Patrick Modiano. Manuel Peris Mir
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No menos esperpéntico es el retrato de la madre que persigue a Jean Bosmans, el protagonista de El Horizonte (EH), que también la contempla petrificado como si se enfrentara a una Gorgona. Este despiadado monstruo femenino de la mitología griega toma aquí la forma de «una mujer con el pelo rojo y la mirada dura», el mismo color del pelo que tantas veces lucirá en películas y obras de teatro la madre del escritor. Un retrato de la madre que complementa diciendo que le lanza un raudal de insultos en una lengua gutural que no comprendía, en referencia al neerlandés de Louisa Colpeyn y al acento balcánico que impostó la actriz en muchos papeles de su filmografía.
La madre va acompañada de «un hombre moreno, con pinta de cura que ha colgado los hábitos (que) se cimbreaba como un torero» (EH 35). Al mirar a este personaje, sobre el que Bosmans tiene dudas sobre si el aspecto es más el de un cura que ha colgado los hábitos, se hace inevitable pensar en una caricatura del antiguo secretario de Sartre y gran aficionado a la tauromaquia, Jean Cau, que durante una época fue el compañero de Louisa Colpeyn. Cau consiguió un primer contrato en Seuil para El lugar de la estrella, que Modiano logró dejar sin efecto cuando supo que paralelamente Raymond Queneau había conseguido el compromiso de Gaston Gallimard para publicar la novela en la mítica colección blanche. Finalmente, Jean Cau fue el autor del prólogo de la primera edición en Gallimard, aunque luego Modiano lo haría retirar de las sucesivas ediciones. En Un pedigrí se burla del amigo de su madre,22 en El Horizonte el desprecio es más directo:
En aquel período de su juventud, cada vez que Bosmans tenía la desdicha de encontrarse con la pareja si se arriesgaba a pasar por la calle de Seine y sus inmediaciones,23 sucedía lo mismo: su madre se le acercaba, con barbilla agresiva, y le pedía dinero con el tono autoritario con que se riñe a un niño. El hombre moreno se quedaba aparte, quieto, y lo miraba severamente como si quisiera avergonzarlo por el hecho de existir. Bosmans no sabía por qué aquellos dos seres le mostraban tanto desprecio. Se hurgaba en el bolsillo con la esperanza de encontrar unos cuantos billetes de banco. Se los alargaba a su madre, que se los guardaba con ademán brusco (EH 35).
Unos gestos de agresividad y una rapiña que ya vimos en la avidez de Louisa Colpeyn por los «malditos billetes de cincuenta francos, que llevan la efigie de Jean Racine» y sobre la que el escritor nos ha dejado en una entrevista otro curioso testimonio:
De joven, recibí el premio de un joyero de la zona de Ópera: la pluma de diamante. Mi madre, que pensó que tenía un plumín de diamante de verdad, lo llevó al monte de piedad. Pero nadie lo quería, era de pacotilla. Regresó a casa con el objeto. Unos días más tarde, la robaron. Los ladrones también creyeron en el valor de la pluma y dejaron el estuche. Fue hace más de treinta años. Por mi parte, hace unos días, cogí sin su conocimiento el estuche que ella había guardado para mi sorpresa. Ella se deshizo de todos sus recuerdos y nunca leyó ninguno de mis libros. Pero había mantenido este caparazón vacío e irrisorio. Tenga, ábralo en el interior está escrito Clerc. El nombre de la joyería (Diatkine, 2006).24
Este testimonio, más allá de la insistencia en la rapacería de su progenitora, guarda, en un «caparazón», una constatación posiblemente más dura para su hijo: Louisa Colpeyn no leyó absolutamente ninguno de los libros de Patrick Modiano.
* * *
Modiano ya había pergeñado un duro, aunque velado, retrato de Louisa Colpeyn en Ropero de la infancia, novela en la que la madre aparece como una actriz histérica, y la figura del perro se convierte en catalizadora del resentimiento filial.
