Patrick Modiano. Manuel Peris Mir

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Patrick Modiano - Manuel Peris Mir Prismas

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más tarde, en uno de los cuartos de baño del piso de cerca del bosque de Boulogne, me encontré un frasco de éter. El color azul noche me fascinaba. Siempre que mi madre pasaba por momentos de crisis en los que no quería ver a nadie y me pedía que le llevase una bandeja a su cuarto o le diera masajes en los tobillos, yo olía el frasco para darme ánimos. La verdad es que era una explicación demasiado larga (J 87-88.)

      Pero para llegar a poder expresar el dolor continuado que esa herida le produce a la protagonista adulta, previamente esta necesitará recordar la primera vez que fue con su madre al cine, un hecho determinante porque marca la ruptura entre el disfraz que la madre quiere imponer a la niña y la percepción que ella tiene de sí misma al hacerle ver La encrucijada de los arqueros, la película en la que, tiempo atrás, había interpretado un pequeño papel junto a su madre, en la que no se reconoce, sobre todo cuando oye su voz. De manera que cree que Joyita no era ella, sino otra chica. Será a partir de este recuerdo y otros que van acumulándose cuando se desate la crisis. La joven se siente cada vez peor hasta que entra en una farmacia y se viene abajo: «Rompí a llorar. No me había ocurrido desde la muerte del perro, algo que se remontaba doce años atrás» (J 85). La farmacéutica le da entonces un brebaje de color rojo cuyos efectos asocia con el éter que le dieron las monjas cuando el atropello y la herida en el tobillo, y este recuerdo, a su vez, enlaza con los masajes en los tobillos de la madre, una artista fracasada, como tantas otras de su universo narrativo.

      De modo que la crisis de la Thérèse adulta estalla a partir de la conjunción de tres recuerdos:

      i. El recuerdo de un elemento disruptivo, su visión en la pantalla y la negación de la forma de representación impuesta por la madre.

      ii. La reminiscencia doblemente dolorosa de un accidente que en el fondo se atribuye al abandono materno.

      iii. Y la asociación del momento en que el dolor por fin puede expresarse con un sufrimiento anterior, que también le hizo estallar en lágrimas y que es consecuencia de un suceso posterior al atropello y sobre el que, hasta el momento, el lector no sabe nada: la muerte de un perro hace doce años.

      El primero de estos recuerdos, ya lo hemos visto, se inspira en la vida de la auténtica Joyita e incorpora sentimientos de la vida de Dominique Zehrfuss, la esposa del escritor. Pero también tiene muchos sentimientos del propio Modiano, como la convicción de que la vida que se representa no es la suya propia y el recurso a la pantalla cinematográfica como ilustración (UP 45-46).

      El carácter autobiográfico del segundo recuerdo ha sido ya señalado y será objeto de un tratamiento pormenorizado. Por lo que ahora se analizará el dolor de la protagonista por la muerte del perro. Un tema que, pese a su enunciación por la narradora, no será desarrollado sin interponer antes otro recuerdo más próximo, el de la relación con la niña que cuida Thérèse y su deseo de tener un perro, algo a lo que sus desapegados padres se niegan. Thérèse se dice que nunca sabrá nada de esas gentes. Y que, en cambio, la pequeña no tenía misterio para ella porque adivinaba lo que pudiera sentir porque más o menos había sido el mismo tipo de niña. Tras esta evocación, que narrativamente funciona como retorno de un pasado cuyo recuerdo se pretende reprimir y como una pantalla previa al núcleo profundo del dolor, Thérèse rememora su particular experiencia con otro perro. Un hecho traumático que le produce una sensación de vacío mucho más terrible que la que siente en el momento presente, cuando narra. Pese a la voluntad de olvidar el drama, la hipermnesia es proporcional al dolor, de manera que al final surge el recuerdo, o como dice Burgelin (2009: 48), «las huellas de la hipermnesia son solo la moneda de este olvido o más bien de esta feroz obstinación para no recordar, o para no explorar el campo de la memoria». Y así la visita al colegio de la pequeña le ha traído el recuerdo de su colegio y también de un día en que su madre fue a buscarla al colegio (el mismo espació en que ella fue abandonada) y apareció con un perro que para su madre «no era más que un simple accesorio del que debió de cansarse enseguida» (J 121-122). El paralelismo entre este caniche y el chowchow de Louisa Colpeyn es evidente. Así como también la identificación de Modiano niño y de su personaje Thérèse con los respectivos perros de sus madres.

      Ya me había dado cuenta de que a mi madre se le olvidaría darle de comer. Era yo quien le preparaba las comidas. Cuando Jean Borand venía a buscarme, cogíamos el metro con el perro, disimuladamente. Desde la estación de Lyon íbamos andando hasta el garaje. Yo quería quitarle la correa. No había riesgo de que lo atropellasen, no pasaba ningún coche por la calle. Pero Jean Borand me había desaconsejado que le quitase la correa. A fin de cuentas, a mi había estado a punto de atropellarme una camioneta delante del colegio (J 122).

      Su madre lo inscribe en una escuela próxima al domicilio, a la que tiene que ir sola cada mañana y de la que no regresa hasta las seis de la tarde, lo que comporta que desgraciadamente no pudiera llevarse al perro. Algo que acabará resultando trágico porque una tarde cuando la niña vuelve al apartamento el perro no está. Su madre le había prometido pasearlo y darle de comer, pero cuando vuelve a casa el perro no está con ella y le dice que se ha perdido en bosque de Boulogne. La voz de su madre es muy tranquila. No tiene un aspecto triste, se diría incluso que la situación le parece natural.

      «Habrá que poner un anuncio mañana y a lo mejor alguien nos lo trae». Y me acompañaba a mi cuarto. Pero tenía un tono de voz tan tranquilo, tan indiferente, que noté que estaba pensando en otra cosa. La única que se preocupaba por el perro era yo. Nadie lo trajo nunca. En mi cuarto, me daba miedo apagar la luz. Había perdido la costumbre de estar sola de noche desde que el perro dormía conmigo y ahora era aún peor que en el dormitorio del internado. Me lo imaginaba en la oscuridad perdido en pleno bosque de Boulogne. Ese día mi madre fue a una fiesta y aún me acuerdo del vestido que llevaba antes de salir. Un vestido azul con un velo. Ese vestido ha vuelto durante mucho tiempo en mis pesadillas y siempre lo llevaba un esqueleto (J 123-124).

      Esa noche, Thérèse deja la luz encendida, y a partir de ahí todas las noches. El miedo no la ha abandonado desde entonces, convencida de que después del perro le tocaría a ella. Extraños pensamientos le atraviesan el alma, recuerda la narradora. Tan confusos, añade, que ha tenido que esperar una decena de años para concretarlos y poder formularlos. Por fin, el sentimiento reprimido estalla en sueños.

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