Trayectorias y proyectos intelectuales. Jaime Eduardo Jaramillo Jiménez

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Trayectorias y proyectos intelectuales - Jaime Eduardo Jaramillo Jiménez Taller y oficio de la Historia

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que no es simple reflejo de la acumulación de riqueza, entonces, que Rodó considere que la acumulación de bienes materiales no es lo único que distingue una sociedad no puede ser tomado como el argumento de un “idealista”.

      La crítica que hace Rodó al utilitarismo la hace en cuanto es una forma de pensar y sentir que está atada a la acción, que se deriva en ver y concebir el mundo social como una proyección de la forma de actuar en el presente. Como parte de su crítica al utilitarismo, viene la de la nordomanía, donde expresa una frase ya célebre sobre los Estados Unidos: “Y por mi parte, ya veis que, aunque no les amo, les admiro”. En una de las varias descripciones que hace de este país dice:

      En el principio la acción era. Con estas célebres palabras del Fausto podría empezar un futuro historiador de la poderosa república, el Génesis, aún no concluido, de su existencia nacional. Su genio podría definirse, como el universo de los dinamistas, la fuerza en movimiento. Tiene, ante todo y sobre todo, la capacidad, el entusiasmo, la vocación dichosa de la acción. La voluntad es el cincel que ha esculpido a ese pueblo en dura piedra. Sus relieves característicos son dos manifestaciones del poder de la voluntad: la originalidad y la audacia. Su historia es, toda ella, el arrebato de una actividad viril. Su personaje representativo se llama Yo quiero, como el “superhombre” de Nietzsche. (1993, p. 38)

      Como se dejó establecido atrás, respecto del proceso que el ser humano ha venido haciéndose a sí mismo, se ha podido constatar empíricamente que la modernidad implicó un cambio en las formas de pensar y de sentir, se pasó de una lógica centrada en el sujeto, que veía el mundo como resultado de su propia acción, a una donde se buscan las causas como resultado de la propia lógica de los procesos naturales y sociales, y no como respuesta a una acción humana (Ibarra, 2005). El utilitarismo estadounidense para Rodó era una forma de pensar y sentir que ve el mundo desde el “yo quiero”, es decir, está atado a una “lógica subjetivista”. Ampliando lo que está entendiendo por una cultura hija del “yo quiero”, se lee en el Ariel:

      Diríase que el positivismo genial de la Metrópoli ha sufrido, al transmitirse a sus emancipados hijos de América, una destilación que le priva de todos los elementos de idealidad que le templaban, reduciéndole, en realidad, a la crudeza que, en las exageraciones de la pasión o de la sátira, ha podido atribuirse al positivismo de Inglaterra. El espíritu inglés, bajo la áspera corteza de utilitarismo, bajo la indiferencia mercantil, bajo la severidad puritana, esconde, a no dudarlo, una virtualidad poética escogida, y un profundo venero de sensibilidad, el cual revela, en sentir de Taine, que el fondo primitivo, el fondo germánico de aquella raza, modificada luego por la presión de la conquista y por el hábito de la actividad comercial, fue una extraordinaria exaltación del sentimiento. El espíritu americano no ha recibido en herencia ese instinto poético ancestral, que brota, como surgente límpida, del seno de la roca británica, cuando es el Moisés de un arte delicado quien la toca. (1993, p. 39)

      Cuando va finalizando el Ariel, Rodó expresa con sorprendente claridad lo que podría tenerse por una caracterización del salto cualitativo que él pensaba se requería dar frente al utilitarismo.

      Hubo en la antigüedad altares para los “dioses ignorados”. Consagrad una parte de vuestra alma al porvenir desconocido. A medida que las sociedades avanzan, el pensamiento del porvenir entra por mayor parte como uno de los factores de su evolución y una de las inspiraciones de sus obras. Desde la imprevisión oscura del salvaje, que sólo divisa del futuro lo que falta para terminar de cada período de sol y no concibe cómo los días que vendrán pueden ser gobernados en parte desde el presente, hasta nuestra preocupación solícita y previsora de la posteridad, media un espacio inmenso, que acaso parezca breve y miserable algún día. Sólo somos capaces de progreso en cuanto lo somos de adaptar nuestros actos a condiciones cada vez más distantes de nosotros, en el espacio y en el tiempo. La seguridad de nuestra intervención en una obra que haya de sobrevivirnos, fructificando en los beneficios del futuro, realza nuestra dignidad humana, haciéndonos triunfar de las limitaciones de nuestra naturaleza. (1993, p. 52)

