La censura de la palabra. José Portolés Lázaro
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1.2 LA CENSURA PROTOTÍPICA: EL CENSOR COMO TERCERO
Varios lingüistas –el pragmatista Jef Verschueren (2002: 110 y ss.) o el sociolingüista Florian Coulmas (2005), entre otros– sitúan la idea de elección en el centro del estudio del uso de la lengua. En su opinión, el uso de una lengua consiste en una continua elección que se lleva a cabo de un modo consciente o inconsciente. Se elige una lengua –aquellos que hablan más de una–, una construcción sintáctica determinada, una unidad léxica o una estrategia discursiva. En casi todas estas elecciones quienes nos comunicamos tenemos presente quiénes son nuestros interlocutores y acostumbramos a adaptarnos a ellos en la formulación lingüística de los enunciados; elevamos la voz con las personas que no oyen bien, simplificamos el vocabulario cuando nos dirigimos a niños o repetimos nuestras palabras cuando alguien toma nota de ellas. Sin embargo, en ocasiones lo que escucha o lee nuestro destinatario no se debe a una elección de la formulación lingüística de acuerdo con nuestro criterio como hablantes, sino a restricciones impuestas por terceros, ya sean instituciones oficiales, grupos sociales o personas particulares. En muchos de estos casos se puede hablar de censura. Coetzee (2007 [1996]: 59), quien como sudafricano ha conocido la censura durante décadas, lo explica del siguiente modo:
Trabajar bajo censura es como vivir en intimidad con alguien que no te quiere, con quien no quieres ninguna intimidad pero que insiste en imponerte su presencia. El censor es un lector entrometido, un lector que entra por la fuerza en la intimidad de la transacción de la escritura, obliga a irse a la figura del lector amado o cortejado y lee tus palabras con desaprobación y actitud de censura.
Coetzee identifica, pues, a tres participantes en la interacción verbal con censura: quien habla o escribe, a la persona a quien se dirige –«el lector amado»– y quien censura –«el lector entrometido»–. Se trata del prototipo de censura que se estudiará en estas páginas: una interacción triádica. Ahora bien, no solo existe censura en el discurso escrito, como el que nos acerca Coetzee, también se da en el oral, es decir, quien censura no solo lee, también escucha. En 1959 el preso político Bao Ruo-Wang recibe por fin la visita de su esposa en la prisión china en la que se encuentra. Ella ya sabe que le han condenado a doce años de «reeducación» y le pregunta: «¿Cómo podré cuidar yo sola a los niños durante doce años?». La reacción del guardián es inmediata: «¡No se te permite hablar de ese tema!» (Bao y Chelminski, 1976: 141).
La caracterización de la censura como un tipo de interacción de tres participantes limita en nuestro estudio sobre la censura algunos usos que se han hecho de este término, en concreto el de «censura estructural» del sociólogo francés Pierre Bourdieu. Bourdieu (2001: 100) explica la comunicación como un mercado en el que los signos lingüísticos son bienes simbólicos por los que se obtienen beneficios. Esto hace que el hablante se esfuerce en obtener un máximo de beneficios. Considera, asimismo, que la coerción del mercado reviste una forma de censura –de autocensura, en concreto– porque determina como un pago tanto la manera de hablar entre dos personas como aquello que podrían decirse. Con el tiempo, este comportamiento configura el habitus del hablante, es decir, el conjunto de disposiciones que conducen a las personas a actuar y reaccionar de una cierta manera.3 Esta interpretación de la comunicación identifica al interlocutor con un censor, puesto que se iguala la autocensura (§ 5.1) con las habituales actividades de imagen y de acomodación del hablante al interlocutor.
Me explico. Los estudios pragmáticos sobre la cortesía verbal conciben las relaciones en la interacción verbal de un modo distinto al de Bourdieu. Parten de las propuestas del sociólogo canadiense Erving Goffman (1972), quien defendió que, al comunicarnos, los seres humanos presentamos una imagen (face) de nosotros mismos que esperamos que respete nuestro interlocutor. Para conseguirlo, en la interacción se produce una serie de actividades de imagen (facework). Supongamos que un hablante de un pueblo de la provincia de Sevilla varía por elección propia su ceceo habitual por el seseo de la capital cuando se afinca en ella o que una profesora pasa del tuteo al uso del usted ante un estudiante demasiado insistente en sus reclamaciones. No hay autocensura de acuerdo con la definición que se adopta en estas páginas, sino las actividades de imagen inevitables en quienes interactúan con los demás. Se trata de actividades que son propias de toda interacción: cómo nos presentamos a nosotros mismos y cómo esperamos que los demás nos acepten. El hablante del pueblo sevillano intenta que se le admita como a un capitalino más y la profesora procura mantener una prudente distancia con el estudiante.
Dentro de la psicología social y la sociolingüística, un concepto cercano al de actividad de imagen de la pragmática es el de acomodación. Howard Giles propuso la teoría de la acomodación en el habla –posteriormente, teoría de la acomodación en la comunicación (Communication Accommodation Theory)–en la década de 1970. La acomodación consiste en el ajuste verbal o no verbal de los comportamientos comunicativos entre los participantes en una interacción. Por otro lado, del mismo modo que puede existir una acomodación entre interlocutores, puede darse una falta intencional de acomodación. Así, un policía puede acomodar su modo de comunicación con ciertos ciudadanos –convergencia–, pero no acomodarse a los que considera delincuentes –divergencia–.4
No tener en cuenta lo consustancial con el ser humano de estas actividades de imagen y de acomodación encamina a Bourdieu a hallar una generalización de formulaciones de compromiso –«eufemismos», en sus términos– en la mayor parte de los discursos debida a una transacción entre el interés expresivo (lo que hay que decir) y lo que sería una censura inherente a las particulares relaciones de producción lingüística.5
Sin embargo, este planteamiento parte de una simplificación de la comunicación. No hay que confundir lo que se quiere comunicar y una expresión en concreto fuera de todo contexto, una expresión que, forzados por las circunstancias, casi siempre se traicionaría. Si a un pasajero del autobús, siguiendo la norma española le decimos: «Perdón» o «¿Va usted a salir?»,6 le estamos pidiendo que se aparte para dejarnos bajar. Esta no es una forma censurada frente a: «Apártate», sino la que transmite lo que se tiene intención de comunicar sin añadir una ofensa. No existen expresiones naturales en una lengua que se correspondan a un buen salvaje absolutamente desinhibido en un mundo sin circunstancias; todas son estímulos que pretenden comunicar de un modo ostensivo lo que se desea en un contexto determinado. Los franceses que saludan con un «bonjour, madame» no se censuran frente a los españoles que se dirigen a una señora con un simple «buenos días» –esto es, sin la forma apelativa de tratamiento– se limitan tan solo a saber hablar en francés.
De acuerdo con este punto de partida, no se ha de identificar la exigencia de formas de cortesía o de acomodación –«eufemización», en términos de Bourdieu– con censura. Existen, incluso, culturas que se caracterizan por la elusión del verbalismo y no por ello hemos de apreciar que sean culturas intrínsecamente censuristas; así, por ejemplo, la cultura japonesa no comparte con la occidental la preocupación por comunicar todo con palabras. Los japoneses educados limitan la expresión de sus deseos y opiniones personales, porque se podrían considerar ofensivos; y se valoran como inmaduras las personas que no saben comportarse de este modo.7
Asimismo, no se podría considerar autocensura la limitación en la formulación de un discurso por la que el propio emisor evita expresar ciertas ideas no por temor a un tercero, sino por los límites de actuación que él mismo se ha impuesto.