Mis memorias. Manuel Castillo Quijada
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Todo ocurrió cuando yo tenía los primeros cuatro años de mi vida, en los que ya iniciaba mi precocidad; pero, después del incendio de la casa que obligó al dueño a reconstruirla casi por completo, pues solo quedaron en pie las cuatro paredes maestras, todos los antiguos vecinos hubimos de trasladarnos a otro sitio. Doña Pepa se fue a vivir con su hermana, doña Isabel, y con sus sobrinos, y mi madre hubo de alquilar un reducido piso en el número 12 de la calle de la Pasión, pero suficiente para ella y para mí, y como tenía que salir a trabajar y no podía dejarme solo, logró encontrar una familia de confianza con la que hice las mejores migas, a cuyos cuidados me entregaba durante el día, fuera de las horas de la escuela, hasta el regreso de su trabajo en que iba a recogerme. Componían aquella familia una señora viuda, ya de edad, y dos hijas jóvenes, aún puras madrileñas, que me tomaron tal cariño que a la simpática vieja la llamaba, yo, «madre Ángela», a quien no he olvidado nunca, siempre he recordado cómo se le ensanchaba el corazón cuando, aún de mayor, siendo estudiante, las visitaba, de verdadera expansión de cariño, siguiendo llamándola «madre Ángela».
Vivían en la calle de la Arganzuela, en un pisito principal con dos balcones a la calle, casa antigua, y en ella me pasaba las horas desde que salía de la escuela de párvulos a la que iba a buscarme una de sus hijas, Angelita o Pepa, la primera que llegaba de su trabajo, porque desde las ocho de la mañana en que mi mamá me dejaba, todo limpio, en la mencionada escuela, sita en la calle de San Cayetano, acompañado de mi merienda que ella me condimentaba la noche anterior con tanto cariño, para comerla a mediodía, me dejaba bajo el solícito cuidado de aquella gran maestra, joven, animosa, activa y cariñosa con sus diminutos discípulos, un nutrido grupo de chiquillos y chiquillas confiados a su vigilancia, quien, a la hora de cerrarse la escuela, nos iba entregando a las madres o a las personas por ellas autorizadas. No se ha borrado nunca de mi memoria aquella señorita, como ninguno de mis maestros y catedráticos, ni su figura como mi primera maestra, tan activa e incansable. Su nombre, señorita Isabel, continúa en mi recuerdo, figurando preferentemente en la lista de mis maestros, a quienes dediqué y dedico, al cabo de mis años en su recuerdo, mi profunda gratitud y mi mayor respeto.
De aquella inolvidable escuela, en la que terminé de iniciar mi primera educación, hubo de inscribirme mi madre en una municipal de primera enseñanza instalada en la Ribera de Curtidores, cerca de mi casa, en pleno Rastro, cuyo maestro se llamaba don Galo, hombre enérgico al que todos los alumnos, un verdadero enjambre, guardábamos el mayor respeto y hasta justificado temor, sobre todo cuando veíamos en sus manos la terrible palmeta, sin que ello impidiera que, a sus espaldas, los más «valientes» le llamásemos «Don Galo, patas de palo».
