La educación sentimental. Gustave Flaubert
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"¿Dónde estará ella ahora?" pensaba el joven.
La diligencia avanzaba, dando tumbos, y ella, envuelta en el chal, apoyaba, adormecida, su hermosa cabeza en el respaldo del asiento.
Subían a sus dormitorios, cuando un mozo de El Cisne de la Cruz le entregó una esquela.
—¿Qué sucede? preguntó ella.
—Deslauriers, que me necesita —respondió.
—¡Ah!, tu camarada –repuso la señora Moreau con sarcástica sonrisa—. ¡En verdad ha elegido bien la hora!
Frédéric vacilaba; pero pudo más la amistad, y cogió su sombrero.
—Al menos, no estés mucho tiempo —le dijo su madre.
II
El padre de Charles Deslauriers, un viejo capitán de infantería retirado en 1818, volvió a Nogent para casarse, y con el dinero de la dote compró una plaza de procurador que apenas si le daba para vivir.
Agriado por las continuadas injusticias, resintiendo sus añejas heridas y echando de menos al emperador, desahogaba con los más cercanos sus arranques de cólera. Pocos muchachos habían sido más golpeados que su hijo; pero el pillete, a pesar de los golpes, continuaba en lo mismo. Cuando la madre trataba de interponerse, salía tan maltratada como el chico. Por último, el capitán le colocó en su despacho, teniéndole durante todo el día inclinado sobre un pupitre copiando documentos, por lo que el hombro derecho se desarrolló más que el otro.
En 1833, a instancias del señor presidente, el capitán vendió su bufete. Su mujer murió de cáncer. El se fue a vivir a Dijon, estableciéndose a poco como corredor de quintos en Troyes, y habiendo obtenido una media beca para Charles, le inscribió en el colegio de Sens, donde Frédéric le conoció de nuevo. Pero el uno tenía doce años y el otro quince; además, mil diferencias de carácter y de origen los separaban.
Frédéric guardaba en su cómoda toda suerte de provisiones y finos utensilios y, entre otros, un estuche de aseo. Le gustaba levantarse tarde, contemplar a las golondrinas, leer obras teatrales y, echando de menos las comodidades de su casa, la vida del colegio le parecía penosa.
En cambio, el hijo del procurador la tenía por buena, y trabajaba tanto, que al segundo año estudiaba ya las asignaturas del tercero. Sin embargo, a causa de su pobreza o de su carácter pendenciero, le rodeaba una sorda malevolencia. Cierta vez, cuando un criado le llamó, en plena clase "hijo de mendigo", se abalanzó sobre su cuello, y lo hubiera estrangulado, de no ser por la oportuna intervención de tres jefes de estudios. Frédéric, lleno de admiración, lo estrechó entre sus brazos. A partir de ese día, la intimidad fue completa. Tener el afecto de un mayor lisonjeó, sin duda, la vanidad del muchacho, y el otro aceptó como una felicidad aquella adhesión que se le ofrecía.
Durante las vacaciones, el padre lo dejaba en el colegio. Una traducción de Platón, que la casualidad puso en sus manos, lo llenó de entusiasmo y le sembró la afición por los estudios metafísicos, en los que hizo rápidos progresos, pues a ellos se entregó con juveniles arranques y con el orgullo de una inteligencia emancipada. Jouffroy, Cousin, Laromiguière, Malebranche, los Escoceses, todo cuanto la biblioteca contenía, pasó por sus manos; inclusive llegó a sustraer la llave para procurarse libros.
Las distracciones de Frédéric eran menos serias. Dibujó en la calle de Trois-Rois la genealogía de Cristo, esculpida en un pilar de madera, y luego el pórtico de la catedral. Después de los dramas de la Edad Media, la emprendió con las Memorias, leyendo las de Froissart, Comines, Pierre de l'Estoile y Brantôme.
