Mis memorias. Manuel Castillo Quijada
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–¿No se acuerda usted de mí?
–Sí, le recuerdo –le contesté–, y creo haberle visto, alguna vez, en la Universidad de Madrid.
–Justamente. Usted me conoció vestido de uniforme del Regimiento Montado de Artillería, y algunas veces, bastantes, iba a la Universidad a reunirme con el cabo Pedro Sánchez Barquero, compañero de estudios de usted, y en más de una ocasión usted salió con nosotros al acabar las clases.
–Exacto –contesté–. ¿Y qué hace usted por aquí?
–Pues, ahora, nada. Estoy con mi familia, pues hace poco cumplí el servicio. Por eso vengo a la biblioteca con tanta asiduidad, a leer, por pasar el tiempo.
Total, que «pegamos la hebra» un buen rato, haciéndonos desde aquel momento buenos amigos, y, por medio de él, entablé más adelante amistad con otros, que lo eran suyos, entre los que recuerdo a uno, llamado Luis de San Segundo, que vivía con su mamá y con una hermana, afamada bordadora, a la que ayudaba su hermano con magníficos dibujos, reveladores de sus extraordinarias condiciones en esa especialidad artística.
Un día mi amigo Ángel Iglesias, que así se llamaba el compañero de Sánchez Barquero, me invitó a una fiesta familiar que se celebraba en su casa con motivo de ser la onomástica de una de sus hermanas, adonde acudirían otros amigos con sus hermanas, y pasaríamos la tarde con un poco de baile, rogándome, además, que llevase el acordeón. Ya he dicho anteriormente que, a la sazón, me había convertido en un «virtuoso» en el dominio de tal instrumento, de lo que eran testigos muchas señoritas a quienes, a media noche, íbamos a dar serenata algunos estudiantes de mi edad, de los que nos reuníamos en la peña del café, que tocaban guitarras y bandurrias, acompañándome en los valses, polcas, mazurcas y pasodobles que salían de mi «fuelle», deleitando a tantas chicas que se levantaban de la cama a altas horas para asomarse, púdicamente, a través de los visillos del balcón, y a cuya casi totalidad de ellas yo no conocía.
Me presenté a la hora convenida en casa de mi amigo Ángel, muy concurrida ya de jóvenes de ambos sexos, con una colección de lindezas que no podían disimular su curiosidad a mi llegada y la buena impresión que les generó mi presencia. Yo me encontraba un poquito azorado porque era la primera vez en mi vida que asistía a una reunión de esa clase. Después de que Ángel les hizo mi presentación, empezando por sus hermanas, María y Micaela, empezó la fiesta, organizándose un animado baile, sostenido por las incansables teclas de mi acordeón, que duró horas y horas que se deslizaban sin darnos cuenta, pero del que yo no podía participar más que de «Visu», contemplando cada una de las parejas que desfilaban, ante mí, atado a mi instrumento. Hubo sus juegos de prendas, inocente diversión, entonces muy en boga, endulzados en todos sus intervalos con exquisitos dulces y pastas, denunciadores de las habilidades reposteras de las bellas y simpáticas anfitrionas, de las que una de ellas era morena, de grandes ojos, atractivos, y de dulce mirada, muy bien hecha, un tipo verdaderamente atractivo, tanto por sus modales como por su conversación sencilla y franca, que me infundieron cierta impresión que ya no me abandonó desde entonces, sino que, por el contrario, se acrecentaba cada día.
Una tarde me atreví a preguntar a Ángel si su hermana María tenía novio, diciéndome que la hacía carantoñas un muchacho gallego, llamado Alfredo, perteneciente a una familia recién llegada de Galicia y cuyo padre, militar retirado era amigo y compañero del suyo, don Julián, a quien yo no conocía aún, porque el día de la fiesta no le vimos en la casa; pero me añadió que su hermana se negaba a las relaciones que le pedía, porque además de no ser su tipo era un niño bien, sin oficio ni beneficio, cuyo porvenir no ofrecía la menor garantía de seriedad en unas relaciones formales.
