26 años de esclavitud. Beatriz Carolina Peña Núñez
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Por ventura, duplicados y versiones preliminares de la documentación referente a Miranda se encuentran hoy en la mencionada colección John Tabor Kempe, MS 344, The New-York Historical Society. Estas existencias posibilitan a través del cotejo completar las secciones destruidas de los papeles en Albany y reconocer gran parte de los escritos desaparecidos en el siniestro del capitolio. Asimismo, dan cuenta parcial de los dos procesos legales sucesivos del pleito mirandino que se abordarán en algunas partes de este libro. Por otra parte, que la única copia de la declaración jurada de Sarah van Ranst se localice entre los New York Colonial Council Papers en los archivos de Albany demuestra que el abogado de los Van Ranst produjo evidencias que no llegaron al despacho de William Kempe, defensor del neogranadino.15
Otra fuente para el estudio del caso de Juan Miranda es la forma abreviada de las actas (Calendar of Council Minutes, 1668-1783) del Consejo de la Colonia de Nueva York, publicadas en 1902, feliz y oportunamente, nueve años antes del incendio de 1911 del capitolio estatal. Las entradas de este Calendario de actas se caracterizan por su concisión; por tanto, no explicitan las decisiones tomadas por la junta gubernamental, pero registran las fechas en las que se debatió el expediente de Juan Miranda. Estos datos son muy útiles porque muchas veces ni los duplicados ni los bocetos de la documentación en la New-York Historical Society ofrecen las fechas de elaboración, usualmente por el carácter preliminar de estos, ni tampoco aparecen en los escritos de los New York State Archives, por los efectos devastadores del fuego en los folios. Además, el Calendario de actas indica si hubo alguna resolución temporal o definitiva del caso, cuya sustancia se puede deducir, en general, a partir de la documentación que el abogado defensor produjo, y de los argumentos esgrimidos en esta, luego de la correspondiente reunión gubernamental. Para la última fase del litigio de Juan Miranda, se obtendrá información esquemática del tomo manuscrito The New York State Supreme Court of Judicature Minute Books, 1757-1760, que también se conserva en los fondos de los New York State Archives, en Albany (apéndice 3). Finalmente, relativo al pleito, a eventos históricos y como recurso clave para obtener datos biográficos de los personajes involucrados en la historia de Miranda, se citarán periódicos dieciochescos de Nueva York, Filadelfia, Boston, Londres, Edimburgo, entre otros.
Regresemos a aquella primera consideración del caso de Juan Miranda. Se puede leer una porción de la orden, que el gobernador y el Consejo de la Colonia de Nueva York emitieron en el Fuerte George el 25 de agosto de 1755, al término de una de las dos copias de la instancia que se halla en los archivos estatales en Albany. Primero, como fundamento de la decisión, el escrito resume la historia de Miranda expuesta en la solicitud. Desafortunadamente, de la parte final que incluye en sí la orden del gobernador y su consejo apenas se leen un par de frases y algunas palabras. Un fragmento indica que se le dieron diez días a Sarah van Ranst para hacer algo.16 Este dato, no obstante, se aclara gracias a un documento redactado en el último tercio de 1758, en el que, entre los puntos generales de la evolución del caso, William Kempe precisa que se le había asignado el plazo de diez días a Sarah van Ranst, contados a partir de que esta recibiera copia del petitorio, para demostrar por qué Miranda “no debía ser liberado”;17 es decir, en esencia, tendría que mostrar el contrato de compraventa del adolescente como esclavo. Solo así se determinó, entonces, que la viuda podría contradecir la historia del neogranadino.
Los Van Ranst no presentaron el comprobante de compra, ni libertaron a Miranda. Aferrados a la posesión del sujeto que consideraban su propiedad, entraron de frente en el litigio que, por la porfía de la viuda y del mayor de sus hijos, por un lado, y la firmeza de Miranda y del oficial que lo apoyaba, por el otro, se hizo largo y accidentado, traspasando situaciones insospechadas, para desembocar en una resolución incierta. Los detalles del pleito, derivados de la documentación, y los contextos diversos en los que se desarrollaron los hechos de la vida de Miranda, desde el origen de su desgracia, ofrecen la oportunidad de estudiar tanto las prácticas ilegales que lo convirtieron en esclavo en Nueva York como los recursos y las estrategias legales de la reclamación de libertad del cartagenero. Asimismo, el caso nos obliga a investigar los aspectos históricos que posibilitaron el apresamiento del adolescente en el primer tercio del siglo XVIII, en la costa de lo que hoy es Venezuela, el traslado a Curazao, la prisión en esta isla neerlandesa, el secuestro marítimo y terrestre, y la transformación del muchacho en un cuerpo de contrabando, en mercancía transferible y, finalmente, en esclavo.
