México ante el conflicto Centroamericano: Testimonio de una época. Mario Vázquez Olivera

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México ante el conflicto Centroamericano: Testimonio de una época - Mario Vázquez Olivera Pública memoría

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proscripción de la amenaza o el uso de la fuerza en las relaciones internacionales, igualdad jurídica de los Estados, cooperación internacional para el desarrollo, y lucha por la paz y la seguridad internacionales) comenzaron a adquirir un carácter doctrinario oficial a partir de la revolución mexicana y fueron defendidos por los gobiernos emanados de ésta, convirtiéndose en factores de legitimación del sistema político mexicano.11 Durante la segunda mitad del siglo XX, México impulsó una política exterior de Estado, claramente delineada desde la Cancillería, la cual contó con la participación de los diplomáticos que debieron aplicarla en varios países, ante distintos casos concretos y en los diversos foros multilaterales, con el fin de hacer oír la voz de México. Se reivindicaba una serie de principios del derecho internacional y se promovía el desarrollo de una política exterior activa que buscaba la independencia frente a Estados Unidos, la protección de los mexicanos en el exterior, el ejercicio del derecho de asilo, la construcción de un mundo sin armas, la promoción de la ayuda humanitaria, la condena a las invasiones militares, la pacificación de los conflictos y la defensa de la soberanía.

      Como signatario de las Convenciones Interamericanas de asilo, la de La Habana (1928), la de Montevideo (1933) y la de Caracas (1954), a lo largo del siglo XX el gobierno mexicano construyó una sólida tradición de dar protección a los perseguidos de los regímenes políticos autoritarios, por lo que México se convirtió en tierra de refugio para españoles, chilenos, argentinos, uruguayos, guatemaltecos, nicaragüenses y salvadoreños. La tesis mexicana que se aplicaba era en el sentido de que el asilo era una institución humanitaria y que cuando un embajador pedía instrucciones para dar o no asilo, la Cancillería debía preguntarle a ese mismo embajador si quien lo solicitaba lo merecía, porque el único que podía saberlo era él. El argumento fundamental era que si se daba respuesta a partir de la información, entonces la respuesta sería política y no humanitaria. Por ello, el embajador era quien debía asumir la responsabilidad de darlo o negarlo y la Cancillería lo iba a respaldar. Generalmente eran asuntos tratados con discreción, excepto cuando el personaje tenía una estatura tal que la discreción no fuera posible.

      Un año antes de la llegada de Gustavo Iruegas a Managua, algunos miembros del Grupo de los Doce habían concertado una cita, primero con Jesús Reyes Heroles, secretario de Gobernación, y después con el propio presidente José López Portillo. Estuvieron presentes, entre otros: Sergio Ramírez; el rector de la Universidad ­Centroamericana, el padre Miguel D’Escoto; los dos jesuitas Cardenal, Ernesto y Fernando; y el director del Instituto del Café de Nicaragua, de apellido Coronel. Su objetivo era explicarle a López Portillo lo que estaba sucediendo en Nicaragua, la historia de la lucha contra Somoza y la idea de que el Grupo de los Doce se convirtiera en un brazo político del ejército sandinista para así darle legitimidad. López Portillo los recibió, los escuchó y les dijo que les deseaba mucha suerte en su lucha, pero que México tenía un fuerte compromiso con la no intervención.

      Una política activa

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