Meditaciones de Marco Aurelio. Marco Aurelio
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Detrás de esta concepción del tiempo y la muerte se percibe con toda nitidez la influencia de Heráclito, uno de los ejes del estoicismo y autor admirado por Marco Aurelio. La lúcida concepción heracliteana de lo real como un torrente fugaz y caduco se encuentra omnipresente en sus Meditaciones. Véase si no esta célebre frase tan cercana al de Éfeso, incluso en las metáforas: «El tiempo de la vida del hombre no es mas que un punto, su esencia fluye, (…) todas las cosas propias del cuerpo son a manera de un río, que siempre corre; las del alma vienen a ser un sueño y poco de humo; la vida una guerra perpetua…» (II.17). Se distancia, sin embargo, de Heráclito en su rechazo a la idea de que el conflicto es intrínseco a la naturaleza. «Es cosa contra la naturaleza que unos a otros nos ofendamos» —afirma— (II.1). Para Marco Aurelio, como en general para todo el estoicismo, la naturaleza es racionalidad y armonía, y todo lo rige y ordena (VII.25), somos los hombres los que nos empeñamos en no adecuarnos a ella. Este es uno de los preceptos más célebres del estoicismo: «vivir según la naturaleza». Una idea que el emperador asume con evidentes dosis metafísicas, en una especie de misticismo cósmico según el cual todo cuanto somos y hacemos en este instante nos remite al gran cosmos al que pertenecemos: «Considera para contigo qué de cosas pasan a cada uno de nosotros en un mismo punto de tiempo indivisible, (…) o, por decirlo mejor, si absolutamente todas las cosas hechas en este singular universo que llamamos mundo se producen al mismo tiempo» (VI.25). La naturaleza es un todo ordenado según una meticulosa racionalidad (logos). Nada sucede al azar. Un orden expresión de la razón y armonía de la divinidad creadora. Para el estoicismo divinidad-naturaleza-logos es una y la misma cosa (de nuevo resonancias heracliteanas). El mundo es el resultado de la providencia divina, nuestro destino está escrito en la propia naturaleza: «No te olvides que lo que te agita y mueve a manera de un títere es una cierta fuerza dentro de ti oculta y reconcentrada» (X.38). Y ese destino, en tanto ajustado a nuestra naturaleza, es percibido por Marco Aurelio como un destino justo: «Todo lo que sucede hay razón para que acontezca» (IV.10). En consecuencia, el mal, en sentido estricto, no existe porque nada de lo que acontece por sí es contrario a la naturaleza. El mal no reside en lo que nos sucede sino en nuestra incapacidad para soportarlo con entereza. Aquí está nuestra fortuna (IV.49) y nuestra humanidad. Los males son sólo aparentes, relativos a nuestra percepción, pues el mal absoluto, metafísico, no existe, no tiene cabida en un mundo regido por la racionalidad. ¡Qué simpatía sentía Descartes por esta idea y sus consecuencias morales!:
Mi tercera máxima —afirmaba— fue procurar siempre vencerme a mí mismo antes que a la fortuna, y alterar mis deseos antes que el orden del mundo, y generalmente acostumbrarme a creer que nada hay que esté enteramente en nuestro poder sino nuestros propios pensamientos.
El célebre precepto de «vivir según la naturaleza» —procedente, por cierto, de la ética cínica, otro de los referentes de la Stoa— adquiere desde aquí todo su significado: obedecer a la razón universal inscrita en cada ser. La aceptación de nuestro destino, fundada sobre la vinculación inexorable del hombre al universo, constituye una de las ideas nucleares de la moral estoica y, en consecuencia, de Marco Aurelio.
El hombre, a diferencia de los animales, está dotado de inteligencia (nous), que nos permite descubrir ese designio, ese logos inscrito en la naturaleza. La inteligencia es nuestro principio rector, un elemento divino que los dioses han legado a los hombres en exclusiva. Marco Aurelio alude en numerosas ocasiones a este principio rector, expresión con que los estoicos identifican al alma racional humana y a su capacidad para comprender nuestros actos, discernir su conveniencia y controlar los impulsos negativos. Es patente el desprecio de Marco Aurelio por todo lo corporal, legado, obviamente de Platón: «Desprecia tu cuerpo, que es tan sólo sangre, unos huesecillos y un tejido de nervios, de pequeñas venas y de arterias» (II.2). En palabras de Epícteto, que asume el emperador: «Tú, alma mía, no haces más que llevar sobre ti un cadáver» (IV.41). El alma debe ser purificada de lo sensible. Ceder al deleite o a la turbación es humillar su grandeza. «¡Si llegaras alguna vez, oh alma mía, a ser buena, sencilla, uniforme, sin rebozo y más patente a los ojos de todos que ese cuerpo de que estás vestida!» (X.1) Platón omnipresente.
