Procesos urbanos en América Latina en el paso del siglo XIX al XX. Gerardo G. Sánchez Ruiz

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Procesos urbanos en América Latina en el paso del siglo XIX al XX - Gerardo G. Sánchez Ruiz

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(2013), así observa ese proceso.

      La unidad de los territorios se convirtió en una suerte de sueño épico para los ideólogos que enfrentaron la construcción de los Estados nacionales en la América que había sido española. La transformación de dichas ideas en proyectos políticos realizables fue ardua, pues su punto de partida no fue la lucha contra España, enfrentamiento que se dirimió finalmente en los campos de batalla, sino el laborioso proceso de hacer que los espacios del dominio local, esto es, las ciudades y sus provincias, se avinieran a formar parte de unidades mayores. Infortunadamente aunque ya se había vuelto costumbre debatir en los nuevos espacios públicos, los de la opinión, las diferencias se zanjaron —como ocurrió contra el imperio español— en los campos de batalla (Mejía, 2013:s/p).

      A ese proceso de delimitación de territorios y su conversión en países, se agregó la mutilación de países ya constituidos al suscitarse las guerras entre éstos; tales como el conflicto entre las Provincias Unidas del Río de la Plata y el imperio del Brasil (1816-1827), con lo que se constituye Uruguay en territorios del segundo; las dos guerras del Pacífico o la Guerra del Guano y Salitre libradas por Chile contra Bolivia y Perú (1879-1883) (véase la imagen 2), donde los dos últimos pierden territorios y Bolivia su salida al mar; la Guerra de la Triple Alianza o Guerra del Paraguay (1865-1870), donde Brasil, Uruguay y Argentina se enfrentan a Paraguay; etcétera. Asimismo, en ese momento estaban presentes y eran decisivas las actitudes imperialistas de Inglaterra, Francia y Estados Unidos, y aquí debe resaltarse la invasión estadounidense a México (1846-1848), en la que éste pierde más de la mitad de su territorio.

      De manera que la región, posterior a obtener la independencia, pasó por una redefinición de las porciones territoriales por parte de quienes concretaron la liberación, y es que ya fuera a través de comicios o al encabezar asonadas, hubo encaramamientos al poder, y ese ambiente se extendió hasta el siglo XX si se considera como un aspecto importante la separación panameña de Colombia, en 1903; acción que cabe señalar, fue inducida para convertir a Panamá en un enclave estadounidense de carácter estratégico al construirse el canal que unió a los océanos Atlántico con el Pacifico, y crearse una zona para administrar ese paso con el apoyo de una base militar (véase la imagen 3). Bulmer-Thomas describe aquel proceso del siguiente modo:

      Los disturbios políticos no terminaron con la independencia. Antes bien, las fronteras nacionales heredadas de España y Portugal fueron a menudo causa de disputa. América Central se había separado de México en 1823, perdiendo en el proceso la provincia de Chiapas a manos de su vecino del norte, y disfunción o como federación —con enormes dificultades— hasta 1838, cuando se separó en sus cinco partes constituyentes, Texas se separó de México en 1836, y Yucatán hizo lo mismo en 1839 (aunque la península fue reincorporada en 1843). La gran Colombia —la unión de Venezuela, Colombia y Ecuador, creada por Simón Bolívar— terminó por desintegrarse en 1830, después de la muerte del Libertador, y la efímera unión de Perú y Bolivia durante esa misma década se desplomó después de una invasión chilena (Bulmer-Thomas, 2010:37-38).

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      José Luis Romero en Latinoamérica, las ciudades y las ideas (1976), refiriéndose a los enfrentamientos ocurridos en la región con esas particularidades apunta: “Cada grupo, cada sector, cada región había puesto al desnudo no sólo sus tendencias sino también su capacidad para imponerlas a los demás”, de tal manera que los enfrentamientos y la anarquía reinantes dieron lugar a reacomodos “hacia algún tipo de organización fundada a veces en la fuerza hegemónica de alguno de los grupos y otras en la actitud transaccional que surgiría tras largos enfrentamientos” (Romero, 1976:175). Por eso la urgencia y la tendencia a generar convenios y a colocarlos como pactos, acuerdos o leyes, y para este último caso, incluso convirtiéndolas en constituciones.

