Texto, edición y público lector en los albores de la imprenta. AAVV
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El colofón original pertenece a la obra Alcáçar imperial de la fama de Alonso Gómez de Figueroa, edición de Valencia, Diego de Gumiel, 1514.
Falsos, sin licencia, contra privilegio.
La actuación de Lorenzo Ramírez de Prado como juez privativo
de libros e impresiones a mediados del siglo XVII
Fernando Bouza
Universidad Complutense de Madrid
Ut fraudes fregisti [Laurentius] animosus iniquasHorae succisivae del Conde de Santisteban
En un pasaje justamente célebre de su respuesta a la carta valenciana del Duque de Veragua y a propósito de los muchos agravios de impresores y libreros que había sufrido, Pedro Calderón de la Barca lamentaba en 1680 la desestimación y el poco caso que los jueces privativos de imprentas y librerías «tal vez han hecho de mis quexas».1 El dudoso privilegio de haber protegido tan mal la obra del dramaturgo durante los últimos años de su vida les correspondería a los «señores» Lorenzo Santos de San Pedro, Cristóbal del Corral y Alonso Márquez de Prado, los tres consejeros de Castilla encargados sucesivamente de esa superintendencia entre 1672 y 1681.2
Todavía es poco lo que se conoce sobre esta particular magistratura de comisión que habría aparecido en la práctica del Consejo Real de Castilla desde inicios del reinado de Felipe IV.3 Entre sus titulares destacó, sin duda, el consejero Lorenzo Ramírez de Prado, autor de ingenio erudito, protector de teatros, dueño de una rica biblioteca,4 encomiásticamente retratado como «el más estudioso Asilo de la Professión literaria» por el impresor Carlos Sánchez Bravo.5
El estudio de algunas de las actuaciones de Ramírez de Prado como juez superintendente y comisario de libros e impresiones en torno al año 1650 puede ayudar a conocer mejor esta figura de despacho y gobierno mucho menos conocida que el juzgado de imprentas dieciochesco.6 Al mismo tiempo y en último término, dicho estudio permite acercarse a la pujanza del fenómeno impreso, revelada por la existencia de una magistratura como aquélla, cuandovenían a cumplirse los dos siglos de su aparición en Europa.
Algunos de los más expresivos testimonios de la fuerte penetración social y cultural lograda por la tipografía a mediados del XVII ibérico podrían tomarse de sus críticos, reales o fingidos. Si en 1677 se pudo asegurar que «se han atrevido las boberías a las Imprentas, y el estar de molde ya no es mucha aprobación»,7 en 1659 el canónigo lectoral de la Seo zaragozana Juan Antonio Lope de la Casa creía que había demasiados autores y, además, que imprimían en exceso. Por ello, juzgaba que «no sería mala política» si «en el camino de las imprentas mandasse la Ciudad poner un estanque, o fuente muy copiosa para templar algunos ardores». A la espera de este impagable enfriador de autores que se acaloran rumbo a las oficinas tipográficas, Lope de la Casa confiaba en que «a lo menos hasta llegar las guindas Valencianas no tomassen la pluma algunos».8
De hecho, tales críticas y otras similares, que cabría extraer de la larga y bien asentada tradición áurea de vejámenes de lo tipográfico, no hacen más que testimoniar la extraordinaria vitalidad de lo impreso. Para entonces, había terminado por convertirse, velis nolis, en una realidad absolutamente cotidiana, forjadora de públicos y autores nuevos y capaz de levantar un más que lucrativo mercado con la mediación de los interesados agentes de la edición, ante todo impresores y libreros.
La excelencia del oficio entero quedó solemnizada con la visita que, en 1651, el propio monarca Felipe IV realizó a las «caxas y prensa» que el maestro Diego Díaz de la Carrera había instalado en el Buen Retiro madrileño para servicio del Duque de Medina de las Torres. Que, además, el rey se detuviese a hablar con componedores y tiradores constituyó un honor tenido por hito memorable para la dignidad del arte tipográfico.9 Poco antes, en 1648, un auto del Consejo Real de Castilla (19 de diciembre) imponía controles nuevos para la impresión de los memoriales de particulares dirigidos al soberano, testimoniando una vez más la voluntad de control monárquico,10 y ponía en evidencia el creciente recurso a la tipografía para establecer una (nueva) comunicación política en el seno de la Monarquía.11
En términos generales, en el siglo XVII los escritos de petición e información que los particulares o comunidades encaminaban a los monarcas estaban regulados por las pragmáticas o provisiones sobre tratamientos y cortesías de palabra o por escrito.12 Frente a las disposiciones otorgadas por Felipe II (1586,13 1597)14 o Felipe III (1611),15 que no hacían referencia expresa a la impresión de memoriales de particulares, el auto del Consejo de Castilla de diciembre de 1648 se ocupaba específicamente de su llegada a las prensas. De hecho, intentaba frenarla, dando a este respecto evidentes señales de preocupación.
A partir de entonces, la impresión de memoriales debía venir precedida de licencia del Consejo para todos aquellos textos que no fueran «simples Relaciones de Servicios de los Pretendientes». El auto señalaba la urgencia de actuar así indicando que «con pretesto de darse Memoriales a su Magestad, se inprimen sin Licencia algunos, [...] que tocan al Gobierno General, i Político, i a la Causa Pública, mezclando también la Iustificación, i Calificación de Regalías, i Derechos Reales».16
Repárese en que, de un lado, el auto prueba el avance considerable de la tipografía como soporte de la comunicación política entre gobernantes y gobernados, puesto que revela que éstos últimos recurrían a la imprenta, y no sólo al manuscrito, para hacer conocer sus pretensiones a la Corona. Pero no sólo a ella, porque, de otro lado, la disposición del Consejo testimonia que los particulares no acudían a la imprenta únicamente para presentarle al rey sus intereses a título individual, sino que algunos de sus memoriales al rey se habían convertido en textos de alcance y valor comunitarios, que «tocan al Gobierno General, i Político, i a la Causa Pública», ganando difusión y presencia general gracias a la reproducción que hacían posible las prensas.
Para evitar los «graves inconvenientes» que resultarían de ello, el Consejo ordenaba que:
[...] aora, i de aquí adelante, ninguna Persona, ni Comunidad, tocando en todo, o en parte los dichos Memoriales en lo referido, los dé a Inprimir, ni los Inpressores los inpriman, sin que primero preceda Mandato, i Licencia espressa del Señor Iuez Superintendente, que tiene a su cargo la Comissión de los Libros, e Inpressiones.17