Patrick Modiano. Manuel Peris Mir
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Los periodistas de Je suis partout inspiraron a Modiano los protagonistas de Los paseos de circunvalción. El libro se abre y se cierra a partir de la mirada sobre una fotografía en la que aparecen Marcheret, Murraille, Chalva Deyckecaire (el padre de Serge Alexandre, el narrador que contempla la imagen) y Maud Gallas. La instantánea está tomada en le Clos-Foucré, un albergue situado en un pueblecito próximo al bosque de Fontainebleau. La escena, dice el narrador, se desarrolla muy lejos en el pasado, en un período que podría ser el de los últimos días de la Ocupación. Los personajes están muertos, pero el narrador está allí con sus fantasmas. Serge Alexandre es un falso nombre con el que se inscribe el narrador en el albergue y que remite a Alexandre Serge Stavisky, el famoso estafador de origen ruso, que con el seudónimo de Serge Alexandre consiguió en 1933 defraudar 235 millones de francos del Crédito Municipal de Bayona, que acabó supuestamente suicidándose cuando iba a ser detenido, protagonizando un escándalo que por sus ramificaciones con la clase política provocó la dimisión del Gobierno de Camille Chautemps en 1934. Stavisky aparece varias veces en La ronda nocturna. El narrador, Swing Troubadour, dice que es su hijo: «Me trastornaba tal sed de respetabilidad, porque ya me había llamado la atención en mi padre, Alexandre Stavisky» (RN 239).10
Pero volvamos a Los paseos de circunvalación. Chalva habita en «Le Prieuré», una casa ocupada, se supone, tras la huida de sus dueños, y que está en el camino del Bornage, (deslinde) un nombre que invita a varias lecturas, aunque tal vez la más evidente sea el desmarque de Chalva respecto al resto del grupo de Murraille, sugiriendo que, aunque forma parte de la banda, no pertenece al núcleo duro y que, como se verá a lo largo de la narración, es una víctima, a quien Serge Alexandre intentará inútilmente salvar. Esta separación es también de ubicación, puesto que Murraille y Marcheret viven en Villa Mektoub, nombre con que la ha bautizado Marcheret, en recuerdo de su etapa de legionario, pero que también está cargado de significado, puesto que en árabe quiere decir «lo que está escrito», en un sentido próximo al fatum griego. Al final, el hijo no podrá «deslindar» al padre de lo que está escrito, no podrá cambiar su destino.
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Las reseñas periodísticas que siguieron en España a la publicación del libro de Riding han enfatizado en exceso la alusión al espectáculo del que habla el título (And the Show Went On), y han prestado menos atención a lo que con mayor precisión describe el subtítulo: la vida cultural en el París ocupado por los nazis. Porque de la lectura de la obra no se desprende en absoluto que casi todos los intelectuales permanecieran al margen de la Resistencia, ni mucho menos que la mayoría colaboraran con la Ocupación. Antes bien, la obra de Riding viene a corroborar la tesis planteada por Philippe Burrin respecto a la actitud de la población francesa en general:
La adaptación es un fenómeno habitual en un país ocupado, en el que se crean inevitablemente ciertos puntos, ciertas superficies de contacto, y se produce un ajustamiento a la realidad. Al igual que una dictadura, una ocupación no se sostiene con la simple coerción, sino encontrando una base firme y duradera, en unos intereses compartidos, tejiendo unas redes de adaptaciones que ligan a ocupantes y ocupados y que permiten que la máquina funcione (Burrin, 2004: 486).
En efecto, al igual que una dictadura, una ocupación no se sostiene con la simple coerción, razón por la cual el mundo de la cultura en su sentido más amplio (que en aquel París comprende la moda) se convierte en un factor decisivo para la hegemonía, entendida esta como combinación de la coacción y persuasión. Y así, tanto la Embajada alemana como el Instituto alemán reunían a artistas e intelectuales famosos en sus cenas y recepciones entre los que no sólo había escritores y periodistas fascistas, sino también muchos otros que tan solo asistían «para ocupar el centro de atención, disfrutar del buen vino y la comida, y para asegurarse de que no hallarían obstáculos en sus carreras» (Riding, 2011: 396) entre otras razones porque la Resistencia cultural «aprovechó todas las oportunidades para trabajar de forma legal, la única manera de llegar a un público más amplio» (Riding, 2011: 397). Basta recordar que Albert Camus vuelve a París en 1942 y publica abiertamente la novela El Extranjero, el ensayo El mito de Sísifo y la obra de teatro El malentendido, mientras a la vez participa en la Resistencia y trabaja como redactor jefe del periódico clandestino Combat.
Riding muestra en su libro que la vida durante la Ocupación no fue una foto fija, sino un bullicioso escenario «en el que incluso la línea que separaba el bien y el mal, la résistance de los collaborateurs, parecía desplazarse según lo acontecimientos» (Riding, 2011: 12). Y que esa realidad es aplicable al mundo de la cultura en el que sus protagonistas actuaron igual que el resto de la población. Resultan muy clarificadoras las relaciones entre dos adversarios políticos como Pierre Drieu La Rochelle y André Malraux, que nunca dejaron de ser amigos y que incluso el hombre que escribió Socialisme Fasciste apadrinó en plena Ocupación a un hijo del autor de L’Espoir. O que el resistente Jean Paulhan nunca rompiera la amistad con el colaboracionista Marcel Jounhandeau. Aunque tal vez el caso más curioso sea el de Marguerite Duras y el escritor colaboracionista Ramón Fernández, que tenía el apartamento arriba del de la autora de L’amant, con la que compartía la mujer de la limpieza. Uno nunca denunció las reuniones de la Resistencia que se celebraban en el apartamento de la otra, que por su parte optó por ignorar las tertulias de escritores fascistas que tenían lugar en el piso de arriba. Uno de los resistentes que pasó por el apartamento de Marguerite Duras fue Morland, nombre de guerra de François Miterrand.11
Y todo eso sucedía, en gran medida, porque tanto los escritores colaboracionistas como los que apoyaron a la resistencia «eran de extracción burguesa, habían estudiado en las mismas escuelas y universidades» (…) comían frecuentemente juntos en Saint Germain, iban a los mismos salones de sociedad y además (…) «se leían y criticaban mutuamente, cotilleaban de forma insaciable, formaban grupitos, insultaban a sus enemigos en privado y les daban la mano en público» (Riding, 2011: 270).
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Lejos de estar cerrado, el debate entre historia y memoria sigue siendo una cuestión abierta.12 Antoine Prost (2001: 296-297) sostiene que memoria e historia se «oponen punto por punto» y lo argumenta sólidamente a partir de Pierre Nora y de Lucien Fabre. Por el contrario, para otros historiadores como Enzo Traverso (2006: 82, 107-108), la memoria y la historia no están separadas por muros infranqueables, se establece entre ambas una interrelación permanente, aunque, eso sí, advierte no sólo de los efectos negativos de encerrarla en los museos y quitarle su potencial crítico, sino también de los peligros de hacer un uso político del pasado en favor del orden actualmente establecido. Unos usos políticos del pasado al que tampoco son ajenos el exceso de memoria que nos invade en los últimos años y que produce una saturación que, como ha advertido Régine Robin (2003: 19) podría no ser más que una figura del olvido.
En un reciente artículo, Pedro Ruiz Torres ha sintetizado el estado actual del debate historiográfico