Mis memorias. Manuel Castillo Quijada

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Mis memorias - Manuel Castillo Quijada LA NAU SOLIDÀRIA

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spleen, y que residía en Salamanca con motivo de haber heredado una fábrica de jabón de un tío suyo, al frente de la cual hubo de ponerse, pero a la que poco caso hacía, pues escasamente iba a dar una vuelta cada día, dejándola en manos de los obreros que al cabo de unos cuantos años ayudaron al nuevo amo a liquidarla. Después de tomar café nos íbamos a dar un paseo hasta que llegaba la hora de acudir a casa de mi novia, a la hora convenida con ella y con su papá, cuyo permiso había solicitado por no poder resistir el papelito de «cadete». Allí me pasaba una hora de tertulias, que reanudaba después de la cena, hasta las diez, en que se daba por terminada la velada, y volvía al café, o iba al teatro, adonde llegaba siempre cuando había terminado el primer acto, y, tras un par de las clásicas vueltas a la plaza, me retiraba a mi casa de huéspedes hasta el siguiente día para pasar toda la mañana cumpliendo mi misión en la biblioteca.

      Los domingos por la tarde mi novia quebrantaba su manía casera, que no abandonó nunca, y salíamos a dar un paseo con su hermana y sus amigas.

      Pues bien, los jesuitas, que por su bien organizada policía conocían perfectamente mis pasos, sabían lo «colado» que yo estaba por mi novia y consideraron mi coladura como punto vulnerable, no sé si para tomar represalias o con la esperanza de lograr un cambio en mi actitud, intentando esto por dos veces, aunque sin fortuna.

      Una tarde, al llegar a casa de mi novia me vi dolorosamente sorprendido por una inesperada repulsa, verdaderamente airada, de esta, reforzada por su hermana, anunciándome la primera la ruptura de nuestras relaciones, manifestándome como causa que mi madre había hablado mal de ellas diciendo que cosían para afuera. Aguanté aquel primer chaparrón, desmintiendo desde un principio la farsa, pues mi madre no conocía a mi novia más que por un retrato que yo le había enseñado en unas vacaciones navideñas, en El Vellón, no teniendo otros motivos para juzgarlas que las noticias que yo le daba, propias de su hijo, enamorado hasta las cachas, y me redije a preguntarles, después de tranquilizarlas un poco, quién era la persona que les había ido con tan disparatado cuento, negándose ambas a decírmelo, coligiendo yo, de ello, el origen y la trama de la intriga, que olía a confesionario que transcendía, apresurándome, en mente, a la lucha y a iniciar mi plan.

      Bien –les dije–, el no quererme decir el nombre del autor de este chisme, urdido donde me sospecho, lo considero como un pretexto para dar terminadas nuestras relaciones quedando a salvo, en primer lugar, mi seriedad, una vez que yo soy quien ha mantenido su palabra, y en segundo, porque no puedo tolerar que a mi madre se le achaquen cosas que es incapaz de hacer. Como soy un caballero, no puedo marcharme hasta que venga el papá, a quien pedí permiso para entrar en esta casa como novio tuyo, de la que no puedo salir sin darle una explicación de lo ocurrido, saliendo entonces cual me corresponde, o sea, de la misma manera en que entré.

      En esto, sentimos los pasos de su padre que regresaba a casa, y al ver, ellas, que me disponía a cumplir delante de ellas mi propósito, mi novia me dijo por lo bajo: «No digas nada a papá, porque yo te diré quién es».

      Y, al marcharme, me dijo que había ido a visitarlas aquella tarde el ama de llaves de un amigo y compañero de su papá, familiar retirado, y sin familia. Aquella individua figuraba entre las beatas que en la primera misa de la Clerecía iban a tomar de los padres jesuitas el santo y seña de su respectivo confesor. «Pues yo te aseguro –le dije al despedirme– que esta misma noche no me acuesto hasta no desenredar este lío».

      Salí a la calle. Y me dirigí a la casa de una íntima amiga de la beata, que había sido patrona mía, la cual hubo de cantar de plano al achacarle yo a ella ser la autora de la intriga en que se había puesto en tan mal lugar a mi madre, que vivía a tantas leguas de Salamanca.

      Total, cuando volví después de la hora de la cena aproveché unos momentos para dar cuenta, a mi novia y a su hermana, de mis gestiones y de su resultado, añadiéndoles que, por mi antigua patrona, había yo mandado un recado a la interfecta que le daría al día siguiente: que en el momento en que yo supiera que se volvía a meter o a ocupar de mí, o que intentara poner los pies en casa de mi novia, la retorcería el pescuezo, y dirigiéndome a mi novia le dije:

      Ahora que está todo aclarado, puedes decidir si continuamos o no nuestras relaciones. Por mi parte, sostengo la palabra que te di desde un principio, pero con la condición de que no recibirás jamás a esa demandadera de los jesuitas, a la que ya he mandado la receta, si pretende venir aquí, porque, en el momento en que la recibáis o habléis con ella, seré yo quien romperá nuestras relaciones definitivamente, aunque me duela mucho por entender incompatible con ellas ese trato que no nos dejará tranquilos.

      Mi medida fue radical. La individua, después de mucho tiempo, fue un día a casa de mi novia, a la que le dio acceso la criada; pero a poco de llegar, según supe después, llamaron a la puerta, y creyendo que pudiera ser yo corrió, llena de pánico, a esconderse. Luego resultó que quien llamaba era el cartero, pero en cuanto se enteró se marchó inmediatamente y no volvió más.

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