La educación sentimental. Gustave Flaubert

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La educación sentimental - Gustave Flaubert Clásicos

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a la industria, atento siempre a lo que se decía en los despachos y metido en toda suerte de negocios, al acecho de las oportunidades, sutil como un griego y dedicado como buen auverniano, por lo que logró amasar una considerable fortuna; además, era miembro de la Legión de Honor y del Consejo General del Aube, diputado, y con el tiempo llegaría a Par de Francia; complaciente, por lo demás, asediaba al ministro con sus continuadas peticiones de apoyos, cruces y estancos, y, en sus ataques al poder, se inclinaba siempre al centro izquierda. Su mujer, la linda señora Dambreuse, cuyo nombre aparecía en los periódicos de modas, presidía las reuniones de caridad. Halagando a las duquesas, apaciguaba los rencores de la nobleza y hacía creer a todos que su marido podría aún arrepentirse y prestarles buenos servicios.

      Frédéric se encaminó a aquella casa, sumamente turbado. "Debí haberme puesto frac. ¿y si me invitan al baile de la próxima semana?

      ¿Qué irán a decirme?" Recuperó el aplomo al pensar que el señor Dambreuse no era más que un ricachón, y saltó con gallardía de su coche a la acera de la calle de Anjou.

      Tras empujar una de las dos puertas cocheras, atravesó el patio, subió la escalinata y penetró en un vestíbulo con piso de mármol de color.

      Una doble y recta escalera, con alfombra roja y varillas de bronce se apoyaba en las altas paredes de brillante estuco; al pie de la escalera se veía un plátano cuyas anchas hojas caían sobre el terciopelo del pasamanos; de dos candelabros de bronce pendían unos globos de porcelana, merced a unas cadenillas; los radiadores de los abiertos caloríferos exhalaban un bochornoso hálito, y sólo se oía el tic-tac de un enorme reloj, al otro extremo del vestíbulo, bajo una panoplia.

      Sonó un timbre y apareció un criado, que condujo a Frédéric a una salita en la que se veían dos arcones con los compartimientos llenos de legajos, y entre uno y otro arcón estaba el señor Dambreuse, en el escritorio de su despacho, escribiendo.

      Pasó la vista por la carta del tío Roque, rasgó con su cortaplumas la tela que envolvía los papeles y los examinó.

      De lejos, y debido a sus pocas carnes y corta estatura, parecía más joven; pero sus escasos y blancos cabellos, sus miembros débiles y, sobre todo, la notable palidez de su rostro, descubrían el desgaste provocado por el paso del tiempo. Sin embargo, en sus ojos verdes, más fríos que si fueran de cristal, brillaba una despiadada energía. Tenía los pómulos salientes y nudosas articulaciones en las manos.

      Levantándose, dirigió al joven algunas preguntas sobre personas que ambos conocían, sobre Nogent, y luego sobre sus estudios; por último, inclinándose, se despidió. Frédéric salió por otro pasillo y fue a dar al patio, junto a las cocheras.

      Un carruaje azul, tirado por un caballo negro, estaba parado al pie de la escalinata. Se abrió la portezuela; una señora subió, y el coche empezó a rodar sobre la grava, con un ruido apagado.

      Frédéric llegó al mismo tiempo a la puerta de la cochera, por el lado opuesto, y como el espacio no era suficiente, tuvo que esperar. La joven mujer, asomada a la ventanilla, hablaba en voz baja con el portero. Frédéric sólo le veía la espalda cubierta con un manto morado, entreteniéndose en examinar el interior del carruaje, forrado de reps azul, con pasamanerías y calados de seda; el vestido de la dama lo llenaba todo; de aquel acojinado transporte emanaba un perfume de iris y una vaga sensación de elegancia femenina. El cochero aflojó las bridas; el caballo arrancó, rozando bruscamente el guardacantón, y todos desaparecieron.

      Frédéric regresó a pie por los bulevares, lamentándose de no haber podido ver más detenidamente a la señora Dambreuse.

