Mis memorias. Manuel Castillo Quijada
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Aquello motivó que mi madre decidiera ausentarse del pueblo ante la perspectiva de una posible y segura tragedia, no sin antes ceder, legalmente, a su madre cuanto le correspondía de los bienes del abuelo, marchándose a la Corte, con eficaces recomendaciones de la familia Cáceres, que le facilitaron la entrada en la casa de un general muy nombrado, que figuraba en un lugar preeminente dentro de la política liberal de entonces, donde entró como institutriz de sus hijas, captándose, al poco tiempo, la confianza de la señora y el cariño de sus educandas, lo mismo que del resto de la familia, que la consideraba como una de tantos, a cuyas distinciones supo corresponder mi madre con su conducta y su trabajo, durante los años que permaneció en aquella morada, cuya recuerdo conservó toda su vida.
Un lapso de tiempo transcurrió, que yo ignoro, hasta que me di cuenta de que yo existía,20 a mis tres o cuatro años, en que vivimos en la popular calle de la Ruda, en el piso entresuelo de la casa número 16, calle transversal a la de Toledo, en la que yo naciera y que terminaba en la plaza del Rastro, como entonces se llamaba y que lleva hoy el nombre del héroe de Cascorro, que en la guerra de África supo hacer honor a su pueblo, Madrid.
En aquel pisito inolvidable, y del que, a pesar de mi corta edad, guardo eterna memoria, vivíamos en compañía de una señora honorable, doña Josefa Pané, viuda de un célebre bordador en oro que al morir le dejó, además de sus ahorros, una pensión vitalicia del Montepío Civil al que pertenecía, y que le permitía sostener su viudedad en un plan modesto, pero digno e independiente, siendo yo el niño mimado de la casa, tanto de «la Pepa», como yo familiarmente la llamaba, faltándola cariñosamente al respeto que la profesaban cuantos la conocían y trataban, y que ella disculpaba por mi corta edad y la filial confianza que le dedicaba, como de mi madre, con la que compartía aquel cariño sin límite, al que yo correspondía muy deficientemente, por lo mimado que estaba con mis caprichos infantiles, que solo mi madre contempla con aquella entereza y aquel talento que le eran propios para dominar mi carácter.
Entre los recuerdos de aquella época, un tanto confusos, de mis primeros años, figura el referente al año 1873, en que se proclamó la Primera República en España, cuando desde nuestros balcones veía a los republicanos, tocados todos con el simbólico gorro frigio que con tanto brío y orgullo llevaban hombres del pueblo, encargados de guardar el orden, situados en la calle de Toledo, frente a lo que es hoy la plaza de la Cebada; cómo calentaban mi sobrio almuerzo, consistente en un chorizo, que calentaban, pendiente de una bayoneta, en la llama de una hoguera para comérselo envuelto por un panecillo, de aquellos inolvidables que dieron tanta fama a las tahonas madrileñas.
También viven en mi memoria las rabietas con las que amenizaba las curas que el célebre oftalmólogo Dr. La Rosa me hacía en su consultorio a mis ojos, muy afectados a consecuencia de un peligroso sarampión que puso en trance muy apurado mi vida incipiente, al extremo de que el médico que me asistía se despidió un día de casa diciendo a la señora Pepa que en la suya dejaría ya extendido el certificado de mi defunción, que creía inminente. Pero no contaba con mi providencia, «la Pepa», que tanto me quería, sobre todo en aquellos momentos de desesperación, y que propuso a mi madre, que como ella no se separaba de mi cuna, darme una medicina que se llamaba «Le Roi», preparada en Francia y tenida, merced a su profusa propaganda por todo el mundo, como una panacea, y que ella tomó varias veces con gran fe, administrándomela mi madre, haciéndome reaccionar, atribuyendo mi curación a aquel específico de «la Pepa», considerado por esta como milagroso. Un día que nos encontramos al médico en la calle, al enterarse, asombrado, de mi curación, pasó a llamarme «el muerto resucitado».
Otro suceso realmente trágico ocurrió en aquella casa, en el que madre dio alta nota de su valor personal y de su serenidad, de lo que, al día siguiente del hecho, toda la prensa madrileña informó con la mayor admiración y encomio y cuyo recuerdo quedó grabado en mi memoria, toda mi vida.