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      En esa tendencia de generar acuerdos, por supuesto se deslizaban aspiraciones de lograr condiciones de paz para avanzar en la consolidación de naciones, en ese sentido como señala Romero, “la misma inestabilidad social prestaba un valor mágico a las constituciones sancionadas de manera solemne”, pues en ellas se definían proyectos de nación procurando involucrar al grueso de las sociedades, no obstante y como lo muestra la historia de la región, desde las primeras luchas de independencia en los albores del siglo XIX, los conflictos entre grupos y la intervención de países como Inglaterra, Francia y Estados Unidos, se sucedieron hasta inicios del XX, así “lo que parecía el fin de un conflicto fue veces el comienzo de otro […], entonces para algunos casos la prenda de la victoria fue a veces imponer alguna constitución [en] una de ellas” (Romero, 1976:175).

      Ineludiblemente, el encaramamiento y usufructo del poder de los grupos, y el surgimiento de caudillos que los representaban, no fue sencillo para ninguno de aquéllos y, por supuesto, y como ha sucedido con todos los procesos revolucionarios —y las independencias fueron muestra de ellos—, los beneficios afloraron de acuerdo con las acciones políticas, económicas y militares emprendidas; de ese modo, aquéllos se trasladaron de los conquistadores a los nuevos terratenientes, comerciantes y futuros industriales; en contraparte, los prejuicios se concentraron en los grupos populares. Eduardo Galeano en Las venas abiertas de América Latina (2012) señala lo siguiente:

      A carga de lanza o golpes de machete, habían sido los desposeídos quienes realmente pelearon, cuando despuntaba el siglo XIX, contra el poder español en los campos de América, la independencia no los recompensó: traicionó las esperanzas de los que habían derramado su sangre. Cuando la paz llegó, con ellas se reabrió el tiempo de la desdicha. Los dueños de la tierra y los grandes mercaderes aumentaron sus fortunas, mientras extendía la pobreza de las masas populares (Galeano, 2012:152).

      De esa manera, aspiraciones como las de Simón Bolívar, quien como amplio conocedor del ambiente que privaba en el discurrir de las independencias, anhelaba una América Latina vigorosa que pudiera enfrentar con energía embates de los antiguos conquistadores, y de los que se aprestaban a irrumpir en la región como ocurrió con Inglaterra y Estados Unidos en sus afanes imperialistas, no obstantes visualizaba amplios problemas para que esa integración se llevara a cabo.

      Ese sentir de Bolívar puede encontrarse en su Carta de Jamaica (1815), donde plasmó reflexiones que pintan a América Latina dentro de la crudeza en que se desenvolvían las luchas independentistas, y donde se observaba el cúmulo de grupos beligerantes. Y en efecto, Bolívar señalaba que en el estado que guardaba América en ese momento se figuraba ya el desplome del imperio romano, donde “cada desmembración formó un sistema político, conforme a sus intereses y situación, o siguiendo la ambición particular de algunos jefes, familias o corporaciones”; pero con la notable diferencia que “aquellos miembros dispersos volvían a restablecer sus antiguas naciones con las alteraciones que exigían las cosas o los sucesos”, y donde pesaba la condición de no ser indios ni europeos, “sino una especie mezcla entre los legítimos propietarios del país y los usurpadores españoles” (Bolívar, 1815:1-11).

      Y enfatizaba que, siendo americanos por nacimiento, con derechos venidos de Europa, la región estaba “en el caso más extraordinario y complicado”. En ese contexto, señalaba que era “una especie de adivinación indicar” cuál sería “el resultado de la línea de política que América” seguiría posterior al logro de su independencia en la ya prefigurada América Latina, apuntando:

      Yo deseo más que otro alguno ver formar en América la más grande nación del mundo, menos por su extensión y riquezas que por su libertad y gloria. Aunque aspiro a la perfección del gobierno de mi patria, no puedo persuadirme que el Nuevo Mundo sea por el momento regido por una gran república; como es imposible, no me atrevo a desearlo; y menos deseo aún una monarquía universal de América, porque este proyecto sin ser útil, es también imposible […]. Es una idea grandiosa pretender formar de todo el mundo

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