Mis memorias. Manuel Castillo Quijada
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Quedamos, por lo tanto, mi madre y yo otra vez solos, contando yo entonces escasos seis años, y ya alternaba con los chicos de mi calle, tomando parte en las peleas del barrio contra los de otro, en las que intervenían combatientes todos mayores que yo. Iba con ellos a cazar pajaritos en el campo, robar melones, encargándome del papel de «chivato», porque por mi corta edad no era útil para otra cosa, y por la noche, antes de cenar, quitábamos los pies de madera de los puestos del Rastro para utilizarlos como combustible en nuestras cotidianas «fogaratas».
Todas aquellas correrías en las que yo tomaba mínima parte, aprovechando la ausencia de mi madre, que estaba en su trabajo, excitaban mis nervios que, por la noche, me hacían soñar fuerte, momentos que mi madre aprovechaba para entablar conmigo un diálogo, haciéndome preguntas a las que yo, dormido, contestaba inocentemente, y por la mañana, mientras me lavaba y vestía, me contaba mis «hazañas» del día anterior, con todos sus pelos y señales como si las hubiera presenciado gracias a «un pajarito» que se las había contado, dejándome tan impresionado que me hizo pensar si el supuesto «pajarito» pudiera ser algún compañero «chivato» cuando lo era yo mismo, sin darme cuenta de ello.
Unido esto a que mi madre se enteró de que, por aquellas correrías, iba menudeando los «novillos» faltando a la escuela, decidió tomar conmigo una determinación drástica, para ella heroica, aunque para los dos necesaria, para apartarme de raíz de la calle, que comprendía que para mí constituía un verdadero peligro, porque sabido es que muchos muchachos de Madrid se perdían por causa de la calle, en la que abundaban las malas compañías, de lo que yo no podría escapar si seguía por aquel mal camino, matando mi porvenir y haciéndonos desgraciados a los dos, por lo que puso manos a la obra sin perder un momento.
Había en nuestra vecindad un señor muy respetable que se llamaba don José Viñerta, que vivía con su único hijo, compañero mío de la vecindad y de la calle, aunque bastante mayor que yo, al que, como ocurre con la mayor parte de los militares, como lo era don José, aunque retirado, no podía controlar, porque su rigor inalterable en lo referente al cumplimiento del deber y de la ordenanza, sobre todo en el cuartel, se convertía en su caso en verdadera debilidad con los hijos y mucho más en su situación de soledad, puesto que era viudo y no tenía otra compañía que su único hijo, mi amiguito. Supimos que su papá, harto ya de los disgustos cada día mayores que le daba, le había internado en un colegio para sujetarle y mi madre, que lo sabía como todos los vecinos, se apresuró a informarse de él, de las condiciones y requisitos que se requerían para poder ser admitido en el colegio, decidiéndose a internarme también y mucho más estando allí, Pepe, mi amigo, que me echaría una mano en mis momentos de tristeza, que por cierto no habrían de ser pocos.
3 EN EL COLEGIO
Y, efectivamente, después de llenar las diligencias hechas por mi madre cerca del director del «Colegio de la Esperanza»,22 que así se llamaba, sito en la calle de Calatrava número 27, un día del mes de junio de 1876, se presentó conmigo en el establecimiento para internarme, lo que para ella significaba un sacrificio económico y moral, al mismo tiempo que una prueba a su temperamento y a su cariño, y, para mí, la iniciación de una nueva vida llena de privaciones y de contrariedades, de amarguras y desengaños de toda índole, no por infantiles menos sentidas, sino todo lo contrario, cuando me veía privado de los cuidados y mimos de madre, colmados de atenciones, y, repentinamente, trocados en tan diferente vida, sometido a un rígido reglamento de orden interior desconocido para mí e impropio para nuestra edad, que señalaba, hora por hora, nuestras diarias actividades, iniciadas a las cinco de la mañana y terminadas a las ocho de la noche, en que nos acostábamos, también reglamentariamente, quedando los dormitorios de seis camas cada uno, en el más profundo silencio que tan severamente se nos imponía.
