Mis memorias. Manuel Castillo Quijada
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La expectación que había despertado la lucha, por los incidentes y el cariz que estos tomaban, motivó que La Libertad acordase enviar un corresponsal de su seno y hube de encargarme, yo, por ser el más joven, de aquella poco agradable misión, cuyos peligros eran evidentes dado como estaban los ánimos.
En el tren me encontré con un compañero, Eustasio García Laserna, redactor de El Adelanto, que llevaba la misma misión que yo, pero durante el viaje, cuando el revisor vino a controlarnos los billetes, le pregunté si podría, al día siguiente a su retorno a Salamanca en el tren de la madrugada, llevar una carta mía a la redacción de La Libertad, ofreciéndoseme para ello, y para demostrarme su fidelidad con que hacia esos encargos nos dijo:
–Ya ven ustedes, hace ocho días, llevé ocho mil pesetas a Martínez Veira, de parte de don Luis Sánchez Arjona, la última vez que le llevé dinero.
Laserna y yo nos intercambiamos una mirada muy significativa, porque La Concordia hacía en Salamanca la campaña electoral a favor del generoso candidato, sin tener en cuenta el color pasado republicano de su foliculario.
Llegamos por la noche a Ciudad Rodrigo, tomamos habitaciones en el hotel y, sin cenar, nos lanzamos a la calle en busca de información, recorriendo los centros electorales de ambos bandos, hablando con los dos candidatos. Sí observé que en el Centro Conservador, donde saludamos al general Pando, Laserna tuvo con él un breve aparte al que no di gran importancia, pero cuyas consecuencias se notaron al día siguiente. Durante la elección supimos que el general había salido de madrugada con rumbo a la Sierra, acompañado de varios de los serranos que habían llegado con él aquella mañana, dejando de muestra a los restantes, pero con órdenes de guardar, simplemente, una expectación de presencia en los alrededores de los colegios.
Mi compañero, don Agustín, gran amigo, como he dicho, del general, y que ignoraba mi repentino viaje, encargó a Laserna le dijese que el Gobierno Civil tenía órdenes de apoyar, bajo mano, la candidatura de Sánchez Arjona, y que las violentas medidas sobre las que Fernández Arias basaba su triunfo habían sido anuladas, por lo que le aconsejaba de retirase para evitarle una situación violenta.
Al retirarnos a las dos de la madrugada, verdaderamente rendidos, en vez de acostarme y sin reparar en la jornada que me esperaba me puse a escribir una larga correspondencia informativa para mi periódico, con toda clase de detalles interesantes, como complemento a los muchos telegramas que envié durante la noche. A las cuatro menos cuarto de la madrugada terminaba mi trabajo y salía hacia la estación, para entregar mi misiva al servicial revisor del tren que tan galantemente se me ofreció, y que cumplió su cometido con la mayor rapidez, logrando que La Libertad lograse un verdadero éxito aquel día.
Transcurrió felizmente aquel día la elección, logrando una gran mayoría el candidato liberal sobre el conservador, y, por cierto que, cuando aparecimos en busca de datos en el Círculo Conservador, Fernández Arias, que estaba desquiciado ante su evidente y vergonzoso fracaso, se enfrentó con Laserna y conmigo, echándonos en cara nuestra falta de compañerismo, como si fuéramos nosotros la causa de su derrota, contestándole yo tranquilamente que habíamos ido a Ciudad Rodrigo a una simple misión informativa que reclamaba la curiosidad de nuestros lectores, y no otra cosa a los de mi periódico republicano, muy ajeno a los intereses de la lucha, y no a ponerme al servicio de ninguno de los contendientes, respondiendo además de la veracidad de mis informaciones, que nadie honradamente podría rectificar y, menos, desmentir. Acto seguido, ante los presentes nos retiramos, sin despedirnos ni darle la mano.
Algún tiempo después y en una enconada polémica de La Libertad y La Concordia, dolorida por el fracaso del negocio de Consumos, en el que su director estaba tan interesado, le solté lo de las 8.000 pesetas llevadas por el revisor del Ferrocarril, lo que produjo sobre todo entre los republicanos el natural efecto, y, por la noche de aquel día, cuando después de cenar me encaminaba a casa de mi novia, después, mi esposa, al atravesar la solitaria y oscura plaza de La Libertad, al revolver una esquina en la que estaban parapetados, me encontré asaltado por Martínez Veira, su hermano y cuatro amigotes de su laya, que, cobardemente y aprovechando mi descuido, me dieron un garrotazo por la espalda, en la nuca, que me hizo caer al suelo, en el que reaccioné en seguida, levantándome, lo que motivó la huida de los agresores, tras de los cual me lancé, alcanzando al gallego a la entrada de la plaza Mayor, quién empezó a pedir auxilio a grandes voces, reclamando como concejal la ayuda de los guardias, que acudieron inmediatamente para salvarle de las iras del público, que, al enterarse de lo ocurrido, pretendió lincharle. A mí, me llevaron a mi hospedaje, en la plaza del Corrillo, cuya proximidad a la plaza me permitió oír desde mi cama las protestas, a voces, de la gente que discurría por el paseo, bajo los soportales.
El agresor, Martínez Veira, huyó protegido por los guardias a su casa, de la que no se atrevió a salir durante mucho tiempo, y sus cómplices, en el tren de la madrugada, creyendo que me habían matado, para Portugal, pero al cambiar de tren en la estación de Fuentes de San Esteban fueron reconocidos por algunos viajeros, y lo hubieran pasado muy mal si no les hubiera protegido la escolta de la Guardia Civil, aunque no pudieron librarse de una monumental silba, mezclada con airadas protestas.
La de la opinión pública fue muy expresiva y unánime, a juzgar por la prensa en general y, muy especialmente, por la de Madrid, condenando el cobarde atentado y, por el gran número de cartas, hasta de muchas personas por mí desconocidas, figurando, entre ellas, una de Unamuno que estaba de vacaciones en Bilbao, calificando a los asaltantes de cuadrilla de bandoleros, y de muchas personalidades y amigos que visitaban mi hospedaje para interesarse por mi salud, pues habían corrido noticias alarmantes por el temor de que, a consecuencia del golpe sobre la nuca, pudiera sobrevenir una complicación cerebral.
Un poeta, Tomás Rodríguez, empleado en la Diputación, envió al día siguiente de la agresión un soneto que publicó La Libertad, del que recuerdo algunos versos, dedicado a Martínez Veira, como estos:
Alto, grandón, y tuerto del derecho,
Concejal, periodista, advenedizo,
El lunes, por la noche, se deshizo,
En demostrar que es hombre de provecho.
No tiene, por sus máculas, desecho;
Es un republicano a lo postizo,
Y lo mismo pudiera ser «mestizo»,
Que el tipo tiene, para todo, pecho, etc.