El principio rector, núcleo del alma racional humana, es tan poderoso que el estoicismo fundamenta en él todo bien y toda verdad, negando la necesidad de volcarnos en el exterior. El logos universal está en nosotros. «Busca en tu interior. Dentro de ti está la fuente del bien, que puede manar de continuo si profundizas en ella» (VII.59). El corolario inevitable a esta exhortación con claras resonancias místicas es el repliegue hacia el interior que protagonizó la filosofía estoica, y que Marco Antonio llevó hasta sus últimas consecuencias: la virtud como refugio, como esa ciudadela interior (para utilizar la afortunada expresión de Pierre Hadot), donde hallar la paz en este conflicto sin pausa que es la vida.
Una de las máximas más reiteradas de Epícteto, que hace suya Marco Aurelio, es la que aconseja apartarnos de lo que no depende de nosotros. Y ello porque el bien se dice únicamente respecto de lo que está en nuestra mano, pero también porque lo externo en nada nos afecta. Hay aquí un argumento terapéutico (X.3): no debemos temer a ningún acontecimiento puesto que si sucede de tal forma que puedas naturalmente soportarlo, no te turbará; pero si sucede lo contrario, tampoco te irrites, porque nada podrás hacer. Si logramos comprender esto actuaremos en consecuencia: soportando todo acontecimiento, aceptándolo como algo inevitable. Es absurdo rebelarse o irritarse contra lo que no depende de nosotros. La ataraxia (o imperturbabilidad) estoica está servida: «Ser semejante —nos aconseja— a un promontorio contra quien las olas de la mar se estrellan de continuo y él se mantiene inmóvil» (IV.49). Y en sintonía con esa ataraxia también la autarquía (o autonomía), —ambas de raíz cínica— como requisito de toda virtud y de toda eudaimonía (felicidad): «Es mendigo el que precisa de otro y que en sí mismo no tiene todo cuanto es útil para la vida» (IV.29). Este desprecio de lo externo rige tanto para los bienes (riquezas, placeres, honores, etc.), como para los males (la muerte, las enfermedades, los temores, los insultos, etc.).
Su vida fue más la vida de un asceta que la de un emperador, austero en su vestimenta, sencillo en sus costumbres: «Mira bien, no te transformes en César de pies a cabeza, ni te revistas de este carácter de soberanía y majestad, como suele suceder» (VI.30). ¿Quién diría que rubrica estas palabras un emperador? Era frugal al extremo en su dieta (a penas una vez al día y un poco de triaca que le proporcionaba Galeno), y con escasas horas de sueño iniciaba el nuevo día. Consérvate, pues, en un aire de simplicidad, de bondad, de entereza, de gravedad, de seriedad.
Conviene, no obstante, puntualizar al este respecto que la ataraxia no comporta una actitud insensible, algo de lo que con cierta frecuencia se ha acusado al estoicismo. Séneca respondía indignado que ninguna escuela sentía mayor amor por la humanidad, no tendría mérito soportar con valentía aquello que no se siente.
Para Marco Aurelio la virtud es el único fruto verdadero de nuestro paso por la tierra (VI.30). No hay para el sabio mayor desdicha que la incoherencia moral (de nuevo, Sócrates en el horizonte). Una coherencia que Marco Aurelio siempre asoció al bien común. La búsqueda del bien común y la participación en sociedad se hayan para él inscritas en la ley natural que a todos nos gobierna y justifica nuestra integración en el cosmos. Formamos parte de un todo, por ello, lo que me conviene a mí conviene a todos, y viceversa. «Lo que tiene el primer lugar en la condición humana es lo que mira a la común sociedad» (VII.55) —afirma—. «Hemos nacido para ayudarnos mutuamente» (2.1). Por ello, para él, la virtud suprema es la justicia (XI.10), como para Platón, aunque para este emanaba de la ley y para Marco Aurelio de la propia naturaleza. En ella se resumen todas las demás y de ella dependen. Virtudes estoicas que él persiguió denodadamente como la prudencia, la magnanimidad, la reflexión, la veracidad, el sentido comunitario, la condescendencia, la imperturbabilidad, la mesura, la fortaleza, la decencia, la libertad, la valentía, la autosuficiencia, la disciplina… Un auténtico decálogo moral, base de una triple preceptiva: frente a