablado de ello? Sabe cuánto me gusta ese evento. Incluso diseñé nuevas joyas.
Sus preguntas fueron interrumpidas por el ritmo cadencioso y ruidoso de los tacones de Giusy que martilleaban los escalones de madera. La vio avanzar hacia ella enfundada en un chándal de chenilla verde esmeralda pero lo que todavía la asombró más que aquella vestimenta llamativa fueron los cabellos: ya no eran rubios y rizados, sino negros, lisos, cortos, con un largo flequillo que le rozaba el ojo derecho.
Francesca no pudo dejar de exclamar:
–Pero… ¿tienes arriba una peluquería toda para ti?
Giusy rió de gusto por la broma de la muchacha y entre una risita y otra consiguió decir:
–¡Nadie me había dicho nada tan simpático!
–Te sientan muy bien así los cabellos, pero como has...
–¡Peluca!
Se acercó a la muchacha, levantó la peluca y le mostró el auténtico cabello: cortísimo y a intervalos, aquí y allá, con mechones de pelo blanco.
A Francesca le hubiera gustado preguntarle la razón, pero no se atrevía, temía ser indiscreta, así que se mantuvo en silencio sin quitar la mirada de aquel peinado tan ordenado y reluciente. Pero su aire interrogativo era tan evidente que Giusy explotó en una sonora carcajada que resonó por el local y sólo cuando se le acabó la risa, de buen humor, le dijo:
–¡Oh, Francesca! ¡Eres tan inocente por dentro y por fuera! Te mueres de ganas por saber porqué llevo la peluca pero no tienes el valor para preguntármelo. ¿Pero por qué? ¡Ya somos amigas!
La muchacha bajó la cabeza un poco.
–Siempre he sido una persona discreta… como mi padre.
–Y la discreción es una buena cualidad, díselo a tu padre, pero no vale entre amigas.
Se volvió a poner la peluca en la cabeza, se alisó el flequillo ya perfecto y luego se puso a contarle de cuando tenía veinte años y había enfermado de cáncer. Francesca se llevó las manos al rostro.
–Lo supe después de un control rutinario… Era una época en la que no me sentía demasiado en forma, había adelgazado notablemente y te diré que incluso era feliz. Sabes, para alguien que siempre ha sido corpulenta, verse con diez kilos menos en poco tiempo, es agradable y en cambio...
–¿En cambio?
–Leucemia.
Giusy observó que los ojos de Francesca de repente se ponían brillantes, resplandecían en la suave luz azul que reinaba en el local.
–¡Pero he ganado! –subrayó con una gran sonrisa de satisfacción.
Francesca se rió, cerró los ojos y dos lágrimas rodaron por sus mejillas.
–He soportado el trasplante y las curas, ahogaba toda la tristeza y el dolor al comprar pelucas para poner remedio a mis pobres cabellos caídos… Al final de cada ciclo, iba a escoger una peluca y este pensamiento me mantenía viva y… fuerte. Al final el cáncer, cansado de mí, se ha ido. ¡Ha tenido miedo, pobrecillo!
–¡Eres muy poderosa, Giusy!
–Pero el amor por las pelucas me quedó. Ellas me recuerdan todos los días que logré vivir pero que no debo nunca bajar la guardia. Así que, cada año, siempre, como buena chica, hago todos los controles y al final me compro… ¡una nueva peluca!
Francesca sacó del bolsillo un pañuelo de papel y se enjugó las lágrimas.
–¡A fuerza de reír me he acalorado! ¡Caray! –exclamó la mujer abanicándose con la carta del menú.
–Si quieres, un día me apetecería probar una de tus pelucas...
–Claro, querida. Te verías bien como rubia…
Francesca asintió y le confesó que se había arrepentido bastante por haber cambiado el color a sus cabellos rubios. La mujer, de repente, se puso seria:
–¿Tú eres rubia?
–Siempre he sido rubia.
Giusy percibió una intensa ternura por aquella muchacha y la abrazó. Se sintió indecisa si decirle lo que las cartas del tarot le habían revelado la primera vez que la había visto o callar .
–Eres tú… –se repetía la mujer y realmente le habría hablado de las cartas y de su contenido, si no hubiese sido interrumpida por la llegada de una aterida comitiva de turistas que pedía café.