Estética del ensayo. Josep M. Català
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Se ha hablado mucho de la pérdida de pureza de la mirada –Wenders lo hace en Tokio-Ga (1985) añorando la mirada de Ozu y lo repite después, a través de un personaje ficticio, en «Lisbon Story» (1996)–, de la incapacidad contemporánea de crear imágenes no contaminadas por toda la basura visual que se forma continuamente a nuestro alrededor y que enturbia forzosamente nuestra mirada (en este fenómeno, Wenders incluye también la incapacidad de crear imágenes nuevas, es decir, imágenes que no estén ni siquiera contaminadas por la tradición visual). Parece esta una preocupación genuina y que, a primera vista, da la impresión de referirse a un verdadero problema. Pero cabe preguntarse si esta polución visual no estaba ya presente, aunque quizá en menor grado, durante el Barroco o en épocas posteriores. Octavio Paz, con relación a la arquitectura de los arcos conmemorativos, repletos de símbolos visuales, que diseñaba Sor Juana Inés de la Cruz, o Frances Yates al describir los festivales preparados por Iñigo Jones para las celebraciones isabelinas, nos describen un panorama de saturación y polución visual en principio no menos alarmante. La misma impresión podemos sacar de los grabados de Hogarth, que un siglo más tarde, con su abigarramiento de figuras y objetos, nos muestran la visión de una realidad ciudadana no menos sobrecargada, aunque no puede negarse que constituyen una forma nueva de mirar. Asimismo, la visión de la vida moderna en la grandes ciudades del siglo XIX, descrita por Baudelaire, parece también aquejada de una impureza no menos inquietante. No sabemos si ha existido jamás una época en la era moderna en que la mirada haya podido flotar cristalina ante una realidad igualmente purificada. Puede que lo que ocurra sea que tendemos a considerar más genuinas las imágenes del pasado porque en general las equiparamos con la excelencia artística que acogen nuestros museos, y sobre todo porque las miramos sin poder conectarlas con el ámbito en el que fueron creadas y con el que, en su momento, se relacionaban íntimamente. Es un efecto de la pérdida del aura de la que hablaba Benjamin. Lo cual quiere decir que lo que por un lado era una pérdida se ha acabado convirtiendo en otra aura, distinta pero igualmente efectiva: las imágenes desubicadas y, sobre todo, situadas en el espacio aséptico de los museos (donde en el abigarramiento de sus paredes permanecen aisladas unas de otras) nos llegan como si fueran el resultado de miradas genuinas de una gran pureza ahora perdida, cuando no todas tienen el mismo grado de originalidad, y, además, a muchas de ellas han sido el tiempo y el aislamiento los que se la han otorgado. Cabe preguntarse, pues, si nuestra capacidad para elaborar imágenes verdaderas no es la misma, o superior, que la de otras épocas que habrían estado igualmente contaminadas. Habrá que tener en cuenta, sin embargo, que ahora se trata de imágenes sustancialmente distintas y, por consiguiente, lo que quizá hay que cuestionar es nuestra capacidad para reconocer su actual pureza.
Lo figurativo, la copia, la duplicación, la mimesis, la ilusión, la sensación de plenitud que procura la vista de la realidad duplicada (Deleuze lo denomina representación: representar significa «mostrar de nuevo» y, por ello, pienso que se trata de un escalón superior al de la simple copia, aunque, de todas formas, no haya nunca un proceso de copia, sino que siempre se trata de representar de alguna forma u otra), todo ello se opone, pues, a lo figural. Lo figural sería la imagen por sí misma, como expresión primera. Expresión a través de las formaciones o deformaciones de la propia imagen, sin recurrir a la narración (por arriba) ni a la mimesis (por abajo), ni deslizarse tampoco por el hueco que lleva al otro lado, a la abstracción. Se trata, obviamente, de un reto pictórico, pero que también puede convertirse en un reto fílmico en el ámbito del ensayo, si entendemos que en este se busca proponer un discurso a través de la imagen, es decir, de sus modificaciones. Si contemplamos atentamente esta posibilidad, nos daremos cuenta de que ella nos conduce a un nuevo tipo de imagen a partir de la que pueden efectuarse modificaciones formales que nos lleven a esa originalidad, una originalidad que a veces se está buscando en otra parte. El problema de la posición de Wenders es que está anclada en un tipo de imagen que ya no es hegemónico: la imagen homogénea que responde a una mirada total. Ahora cada elemento es susceptible de convertirse en imagen o de apuntalar una mirada, por lo que los conglomerados visuales que surjan de la combinación de imágenes y miradas en continua transformación nos llevan a otros parámetros de pureza y originalidad, distintos a aquellos cuya pérdida tan precipitadamente deploramos.
¿Cuáles son estas modificaciones posibles en el ámbito de comprensión actual de lo fílmico? En principio, estaría el montaje del que habla Godard como base de la verdad. Bacon huiría, pues, de esta verdad: quiere que todo el significado se produzca y trabaje en la imagen entendida como creación, como cosmos. Para Deleuze esta operación significa «atenerse al hecho». ¿Estamos ante un empirismo de la pintura? Mejor ante un pragmatismo de esta: el pintor se atiene al hecho, a la pintura hecha figura sin conexiones externas, a la figura retraída hacia sí misma, pero no para que quede reducida a una pura forma de lo abstracto, sino para abrir su expresión hasta el máximo posible. La introspección formal, que da a las figuras de Bacon su expresividad característica, es la plataforma de su apertura al mundo.
Se pregunta Deleuze si no hay otro tipo de relación entre las figuras que no sea narrativa y de la cual no se deriva ninguna figuración: «relaciones no narrativas entre Figuras, y relaciones no ilustrativas entre las Figuras y el hecho».18 Ahora empezamos a ver claro: se trata de liberar a las figuras de esos dos nexos: la narración, que conlleva una dependencia con un mundo real que ya existe como secuencia narrativa paralizada por el mismo acto de la narración; y la ilustración, el ejemplo, la representación, que supone también una correspondencia subalterna con el mundo existente igualmente estancado. La imagen, en estos casos, no sería otra cosa que una forma subordinada de la realidad, por la que estaría subyugada debido a la relación ilustrativa o la explicativa, al tiempo que paralizaría lo real a través de la propia acción representativa. Bacon quiere, por el contrario, fundar un mundo nuevo con la imagen y solo con ella (con