La figura que, seguramente, quedó grabada en nuestra memoria fue la de Don José Ríos, hombre de escasísima cultura, de menguada educación, de conciencia bastante desahogada en provecho propio y en su bolsillo familiar a costa de los infantiles estómagos de los internos de los que estaba encargado, sus verdaderas víctimas, a pesar de los soporíferos sermones «teologales» que nos largaba como postre a nuestro desayuno y a nuestra cena, frugalísima como las demás comidas, que denunciaban de su parte un ininterrumpido caso de inhumanidad, porque, el tal individuo, autor de nuestro reglamento, al que estábamos mal de nuestra cuenta sometidos, estaba basado en la legendaria Ordenanza de la Marina de Guerra de mediados del siglo XIX, en la que había servido muchos años siempre embarcado, la más dura del Ejército por la severidad y la crueldad con que se corregía la menor falta y que iba de la mano, porque no conocía otra cosa, de la arbitrariedad con que nos trataba, aplicándola a nosotros sin tener la menor cuenta de nuestra edad, cual si quisiera desquitarse de lo sufrido por él durante su servicio militar.
Como decía, a las cinco de la mañana, lo mismo en invierno que en verano, don José recorría todos los dormitorios pronunciando la frase protocolaria, que repetía con el mismo tono 365 veces al año de «Buenos días, niños», que significaba, para nosotros, un inmediato salto de la cama para primero ir a saludarle en camisón de dormir y por turno, porque el que se quedaba rezagado un segundo, cosa muy rara, se encontraba con la brusca sensación, más intensa si era invierno y a esa hora, de verse destapado repentinamente, en medio de las risas de los compañeros.
Inmediatamente, nos poníamos solo los pantalones y nos calzábamos para proceder a nuestro aseo en la galería encristalada por la cubierta pero, lateralmente, al aire libre, que, en invierno, suponía una constante invitación peligrosa a una pulmonía, en donde, con un jarro de cinc, los primeros que llegaban a llenar de agua las palanganas muchas veces tenían que romper el hielo que cubría las tinajas, llenas de agua, destinada para ese servicio y para los generales de la limpieza de toda la casa que los internos teníamos que realizar, todos los días y por turno, desde subir el agua en una cuba, pendiente de un grueso palo que transportábamos entre dos, desde el primer patio de los dos de la finca hasta el segundo piso, al que daba acceso una empinada escalera, cruel e inhumano trabajo para criaturas de nuestra edad.
En cuanto nos lavábamos y nos peinábamos, porque teníamos todos el pelo cortado a rape, siendo nuestro diligente peluquero el propio don José, cada cual procedía a hacer su cama, midiendo la reglamentaria anchura del embozo que había de coincidir con la de todas las demás, consideradas y supervisadas por don José, como también la revista de los zapatos que, ante él, exhibíamos puestos en fila, cuya escrutadora mirada aplicaba las sanciones, siempre severas, cuando a su juicio no estaban lo suficientemente limpios, sin derecho a la menor reclamación ni disculpa, que consistían, generalmente después de una segunda limpieza por el interesado, en la supresión del desayuno, consistente en una jícara de chocolate, baratito, y tres rebanadas de pan, lo que no era otra cosa que una bien calculada e inhumana economía, un verdadero delito, en provecho suyo, para aquel encargado de nosotros, cuya dureza de carácter, brutalidad de procedimientos y falta de educación se extendía, además, a nuestros familiares que acudían los domingos a una hora exacta y «reglamentaria», las tres de la tarde, señalada por él para vernos en su presencia, lo que nos cohibía para formular ante ellos nuestras penas, ante el justificado horror a posteriores represalias.
A las siete de la mañana, tomábamos el chocolate después de una hora de estudio, con la apostilla de la lectura de un versículo, por riguroso turno, de un capítulo de la Biblia, seguida de un pesadísimo sermón de don José que se sentía gran orador, ante su infantil y sumiso