      En el Ariel no aparecen los argumentos de un conservador, de un intelectual idealista, sino de un individuo que, en medio de las contradicciones generadas por el despegue del “capitalismo a la latinoamericana”, esbozó, de manera igualmente contradictoria, no como una totalidad consciente, una posible ruta para la construcción de una visión del mundo, en la que, mediante el incremento de la conciencia de la constructividad, los individuos contribuyeran al desarrollo de un mundo que no fuera la simple pretensión de imitar la organización social estadounidense, sino que se imaginara derroteros diferentes. Para finalizar este artículo, se deja delineada, en sus trazos generales, una hipótesis acerca de cuál pudo haber sido el “legado” del Ariel.

      Al igual que se hizo con el Ariel, el delineamiento de la hipótesis de su “legado” no se hace buscando totalidades conscientes de la ciudad letrada latinoamericana de la primera mitad del siglo XX. Se destacan algunos aspectos de obras en las que no hay mayores rastros explícitos de la proclama arielista, pero que dejan entrever que el fantasma arielista recorría América Latina y permeó, hasta por lo menos la década de 1940, una manera de entender el proceso social en la región. Para el ejercicio, se han tomado tres obras: Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana (1928), de José Carlos Mariátegui; Casa Grande y Senzala (1933), de Gilberto Freyre, y Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar (1940), de Fernando Ortiz. Estas tres obras, en su búsqueda de comprensión de las sociedades nacionales a las que se refieren, recurren, en primer lugar, a una visión a largo plazo.15 Mariátegui, en cada uno de sus siete ensayos, trata un problema distinto, pero en todos busca reconstruir la lógica en la que ha desarrollado y así entender su configuración actual; Freyre, para entender el Brasil contemporáneo, se remonta a las características que él considera tenía cada uno de los grupos que lo conformaron, para así comprender con qué fueron “contribuyendo” en el proceso de hibridación a la constitución de una sociedad exitosa en el trópico; por su parte, Ortiz, teniendo muy presente que Cuba es resultado de la confluencia de afrodescendientes, blancos e indígenas, va observando cómo se ha operado el proceso de transculturación para producir la sociedad cubana.

      En segundo lugar, en términos metodológicos, se hace una reconstrucción del proceso social de abajo hacia arriba. En las tres obras, no se da por sentada ninguna entidad que explique el proceso social, sino que se busca explicar, en el caso de Mariátegui, la formación social a partir de las características propias del proceso social peruano sin hacer categorizaciones previas; Freyre arranca desde la vida cotidiana y se va remontando hasta la sociedad patriarcal brasileña; por su parte, Ortiz, desde un minucioso conocimiento de las características botánicas y ecológicas del tabaco y el azúcar, va pasando por las construcciones económicas y simbólicas hechas en torno a estos productos y termina mostrando Cuba en toda su especificidad y universalidad.

      En tercer lugar, Mariátegui, Freyre y Ortiz no siguen en su trabajo ningún modelo de una sociedad concreta para establecer qué tan lejos o cerca está el proceso que cada uno está reconstruyendo. En este sentido es que se entiende el socialismo indígena de Mariátegui, que lo distancia del marxismo ortodoxo y que le permitió presentar al indígena como el sujeto histórico revolucionario que conduciría la transformación del Perú. Ortiz acuña el concepto de transculturación para contraponerlo al de aculturación, término de moda en la antropología y la sociología de ese momento, que luego hizo curso en las teorías de la modernización desplegadas con fuerza después de la Segunda Guerra Mundial. El concepto de transculturación le permite entender a Ortiz que la Cuba de su tiempo, como cualquier sociedad, es resultado de un permanente proceso de transformación en el que se imbrican distintos elementos culturales, económicos, políticos, y van produciendo formas sociales nuevas que no son la concreción fidedigna de planes previamente establecidos, porque el proceso social a medida que se va desenvolviendo también va construyendo las claves en las que lo hace. En este sentido, de nada vale tener un modelo de sociedad concreta que sirva de referente ideal de comparación. Freyre buscaba dar cuenta del éxito de una “civilización en el trópico”, y para ello no siguió

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