En ella, el escritor deja pistas claras sobre la inspiración autobiográfica del pasaje, cuando el narrador, al pasar junto a los teatros de la rue Fontaine en los que actuaba su madre y evocar los días en que de niño le acompañaba, dice que había pasado su infancia en la Rive gauche, en Saint-Germaine-des-Prés. Recuerda como, los domingos, hacía los deberes en el despacho del director del teatro, Henri de la Palmira, mientras su madre actuaba en un vaudeville escrito por un sedero lionés y su amante que habían alquilado el teatro y pagaban a los actores, sin que les importase demasiado que la sala estuviera vacía y solo asistieran en alguna ocasión unos pocos amigos. Un domingo, en que los actores también actúan ante una sala vacía, el joven, mientras oye la voz de su madre en escena, decide romper los deberes y no volver al colegio, ni hacer el bachillerato ni el servicio militar. De puntillas, pasa entre bastidores y la sala del teatro que está vacía. Al ver su sombra moviéndose, los actores interrumpen el diálogo sorprendidos de que hubiera un espectador. El joven sale a la calle y se siente perdido. En un ataque de pánico está a punto de pedirle a un transeúnte que le ayude. Luego se tranquiliza y da un paseo por el barrio, la parte baja de Pigalle, donde se encuentra con el perro de Herni de la Palmira, un labrador rubio. «Cruzaba el vestíbulo, se detenía en el umbral y olfateaba el aire. Con andares plácidos, volviendo la cabeza, ora a la derecha, ora a la izquierda, se encaminaba hacia mí con el porte de un turista que estuviera visitando el barrio» (RI 66). El joven repara en que la farmacia aún estaba abierta, un detalle que no es banal porque en muchas novelas, como Joyita o En el café de la juventud perdida, la farmacia de Pigalle es un «punto de referencia» para el héroe que se encuentra perdido en un momento crucial de su vida. Un punto de referencia que aquí además se asocia a la figura del perro, una vez más un labrador.
El labrador y yo25 nos quedamos un ratito contemplando el escaparate, que iluminaba una luz verde. Luego pasamos por el cruce y nos separamos: él siguió bajando por la calle de Fontaine y yo entré en el café Gavarni (RI 66-67).
El joven decide finalmente volver al teatro, donde su madre tras preguntarle de pasada dónde estaba, le interroga inquisitivamente por una vieja cazadora de ante que habían encontrado en un armario del teatro.
–¿Me prometes que todavía tienes la cazadora vieja de ante?
Se le anegaba la mirada en una expresión de angustia insoportable. El destino del mundo dependía de aquella cazadora vieja de ante. Fuera de ella, nada tenía ya importancia.
–¿No irás a decirme que has perdido la cazadora vieja de ante? ¡Contesta!… ¿Dónde está la cazadora vieja de ante? (RI 67).
Uno de los actores está estupefacto al ver que una vieja cazadora de ante podía convertirse en algo tan importante. Pero mientras más se agudizaba la angustia, ella más se fijaba en ese detalle mínimo hasta un punto de incandescencia, sigue recordando el narrador. Tras hacerle jurar que no la ha perdido, la madre se tranquiliza y los actores se ponen a hablar sobre el futuro de la obra, preguntándose hasta cuando estarían dispuestos los autores a seguir pagando. Entonces el joven decide intervenir maliciosamente, asegurándoles que había visto salir a alguien del teatro. Los actores se muestran preocupados por si se trata de un crítico, ya que el director había aconsejado a los autores no invitar a ningún crítico con el pretexto de que eran mala gente. Los actores quieren sabe a toda costa quién era ese espectador y el joven decide burlarse de ellos.
–Entonces, ¿quién era? –repitió Montavon.
–Dinos quién era ese espectador –dijo mi madre.
–El perro de Henri de la Palmira. Y llevaba puesta la cazadora vieja de ante (RI 69).
El sarcasmo