En aquella escuela empecé a adquirir los primeros elementales conocimientos, ganando puestos y secciones, en que estábamos clasificados, entre los demás alumnos, la mayor parte, si no todos, mayores que yo. Y recuerdo que una vez, por la cuaresma, el maestro iba seleccionando a los más adelantados para llevarlos en colectividad a la iglesia de San Cayetano a cumplir el precepto pascual, no incluyéndome a mí, porque contaba poco más de los cinco años; y creyéndome postergado, sin tener la menor idea de mi edad, me acerqué con timidez a don Galo, pidiéndole me incluyera en aquella lista, en la que iban compañeros míos de sección, a lo que accedió, sonriéndose significativamente; y en efecto, los «escogidos» fuimos una tarde a la mencionada parroquia de San Cayetano, en la calle de Embajadores, colocándonos el maestro alrededor de un confesonario, dejándonos bajo la jurisdicción del confesor, un cura de no muy buenas pulgas, permaneciendo todos, de rodillas, hasta las siete de la tarde, sin que se nos llamase, porque veíamos que los chicos de otros colegios particulares, o sea de pago, llegados después que nosotros, se nos adelantaban, porque se les daba injustamente prioridad, seguramente obedeciendo a alguna gratificación o regalo al sacerdote, atropellado el derecho que nos asistía a los de las escuelas municipales que allí estábamos, indefensos y hartos de esperar, desde las tres de la tarde y de rodillas. Yo fui el primero que me interpuse entre dos de los alumnos preferidos para acercarme al confesionario, pero, al oponerse ellos, mayores que yo, se entabló la natural disputa madrileña en la que, no teniendo en cuenta ninguno el sitio en que estábamos, las palabras proferidas en alta voz acompañaron unos cachetes por ambas partes, a lo que puso fin el cura asomándose al confesionario para amenazarnos con salir y empezar a «capones» con todos, aunque, realmente, se dirigía a mí y a mis compañeros. Entonces, yo, más prudente, por temor a la amenaza del confesor y por «si las moscas» enteraban a don Galo de lo sucedido, temiendo las consecuencias personificadas en la inquieta y temida palmeta, decidí abandonar el templo en donde fui tan injustamente atropellado y no volví jamás a cumplir ese obligado cumplimiento con la iglesia para todo católico, apostólico y romano, entre los que, entonces, parece me contaba con infantil devoción.
A este propósito me viene a la memoria un hecho muy significativo, revelador de mi manera de ser. Todos los domingos y fiestas de guardar se me ocurrió, al llegar a la mencionada iglesia, imponerme como obligación, que cumplía exactamente al recibir los dos cuartos que me daba mi mamá para que me los gastase en lo que quisiera, moneda de entonces porque aún no se había establecido el sistema decimal, y en vez de gastármelos en caramelos, chufas, altramuces, majuelas, etc., se los llevaba al cepillo de un niño Jesús al que había tomado gran cariño, colocado en un altar de la nave izquierda de la iglesia, rezándole todos los domingos como si fuera a un amiguito mío al que quisiera mucho y, para demostrarle mi cariño, prescindía de las golosinas, gran sacrificio para un chico madrileño; muy satisfecho, depositaba mis dos cuartos en el cepillo colocado a sus pies.
Pero, uno de tantos domingos, se me ocurrió al entrar en la iglesia discurrir por la nave derecha del amplio templo y, en uno de los altares, «tropecé» con otro Niño de la Bola, parecido a mi amiguito a quien semanalmente llevaba mi óbolo de amistad y devoción, aunque las falditas eran de otro color. Me quedé algún tanto perplejo y pensativo y creyendo que le hubieran trasladado y mudado de ropaje al mío, al que aún no había visitado, me dirigí a su altar de siempre donde nos habíamos conocido, gozando de mis simpatías, encontrándole en su mismo sitio donde le visitaba y le entregaba mi dinerito… y, ante la duda de cuál de los dos era el verdadero, haciendo honor a mi calidad de madrileño cien por cien detuve, prudentemente, la moneda en el bolsillo hasta encontrar la solución al «hondo» conflicto que, inopinadamente, se me había planteado.
Confuso y preocupado me encaminé a casa y cuando vi a mi mamá, mi gran consultora, a la que muchas veces ponía en un brete con mis preguntas, dudas y curiosidades, a la que encontré en la cocina, terminando el condimento del almuerzo, dándole un beso y preguntándole a continuación:
–Mamá: ¿Cuántos niños Jesús hay?
–Uno solo, hijo mío –me dijo mi madre, extrañada por la pregunta.
–No, mamá, porque acabo de ver dos en la iglesia.
Mi madre se echó a reír, explicándome lo que significaba la reproducción de las imágenes, pero es muy cierto que tales explicaciones, a pesar de provenir de mi madre, no me cupieron en la cabeza, y tan no me convencieron que no volví a ocuparme del asunto, suspendiendo definitivamente mis visitas dominicales a la iglesia y como intuición madrileña suspendí también el devoto empleo de mi dos cuartos semanales.
Por entonces, entró como huésped en casa un estudiante de Medicina, ya talludito, recomendado a mi madre con gran interés por su familia, llamado don Tomás Vera y Rincón, confiándolo a su autoridad y cuidado como último recurso, dándole todos los derechos y poderes para sujetarle y hacerle