Entonces me lancé con una carta muy lacónica, aunque no falta de algo de romanticismo de principiante en esas lides, pidiéndole una cita, si admitía la probabilidad de mis formales pretensiones.
Y, a los dos días, recibía la esperada respuesta en la que me señalaba, después de darme las gracias, día y hora para la primera entrevista, en la que tanto ella como yo hicimos un verdadero alarde de exacta puntualidad, pues en cuanto llegué frente a su casa, aparándome ante su balcón con objeto de iniciar mi incipiente papel de «cadete», se abrió uno de los balcones apareciendo ella.
Después de los mutuos saludos a los que obligaba la cortesía y no exentos de emoción por ambas partes, habló ella, la primera, para decirme que correspondía gustosa a mi petición y que agradecería, sin que ello supusiera otra cosa, sobre esas relaciones cuya formalidad dependería de nuestro mutuo conocimiento.
Eso de la formalidad y de la seriedad de que usted me habla la garantizará mi caballerosidad y mi palabra, dependiendo por lo tanto de su manera de apreciarla. Yo vengo tras unas relaciones formales, con el objeto de que culminen, de ser posible, en casarme con usted.
Así terminamos nuestra primera entrevista, tan corta como enjundiosa, citándonos para el día siguiente a la misma hora, interrumpiendo esa tarde nuestro plácido diálogo callejero, yo desde la calle y mi novia desde el balcón, el referido galleguito, quien se limitó a pasar por mi lado, saludando a María de una manera significativa, demostrando cierta disimulada nerviosidad, siguiendo su camino no sin lanzar una mirada a ambos, singularmente a la que ya era mi novia.
Cuando terminamos de «pelar la pava», después de enterarme María de quién era el sujeto, al retirarme y llegar a una esquina próxima, me salió al paso el tal Alfredito, fracasado pretendiente, con ánimo de pedirme explicaciones por pretender a una señorita a la que él había pretendido antes que yo.
Yo le contesté con una risotada, concretándome a contestarle que su extraña reclamación a mí no me afectaba y que, por lo tanto, la ventilase con ella, siguiendo mi camino, dejándole plantado, pero no sin advertirle de que, en lo sucesivo, tuviera en cuenta que aquella señorita a la que pretendió, por su libre voluntad, era mi novia formal.
Al día siguiente, comentando con María lo ocurrido, me corroboró lo que me había referido su hermano, sobre el absoluto rechazo a sus pretensiones por parte de ella, lo mismo que a otros pretendientes que yo ya sabía eran muchos por sus condiciones físicas y morales. Lo que hacía que, entre la gente joven, gozara de generales simpatías y se le considerara lo que se llama «una perita en dulce», y eso que eran muy pocos los que supieran de su ejemplar vida casera y familiar.
Estos hechos dieron motivo a una serie de incidentes en los que el ridículo galleguito me dio ocasiones de tomarle el pelo, gracias a su torpeza y petulancia, que, para su desgracia, transcendió a un sector de la sociedad salamantina con manifiesta hilaridad a su costa.
Mi vida continuaba discurriendo con mi diario trabajo en la biblioteca, que cumplí siempre con la mayor lealtad y entusiasmo, y según creencia general, sobre todo entre los claustrales de la universidad, con no menos competencia y honradez, trascendiendo hasta el extranjero en un artículo publicado en Le Temps de París, por el ya afamado hispanófilo que llegó a gozar de una indiscutible autoridad en la historia de nuestra lengua y en las investigaciones en el estudio de la literatura española, Mr. Raymond Foulché-Delbosc, fundador de la célebre Revue Hispanique, quien relatando sus impresiones durante su reciente viaje por España en la temporada que estuvo en la Universidad de Salamanca, donde tanto él como otro compañero, hablaba del joven bibliotecario de esta, don Manuel Castillo, quien, dentro y fuera de la biblioteca, les había prodigado toda clase de atenciones, facilitándoles su trabajo de investigación, incluso concediéndoles horas extraordinarias para acelerarlo, y acompañándolos, además, por la histórica ciudad para que pudieran admirar, detenidamente, los tesoros artísticos de que está dotada, sobre todo en arquitectura plateresca, de la que sus numerosos monumentos constituyen