      Un poco más allá de la calle Montmartre, el paso de unos carruajes le detuvo y le hizo volver la cabeza, y entonces pudo ver, del otro lado, una placa de mármol que decía:

      JACQUES ARNOUX

      ¿Cómo no había pensado antes en ella? La culpa era de Deslauriers; se dirigió hacia la tienda, pero no entró: esperaba a que ella apareciera.

      Las altas y transparentes vitrinas ofrecían a las miradas curiosas, merced a una hábil disposición, estatuillas, dibujos, grabados, catálogos, algunos números de L'Art Industriel, y los precios de la suscripción se repetían sobre la puerta, adornada con las iniciales del editor. De las paredes colgaban enormes cuadros, abrillantados por el barniz, y allá, al fondo, dos estantes repletos de porcelanas, bronces y atractivas curiosidades; los separaba una escalerilla rematada por una cortina de alfombra; y una araña antigua de Sajonia más una alfombra verde en el suelo, y una mesa labrada, daban al interior una apariencia de gabinete, más que de tienda.

      Frédéric fingió examinar los dibujos, y, tras infinitas vacilaciones, entró por fin.

      Un dependiente le dijo que el dueño no vendría "al almacén" sino a las cinco; pero que si deseaba dejarle un recado...

      —No; volveré - replicó Frédéric suavemente.

      Los días siguientes se dedicó a buscar alojamiento, decidiéndose por una habitación amueblada en el segundo piso de un hotel de la calle de Saint-Hyacinthe.

      Con un cartapacio nuevo bajo el brazo, se dirigió a la apertura del curso. Trescientos jóvenes sin sombrero llenaban un anfiteatro en el que un anciano con toga roja disertaba con monótona voz, mientras se oía el rasguear de las plumas en el papel. Volvía a encontrar en aquella sala el polvoriento olor de las clases, una cátedra igual a las que ya conocía, un fastidio idéntico. Durante quince días continuó asistiendo; pero aún no llegaba al artículo tercero cuando decidió abandonar el Código Civil, dejando la Instituta en la Summa divisio personarum.

      Los goces que se había prometido no llegaban, y cuando hubo agotado los libros de un gabinete de lectura recorrió las salas del Louvre, y asistió con frecuencia al teatro, cayendo a menudo en la más insondable ociosidad.

      Mil nuevos motivos aumentaban su tristeza. Tenía necesidad de contar su ropa blanca y aguantar al portero un patán con pinta de enfermero--, que todas las mañanas subía, gruñendo y apestando a alcohol, a hacerle la cama. Su habitación, adornada con un reloj de alabastro en la pared, le desagradaba, y como los tabiques eran delgados, estaba obligado a oír a los estudiantes vecinos hacer ponches, cantar y reír.

      Cansado de aquella soledad, buscó a uno de sus antiguos camaradas, llamado Baptiste Martinon; dio con él en una modesta casa de huéspedes de la calle Saint-Jacques, empollando sus códigos ante un buen fuego. Frente a él, una mujer en bata zurcía calcetines.

      Martinon era lo que se llama un guapo mozo: alto, mofletudo, de facciones regulares y azules ojos saltones; su padre, un rico labrador, lo dedicaba a la magistratura, y queriendo aparentar seriedad, usaba barba cortada en forma de collar.

      Como el malestar de Frédéric no tenía una causa justificada y tampoco podía alegar desgracia alguna, Martino no podía explicarse aquellas lamentaciones sobre la vida. Iba todas las mañanas a la Escuela, se paseaba luego por el Luxemburgo; por la noche tomaba media taza de café, y con sus mil quinientos francos anuales y el cariño de aquella obrera se sentía perfectamente dichoso.

      "¡Qué dicha!", pensó Frédéric para sí.

      En la Escuela conoció al señor de Cisy, hijo de una buena familia y que por sus delicados modales parecía una señorita.

      El señor de Cisy se dedicaba al dibujo y sentía predilección por el arte gótico. Varias veces fueron juntos a Sainte-Chapelle y Nôtre-Dame, pero bajo la distinción de aquel noble mozo se ocultaba una mediocre inteligencia. Todo le sorprendía; se reía de cualquier cosa, era tal su

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