Mi madre, como de costumbre, se quedaba velando por la noche, lo menos hasta las once, hora que en aquellos tiempos se considera como muy avanzada, mientras yo dormía a pierna suelta en mi cunita, y una de aquellas noches apareció en nuestra alcoba, levantándome precipitadamente e interrumpiendo mi sueño, diciéndome ante mis gemidos de protesta: «No llores, hijito, es que tenemos fuego en la casa». Y envolviéndome en mis sabanitas y en mis mantas salió al balcón para ponerme a salvo, descolgándome con el mayor cuidado a la calle, para ponerme en manos de un señor, encaramado a una escala de mano, en medio de los aplausos y gritos de alegría del público expectante allí reunido, cuando mi salvador me entregaba a otro señor que me llevó en sus brazos, el propio gobernador de Madrid, que había acudido al incendio casi en los primeros momentos, depositándome en una casa frente a la nuestra, donde me quedé dormido, rendido por los desesperados gritos, llamando a mi mamá repetidamente, sin consuelo. Y cuando por la mañana me desperté, reanudando mis reclamaciones por mi mamá, me llevaron a mi casa, entregándome a mi madre, que no se cansaba de estrecharme contra su pecho y cubrirme de besos, sin poder contener sus lágrimas.
Lo ocurrido estuvo a punto de tener un desenlace trágico, como he dicho, que hubiera dejado triste memoria en la ciudad, si mi madre, al irse a acostar, cuando iba por el pasillo que conducía al fondo del piso, no nota el fuego al ver entrar las llamas de la escalera, que ardía toda, por debajo de la puerta de entrada, dando entonces la voz de alarma que despertó a todos los vecinos, entregados al descanso, para que se pusieran a salvo, lo que lograron, no sin gran exposición, pasando a las casas vecinas, laterales, pasando de un balcón a otro, quedando así evacuada toda la casa. Incluso doña Josefa, ayudada por mi madre, salvándose aquella por una escalera de mano que arrimaron a uno de nuestros balcones en el piso entresuelo que habitábamos; mi madre permaneció durante toda la noche en el balcón, hasta que se dominó el incendio a altas horas de la madrugada, a pesar de las excitaciones del público y de las autoridades para que se pusiera también a salvo, preguntando solo si yo estaba en sitio seguro. Y cuando por la mañana, al siguiente día, me llevaron a casa, allí estaba mi heroica madre en nuestro piso, del que no salió, ennegrecido por el humo y las llamas. Lo cierto es, como reconoció todo el mundo, que si mi madre no da la voz de alarma tan a tiempo y con tanta oportunidad, aquel incendio hubiera dejado trágica memoria entre los madrileños por el número de víctimas que hubiera causado, pues es muy cierto que el incremento del fuego originado por un descuido del portero, que tomó, desde un principio, un cuarto de hora después de la alarma, hubiera sido imposible la salvación de todos los vecinos.
Recuerdo aquella trágica noche, con todos estos detalles, como si hubiera pasado en el mismo momento en que la describo.
2 DURO CORRECTIVO
Como la calle de la Ruda y sus adyacentes (Toledo, Santa Ana, plaza del Rastro y de San Millán, donde estuvo la iglesia en que me bautizaron, calle de las Maldonadas y principio de la de Embajadores), todas ellas de tiempo inmemorial, fueron centro de un mercado matutino de legumbres, frutas, pescado, carne, etc., que se conservó, por tradición sin interrupción, a pesar de la apertura de la plaza de la Cebada, inaugurada por el rey Alfonso XII, cuyo acto presencié yo desde un balcón de enfrente, siendo aquella la primera vez que vi al monarca, joven, aún soltero,21 todas las mañanas, después de mi desayuno, me asomaba a un balcón atraído por el barullo continuo sostenido por comerciantes y compradores al aire libre, flotando los vocablos más soeces del léxico propio de aquellos sitios, en todas partes, palabrotas que yo di en repetir, aprendidas directamente, de origen, sin comprender, naturalmente, su significado. Mi madre agotó todos los medios posibles de cariño, de energía y de amenazas, sin escatimar algún cachete que otro, pero, dado mi carácter, aquellos procedimientos me estimulaban más y me complacía en hacer gala de ello, sobre todo cuando había visita en casa, lo que obligó a mi madre a echar