La educación sentimental. Gustave Flaubert
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Estaba sentada, en mitad del banco, completamente sola; al menos él no distinguió a nadie; deslumbrado, sin duda, por el resplandor en que aquellos ojos le envolvieron. A punto de cruzar Frédéric, ella levantó la cabeza y él, involuntariamente, inclinó la suya; pero apenas la dejó atrás, se volvió para mirarla. Cubría su cabeza un amplio sombrero de paja, adornado con cintas color rosa que se estremecían, detrás de ella, agitadas por el aire. Los negros bandós de sus cabellos, que llegaban muy abajo, rozando la extremidad de sus grandes cejas, parecían oprimir amorosamente el óvalo de su rostro. Su traje, de muselina clara con lunarcitos, le caía en numerosos pliegues. Se ocupaba en bordar algo, y su recta nariz, su barbilla, toda su persona se destacaba en el azulado fondo del ambiente.
Como ella se mantenía en su prístina actitud, el joven dio varias vueltas en diferentes sentidos para disimular su propósito; después se colocó muy cerca de la sombrilla de ella, recargada en el banco, y fingió observar el deslizarse de una chalupa por el río.
Jamás había visto él un cutis moreno de semejante esplendor, un talle tan seductor, ni manos tan finas como aquellas, que la luz atravesaba. Absorto, veía como algo extraordinario su cestillo de labor.
¿Cuáles eran su nombre, su domicilio, su vida, su pasado? Ansiaba conocer los muebles de su casa, cuantos vestidos hubiera usado, cuantas personas hubiesen tenido trato con ella; hasta el deseo de la posesión carnal desaparecía en un deseo más profundo, en una casi dolorosa curiosidad que carecía de limites.
En eso se presentó una negra, tocada con un pañuelo, llevando de la mano a una niña, ya crecidita, con los ojos llenos de lágrimas, que acababa de despertar; la cogió y la puso sobre sus rodillas.
—La señorita, aunque está por cumplir los siete años, no se ha portado bien; su madre ya no la va a querer; está demasiado mimada.
Y Frédéric, al oír tales cosas, se regocijó como si hubiera hecho un gran descubrimiento o una valiosa adquisición.
La suponía de origen andaluz, acaso criolla. ¿Habría traído de las islas a aquella negra?
A espaldas de la joven, sobre la metálica borda, se veía un largo chal a rayas color violeta. ¡Cuántas veces, en medio del mar y durante las húmedas noches, debió envolver en él su torso, cubrir sus plantas y dormir a su abrigo! El chal, arrastrado por el peso de los flecos, se iba deslizando, poco a poco, hacia el agua. Frédéric, de un salto, lo atrapó.
– Se lo agradezco mucho, caballero –dijo ella.
Y las miradas de una y otro se encontraron.
—¿Estás lista, mujer? —exclamó el señor Arnoux, apareciendo en lo alto de la escalera.
La señorita Marthe corrió hacia él y se colgó de su cuello, mientras le tiraba de los bigotes. En eso se oyó el son de un arpa y la niña mostró deseos de oírla; el arpista, conducido por la negra, penetró en el camarote. Arnoux, al reconocer en él a un antiguo modelo, comenzó a tutearlo, lo que sorprendió a los presentes. Por fin, el arpista, echándose hacia atrás los cabellos y estirando los brazos, comenzó a tocar.
Era una romanza oriental en la que salían a relucir puñales, flores y estrellas. El hombre andrajoso cantaba con una voz penetrante; los resoplidos de la máquina interrumpían la melodía y rompían el compás; él punteaba con más fuerza, las cuerdas vibraban y sus sones metálicos parecían exhalar sollozos y quejumbres como de un altivo y destrozado amor. Los bosques ribereños, del uno y del otro lado, se inclinaban sobre el agua; soplaba una fresca brisa; la señora Arnoux hundía sus ojos en la lejanía, y al cesar la música parpadeó repetidas veces, como si saliera de un sueño.
El arpista se aproximó a ellos humildemente. Mientras Arnoux buscaba dinero en sus bolsillos, Frédéric alargó hacia la gorra su mano cerrada y, abriéndola pudorosamente, depositó en ella un luis de oro.
Y no era, ciertamente, la vanidad lo que lo empujaba a dar semejante limosna delante de ella, sino un pensamiento, en el que la asociaba, bendita, con un cordial y casi religioso arranque.
Arnoux, mostrándole el camino, lo invitó cordialmente a almorzar con ellos; pero Frédéric respondió que acababa de hacerlo, siendo que se moría de hambre; en realidad, ya no le quedaba ni un céntimo en los bolsillos.
Después pensó que, como cualquier otro, tenía derecho a permanecer en el comedor.
En torno de las redondas mesas comían algunos burgueses, y un camarero iba y venía; los señores Arnoux se hallaban en un extremo, a la derecha; Frédéric, cogiendo un periódico que encontró allí, se sentó en el largo diván de terciopelo.
Los Arnoux debían tomar la diligencia de Chalons en Montereau; su viaje a Suiza duraría un mes. La señora Arnoux censuraba a su marido por lo consentida que tenía a la niña. Alguna gracia debió de haberle dicho al oído, porque ella sonrió; luego, el señor Arnoux se volvió y corrió la cortina de la ventana que estaba a sus espaldas.
El techo, bajo y completamente blanco, despedía un fuerte resplandor. Frédéric, de frente, distinguía la sombra de sus pestañas: ella humedecía los labios en una copa, al tiempo que deshacía entre sus dedos un trozo de pan. El medallón de lapislázuli, sujeto a su muñeca por una cadena de oro, chocaba de vez en cuando con su plato. No obstante, los que estaban allí no parecían darse cuenta.
A veces se veía deslizarse por el tragaluz el flanco de un bote que se acercaba al barco para tomar o dejar pasajeros. Los que se hallaban en torno de las mesas, inclinándose hacia los tragaluces, decían los nombres de los lugares ribereños.
Arnoux se quejaba de la cocina, y al recibir la cuenta protestó muchísimo, y consiguió que la rebajaran. Luego condujo al joven hasta la proa para beber grogs; pero Frédéric se volvió pronto a la toldilla, en la que otra vez estaba la señora Arnoux, leyendo un librito de cubierta gris. A ratos, las comisuras de su boca se distendían y un relámpago de placer iluminaba su frente. Frédéric sintió celos de quien escribió esas cosas que tanto parecían agradarle. Y mientras más la contemplaba, más y más abismos sentía abrirse entre ella y él, pensando que dentro de muy poco tendría que abandonarla irrevocablemente, sin ni siquiera haber cambiado una palabra con ella, ni dejarle un mínimo recuerdo.
Una llanura se extendía a la derecha; a la izquierda, un herbazal, que iba a morir suavemente en una colina en la que se percibían viñedos, nogales, un molino, entre el verdor, y más allá, algunos senderos zigzagueando por la blanca roca que rozaba los confines celestes. ¡Qué dicha sería subir juntos y rodear con el brazo su cintura, mientras su falda arrastraría las amarillentas hojas, y escuchar su voz bajo la luminosa caricia de sus ojos! El buque podía detenerse y ellos descender, y sin embargo esto tan sencillo no era más fácil que cambiar el curso del Sol.
Un poco más lejos se veía un castillo de puntiagudo tejado y cuadradas torrecillas. Un parterre de flores se extendía ante la fachada, y las avenidas se hundían bajo los altos tilos, semejantes a ennegrecidas bóvedas. Frédéric la imaginó paseando entre