La censura de la palabra. José Portolés Lázaro

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La censura de la palabra - José Portolés Lázaro Oberta

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en el siguiente texto:

      Cuando los estudiantes de periodismo me preguntan si me someto a autocensura en estos artículos respondo aquello que en principio no esperan oír: ¡claro que sí! Pienso dos veces lo que escribo, me arrepiento si he herido sin fundamento a alguien y no me fío de las personas que presumen de soltar lo primero que se les viene a la boca.

      Como sucede con el resto de los hablantes, Lindo sabe que sus palabras afectan a otras personas y actúa en consecuencia. Elige la mejor formulación de su discurso para comunicar lo que desea y, de acuerdo con sus principios morales –no los de un censor–, evita ofender. Una primera elección comunicativa de cualquier hablante es la de callar, la de permanecer en silencio. Dejamos de decir cosas que pudieran herir a otros y no por eso, de acuerdo con la definición que aquí se adopta, nos autocensuramos.

      En definitiva, y volviendo al término de Bourdieu, hay censura estructural cuando en un régimen censurista se teme constantemente la delación o el castigo por parte de un tercero que no es el destinatario directo de nuestro mensaje y, en cambio, no la hay cuando nos limitamos a intentar no ofender o procuramos presentarnos a nosotros mismos de un modo determinado.

      Hasta no hace muchos años la comunicación se comprendía como un proceso de codificación y descodificación de enunciados. Era lo que habíamos aprendido del Curso de Lingüística General de Ferdinand de Saussure (1973 [1916]). Cuando un hablante quería comunicar algo, lo codificaba, recurriendo al código que es una lengua determinada; el oyente, que conocía este código, descodificaba el enunciado recibido y comprendía lo que se le quería comunicar. Sin embargo, la comunicación humana no constituye únicamente un proceso de codificación y descodificación, sino también, y muy principalmente, una labor de inferencia. Nuestros enunciados no representan punto por punto la realidad, sino que constituyen estímulos para que nuestro interlocutor se represente en la mente aquello que se le quiere comunicar.

      En el Madrid de la posguerra hubo una publicidad de una sombrerería que se hizo célebre: «Los rojos no usaban sombrero». Quien lo leía no solo reparaba en algo que ya conocía –la aversión del Madrid revolucionario por el sombrero burgués–, sino que llegaba a la conclusión de que debía comprarse un sombrero para no ser confundido con uno de los perdedores. Esto último, aunque en realidad no se había dicho, constituía lo esencial de la intención comunicativa del comerciante.

      Así pues, toda comunicación verbal consta de una parte codificada y de otra parte producto de inferencias, esto es, de ciertos procesos mentales que llevan a conclusiones como la anterior de deber comprarse un sombrero. Los hablantes nos comunicamos presentando lo dicho como un estímulo para desencadenar estas inferencias. La simple descodificación nunca es suficiente, pues la comunicación humana es esencialmente una comunicación inferencial. El filósofo del lenguaje H. Paul Grice (1975) destacó este hecho esencial y denominó a aquello que el hablante desea comunicar significado del hablante (speaker’s meaning) y a las conclusiones no dichas sino inferidas («Cómprese un sombrero») implicaturas conversacionales (conversational implicatures).

      Para dar cuenta del significado del hablante, a la explicación habitual de la comunicación, aquella que habla únicamente de codificación y descodificación, hay que añadirle al menos dos aspectos fundamentales: el contexto y unos mecanismos psicológicos que vinculan lo lingüísticamente codificado con ese contexto.

      Por otra parte, en opinión del antropólogo francés Dan Sperber y la lingüista inglesa Deirdre Wilson (Sperber y Wilson, 19952; Clark, 2013), la comunicación se logra por una relación entre esfuerzo y beneficio que guía el que denominan principio de pertinencia o, con otra traducción, de relevancia. Se trata de un principio cognitivo que guía el comportamiento comunicativo humano. La comunicación precisa que las inferencias que forman parte esencial de ella sean inmediatamente previsibles tanto para el hablante como para el oyente y esto sucede porque ambos comparten inexcusablemente este mismo principio. El principio de pertinencia se resume en: «Todo enunciado comunica a su destinatario la presunción de su pertinencia óptima». Las personas buscamos en la relación entre lo dicho y el contexto la pertinencia mayor; es decir, el efecto cognitivo mayor –la mayor información– en relación con el esfuerzo de tratamiento más pequeño. En todos los hablantes de todas las culturas por el hecho de ser seres humanos, el principio de pertinencia guía el proceso de obtención de las inferencias. Por ello, los lectores de las sociedades censuristas, que saben que los emisores no pueden manifestar de un modo ostensivo algo que pudiera acarrearles un castigo, se esfuerzan en hallar en los textos una intención soterrada –Franco es el caimán–.

      Esto es posible porque quienes reciben un mensaje buscan su pertinencia, es decir, buscan beneficios comunicativos de él. Esta propiedad de la comunicación humana permite distintas lecturas de un mismo texto. Si el censor se limita a una primera lectura, el lector avisado puede observar una segunda lectura más costosa, pero de la que obtenga un beneficio superior. El siguiente texto es el fragmento de una carta que en 1937 envió Jimena Menéndez Pidal a su padre, que se encontraba en Estados Unidos:

      Habrás estado estos días esperando el cable que no ha llegado. Hay que tener paciencia. Seguiremos en esta casita donde el invierno se irá pasando [...]. El abuelo de Arnau dice que podría venir pronto; pero esto es un poco frío y le digo que acaso le convenga para su salud esperar un poco a que pase el

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