Las imágenes que esas lecturas producían en su espíritu le dominaban de tal manera que se sentía empujado a reproducirlas. Ambicionaba ser un día el Walter Scott de Francia. Deslauriers, por su parte, meditaba sobre un vasto sistema filosófico que tuviera las más amplias aplicaciones.
De todo esto hablaban durante las horas de recreo, en el patio, frente a la inscripción moral que se leía bajo el reloj, y cuchicheaban sobre lo mismo en la capilla, delante de San Luis; luego soñaban con eso en el dormitorio, desde el que se dominaba un cementerio. Los días de paseo se rezagaban para seguir charlando interminablemente.
Hablaban de lo que harían más adelante, cuando salieran del colegio. En primer término, emprenderían un largo viaje con el dinero que Frédéric recibiría a cuenta de la fortuna que había de heredar al llegar a la mayoría de edad. Luego volverían a París, trabajarían juntos y no se separarían, y, para descanso de sus afanes, tendrían amores con princesas en gabinetes de raso o resplandecientes orgías con cortesanas célebres. Transitaban del entusiasmo a la duda, cayendo en silencios profundos después de su alegre verbosismo.
En los atardeceres estivales, tras largas caminatas por los pedregosos caminos que bordeaban los viñedos, o por las carreteras, a través de los campos, cuando los trigales ondulaban al sol y se diluían en el aire los perfumes de angélica, los sobrecogía una especie de sofocación y se echaban boca arriba, aturdidos, embriagados. Los demás, en mangas de camisa, jugaban a la barra o echaban las cometas. El celador los llamaba, y todos emprendían el regreso por los jardines atravesados por arroyuelos, después cruzaban los bulevares, ensombrecidos por los antiguos muros; sus pasos resonaban en las calles desiertas; la verja se abría, subían las escaleras y se quedaban tristes, como en una especie de resaca, al pensar en las pasadas expansiones. Según el prefecto del colegio, los dos jóvenes se exaltaban mutuamente: sin embargo, si Frédéric llegó a trabajar en las clases superiores, ello fue debido a las exhortaciones de su amigo; por eso, durante las vacaciones de 1837, lo invitó a casa de su madre.
A la señora Moreau no le agradó el joven: comía excesivamente, se negaba a ir a misa los domingos y tenía ideas republicanas. Por último, ella creyó descubrir que había llevado a su hijo a lugares deshonestos.
Decidió vigilar esa relación, lo que no hizo sino acrecentar la amistad entre ellos. Al año siguiente, cuando Deslauriers abandonó el colegio para estudiar Derecho en París, la despedida de los dos amigos fue dolorosa. Frédéric pensaba reunirse con él. Hacía dos años que no se veían; cuando acabaron de abrazarse, se dirigieron al puente para platicar a sus anchas.
El padre de Deslauriers, que tenía por entonces un billar en Villenauxe, enrojeció de cólera cuando su hijo le pidió cuentas de su tutela, llegando al extremo de negarle, en absoluto, la comida. Pero como Deslauriers pretendía para más adelante una cátedra de profesor en la escuela y carecía de dinero, aceptó un puesto de oficial en casa de un procurador. A fuerza de privaciones ahorraría cuatro mil francos, y, en caso de no obtener nada de la herencia materna, siempre podría trabajar libremente durante tres años, en espera de hacerse una posición.
Era preciso, pues, dejar de lado su antiguo proyecto de vivir juntos en la capital, al menos por el momento.
Frédéric inclinó la cabeza. Aquél era el primero de sus sueños que se desvanecía.
—Consuélate —dijo el hijo del capitán—: la vida es larga y somos jóvenes. Ya me reuniré contigo. No pienses más en eso.
Y estrechándole las manos, le preguntó por las incidencias de su viaje, para distraerlo.
Frédéric no tenía mucho que contar. Pero ante el recuerdo de la señora Arnoux su pesadumbre se desvaneció. Sin embargo, por pudor, no habló de ella, y sí, en cambio y muy extensamente, del marido, refiriendo sus ideas, sus modales y sus relaciones;