La educación sentimental. Gustave Flaubert
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La educación sentimental
La educación sentimental (1869) Gustave Flaubert
Editorial Cõ
Leemos Contigo Editorial S.A.S. de C.V.
Edición: Febrero 2022
Imagen de portada: Rawpixel
Traducción: Ricardo García
Prohibida la reproducción parcial o total sin la autorización escrita del editor.
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Primera parte
I
El 15 de septiembre de 1840, a eso de las diez de la mañana, el Ciudad de Montereau, próximo a partir, lanzaba grandes torbellinos de humo en el muelle de Saint-Bernard.
La gente llegaba agitada; los toneles, las maromas y las cestas de ropa blanca entorpecían la circulación; los marineros no contestaban a nadie; los pasajeros chocaban entre sí; de entre los dos cabrestantes de cubierta emergían los bultos, y el alboroto humano se confundía con el silbar del vapor que, escapando por las válvulas, lo envolvía todo en una nube blanquecina, mientras la campana de proa resonaba sin cesar.
Por fin el buque partió, y las dos riberas, flanqueadas por almacenes, arsenales y fábricas, desfilaron como dos largas cintas que se desenrollan.
Un joven de dieciocho años, melenudo y sosteniendo un álbum bajo el brazo, permanecía inmóvil junto al timón. A través de la neblina contemplaba los campanarios y edificios cuyos nombres desconocía; abrazó después, en ojeada postrera, la isla de Saint-Louis, la Cité, Nôtre-Dame; luego, una vez desvanecido París, lanzó un prolongado suspiro.
Frédéric Moreau, recién graduado de bachiller, regresaba a Nogentsur-Seine, donde vegetaría los dos meses siguientes, antes de comenzar la carrera de leyes. Su madre lo había enviado con el dinero justo a El Havre para que viera a un tío, de quien aguardaba que su hijo fuese heredero; Frédéric volvió de allí la víspera, lamentando no poder permanecer en la capital, y regresó a su ciudad por el camino más largo.
El alboroto empezó a ceder; todos ocupaban sus respectivos puestos; algunos, de pie, se calentaban en torno de la máquina, y la chimenea, con lento y acompasado estertor, despedía un negro penacho de humo; algunas gotas de rocío resbalaban por los tubos de cobre; el puente se sacudía por una sutil vibración interna, y las dos ruedas, girando con rapidez, removían el agua.
Playas arenosas circundaban el río; de cuando en cuando encontraban armadías meciéndose al embate de las olas, o bien, en una pequeña barca, a un hombre sentado, pescando; luego, las errantes brumas se esfumaron, salió el sol, y poco a poco se fue hundiendo en la colina que seguía la corriente del Sena por la margen derecha, surgiendo otra, más cercana, en la orilla opuesta. La coronaban algunos árboles, entre achatados edificios de tejados estilo italiano, con jardines en declive, divididos por tapias nuevas, verjas de hierro, céspedes, templados invernaderos y macetas de geranios, espaciados simétricamente en terrazas con sus correspondientes barandillas. Más de uno, al divisar aquellas coquetas y apacibles viviendas, deseaba ser su dueño para vivir en ellas hasta el fin de sus días, con una buena mesa de billar, una chalupa, una mujer o cualquier otra cosa deseada. El placer enteramente nuevo de una excursión marítima facilitaba las expansiones; iniciaban ya las bromas de los más desenvueltos; muchos cantaban y bebían; la alegría era de todos; entonces, el vino hizo su aparición.
Frédéric pensaba en la habitación que ocuparía abajo, en el plan de un drama, en temas para cuadros, en futuras pasiones. Le parecía que la felicidad a que era acreedor por las excelencias de su persona, se retrasaba demasiado. Declamó melancólicos versos; iba por el puente con rápido andar, y así llegó hasta la punta, por el lado de la campana, viendo allí, en un grupo de pasajeros y marineros, a un señor diciéndole galanterías a una aldeana, a la vez que jugueteaba con la cruz de oro que ella lucía en el pecho. Era un hombre bien parecido, de unos cuarenta años y de hirsuta cabellera. Le ceñía el recio busto una chaqueta de terciopelo negro; en su camisa de batista brillaban dos esmeraldas, y su amplio pantalón blanco caía sobre unas rojizas y extrañas botas de piel de Rusia, adornadas con dibujos azules.
No se inmutó con la presencia de Frédéric; incluso, con frecuencia se volvía hacia él y le dirigía interrogadores guiños; después repartió cigarros entre los que le rodeaban; pero hastiado, sin duda, de aquel auditorio, se fue más lejos, y Frédéric le siguió.
En un principio, la charla trató sobre las diversas clases de tabaco, y luego, claro está, sobre las mujeres. El señor de las botas rojizas aconsejó al joven, exponiéndole sus teorías; le narraba anécdotas y se ponía a sí mismo como ejemplo, todo con un tono paternal y una ingenua corrupción que resultaba divertidísima.
Era republicano, había viajado y conocía la intimidad de teatros, restaurantes y periódicos, y a todos los artistas célebres, a quienes llamaba familiarmente por su nombre. Frédéric no tardó en confiarle sus proyectos, y él le animó, interrumpiéndose al momento para observar el tubo de la chimenea, mascullando muy aprisa un largo cálculo para saber "cuánto, cada golpe de pistón, a tantas veces por minuto, debía, etcétera". Y una vez resuelto el problema, se entregó a la contemplación del paisaje, afirmando que se tenía por feliz al verse libre de los negocios.
Frédéric sentía por él cierto respeto, y no pudo sustraerse al impulso de saber su nombre, a lo que el desconocido accedió, diciéndole de un tirón:
—Jacques Arnoux, propietario de L'Art Industriel, bulevar Montmartre.
Un criado, con gorra galoneada de oro, vino a decirle:
—¿Quisiera hacer el favor de bajar el señor? La señorita está llorando.
Al oír esto desapareció.
L'Art Industriel era un establecimiento híbrido, que explotaba a un mismo tiempo el negocio de cuadros y una revista de arte. Frédéric había leído con mucha frecuencia aquel título en el escaparate de la librería de su rincón provinciano, en enormes carteles en los que aparecía, muy llamativamente por cierto, el nombre de Jacques Arnoux.
El sol caía a plomo, arrancando reflejos a las ferradas gavias de los mástiles, a las chapas del empalletado y a la superficie del agua, que se partía en dos surcos por la parte de proa, extendiéndose hasta el borde mismo de la pradera.
A cada recodo el río ofrecía el mismo panorama de álamos blancos. La campiña estaba completamente desierta; en el cielo había unas blancas e inmóviles nubecillas, y el aburrimiento, que vagamente se infiltraba, parecía amortiguar el deslizarse del buque, a la vez que daba un más insignificante aspecto al talante de los pasajeros.
A excepción de algunos ricachones que viajaban en primera, todos los demás eran obreros y tenderos, con sus hijos y mujeres. Como existía entonces la costumbre de viajar vestidos con lo peor, casi todos llevaban viejos casquetes griegos o sombreros desteñidos, trajes negros y raquíticos, raídos por el continuo roce con el mostrador, o levitas cuyos forrados botones, por el exceso de uso, aparecían al descubierto; acá y allá algún chaleco de lana dejaba ver una camisa de algodón con lamparones de café; se veían alfileres de similor en corbatas hechas jirones, trabillas cosidas que