Pensando en los estudios económicos sobre la Hispanoamérica colonial y, en particular, en el desafío de la indagación, en fuentes de primera mano, de las actividades clandestinas en el Caribe en el siglo XVIII, Demetrio Ramos afirmó que “quizá lo más difícil de conseguir es la historia de la actividad marginal, la del comercio de contrabando o ilícito”. Argumentó que, como “el desembarco de mercancías, la venta y distribución se hacían” de manera subrepticia, “no cabe pensar en repositorios que con sus datos estén a la espera del investigador, sino en documentación muy difusa, siempre incompleta, originada por distintos motivos, como las capturas del alijo, el apresamiento de comprometidos, las denuncias, los informes y demás instrumentos que forzosamente hay que considerar como incidentales”. La historia de Juan Miranda, cercenada y fragmentada, según la ofrecen los archivos, entre otras razones, por la naturaleza formularia y abreviada de los instrumentos legales, constituye ese accidente documental de reclamación, queja y denuncia que abre la brecha para indagar actividades ocultas de los guardacostas y los corsarios (barcos con licencia oficial para detener buques de naciones enemigas y confiscar sus navíos y cargamentos),18 de los mercaderes y de las comunidades cómplices en los circuitos coloniales americanos del siglo XVIII.
Ramos recalca las limitaciones del investigador del trajín ilegal, pues no “cabe pensar que esos datos completos puedan obrar en los Archivos de los países que generaron el comercio ilícito, porque, en la mayoría de los casos, se hurtaban a cualquier investigación”.19 Sin reducir este libro ni los acaecimientos de su protagonista a los temas del corso y del contrabando humano, la idea central que deseo extraer de Ramos es la de los escollos para ubicar materiales primarios que permitan el estudio de actividades fraudulentas. Gerardo Vivas Pineda también expresa una idea muy similar en relación con los actos ilícitos de los corsarios de la Compañía Guipuzcoana de Caracas: “Es conveniente recordar las dificultades de estudiar la ilegalidad por la falta de pruebas sistemáticas y por los mecanismos de ocultamiento desarrollados por sus protagonistas”.20 Desde este ángulo, el expediente de Miranda constituye un conjunto de valor extraordinario, pese a que, por su naturaleza oficial, los papeles acallan los pensamientos y sentimientos del individuo historiado y atenúan la brutalidad de los sucesos que lo involucraron.
Un asunto en primer plano es la centralidad de la raza, un constructo histórico-social del orden colonial, en la clasificación degradada de los sujetos de piel oscura, categorización que, a su vez, se ha empleado para racionalizar los actos de dominación y violencia más exacerbados que se puedan ejercer sobre un individuo. María Elena Martínez afirma que el investigador debe afanarse con vigor para “tratar los esquemas clasificatorios no solo como abstracciones, sino como sistemas de poder con efectos múltiples en las vidas y en los cuerpos”.21 En este sentido, el caso de Miranda nos sitúa en la cuestión más vasta de la presencia forzada, en las colonias británicas de América, de negros, mulatos e indígenas capturados por barcos corsarios en el Caribe y convertidos en esclavos, sin importar sus testimonios ni protestas de ser hombres libres y vasallos del rey de España. La Nueva York del siglo XVIII los llamó Spanish Negroes, o negros españoles; y sobre ellos la mayoría de la población blanca sumaba prejuicios y temores que recargaban aquellos que ya los hacía percibir al individuo de origen africano no como un ser humano, sino, en palabras del secuestrado y esclavizado Solomon Northup, como “un bien personal, una mera propiedad viva, no mejor, excepto en valor, que su mula o perro”.22 Por proceder de los territorios españoles, de antemano, se les consideraba hostiles; y sobre todo en tiempos de guerra declarada entre Gran Bretaña