La educación sentimental. Gustave Flaubert
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"¿Irá a hablarme por fin?" se preguntaba.
El tiempo apremiaba. ¿Cómo hacerse invitar a la casa de los Arnoux? No se le ocurrió nada mejor que invitarlo a observar el cuadro del otoño, diciendo:
—¡Dentro de nada vendrá el invierno, la estación de los bailes y los banquetes!
Pero el señor Arnoux estaba completamente concentrado en los equipajes. Entonces vieron la costa de Surville; los dos puentes se aproximaban; bordearon una cordelería, y luego apareció una fila de achatadas casas; en la parte de abajo se veían marmitas de brea y trozos de madera, y los chiquillos corrían y jugaban en la arena, dando saltos. Frédéric, al reconocer a un hombre con camisa, le gritó:
–¡Aprisa!
Estaban por llegar. Frédéric buscó a Arnoux entre los pasajeros y cuando, a duras penas, logró dar con él, Arnoux dedicó al joven un apretón de manos y estas palabras:
—Tanto gusto, mi querido señor.
Una vez en el muelle, Frédéric volvió la vista atrás. La vio, de pie junto al timón. Le envió una mirada en la que intentaba poner toda su alma; pero ella permaneció inmóvil, como si nada hubiera ocurrido.
Luego, él, sin contestar los saludos de su criado, le dijo:
—¿Por qué no trajiste el coche hasta aquí?
El buen hombre se disculpó.
—Qué torpe! ¡Dame dinero!
Y se dirigió a una fonda para comer.
Un cuarto de hora después sintió la comezón de entrar, como al acaso, en el patio de las diligencias; quizá podría verla aún. "¿Y para qué?, se dijo.
Partió en el coche. Uno de los dos caballos que tiraban de éste no era de su madre; ella se lo había pedido prestado al señor Chambrion, el recaudador, para engancharlo con el suyo. Isidore había salido la víspera y descansado en Bray hasta el anochecer, durmiendo en Montereau; de modo que probablemente a eso se debiera la agilidad de las bestias, que trotaban alegremente, descansadas.
Los segados campos se extendían hasta perderse de vista. Dos hileras de árboles bordeaban el camino; los montones de grava se sucedían, y, poco a poco, Villeneuve-Saint-Georges, Ablon, Châtillon, Corbeil, su viaje todo, en una palabra, se le vino a la memoria, surgiendo claramente, al punto que podía distinguir en aquel momento detalles nuevos y más íntimas particularidades; por debajo del último volante de su vestido veía el pie de ella, calzado con menuda bota de seda color castaño; el toldo de cotí formaba un amplio dosel alrededor de su cabeza, con unas borlas rojas que se estremecían incesantemente al soplo de la brisa.
Se parecía a las protagonistas de los libros románticos. Él hubiera preferido no quitar ni añadir nada a ese personaje. De pronto, parecía que el universo se ensanchaba ante él; ella era como el punto luminoso en el que convergían todas las cosas, y, mecido por el vaivén del coche, los párpados a medio cerrar y la mirada perdida en las nubes, se entregaba a una infinita y placentera ensoñación.
En Bray ni siquiera aguardó a que los caballos tomaran el pienso, se fue, completamente solo, carretera adelante. Recordando que Arnoux la había llamado "Marie", gritó este nombre a voz en cuello. Su voz se perdió en el aire.
Al poniente, una ancha franja púrpura inflamaba el cielo. Las grandes ruedas del molino, que emergían en medio de los rastrojos, proyectaban gigantescas sombras. A lo lejos se oyó ladrar a un perro en una granja. Frédéric se estremeció, presa de una inexplicable inquietud.
Una vez alcanzado por Isidore, subió al pescante para guiar. Su agotamiento se había desvanecido; estaba decidido a entrar, como fuera, a la casa de los Arnoux y a intimar con ellos. Su casa debía de ser agradable, pensaba, y además Arnoux le simpatizaba; luego, ¿quién sabe? En tal punto, la sangre le encendió el rostro y le zumbaron las sienes. Hizo tronar el látigo, sacudió las bridas y era tal la carrera de los caballos, que el anciano cochero repetía:
—¡Despacio! ¡Más despacio, que los va a reventar!
Frédéric, calmándose poco a poco, acabó por escuchar al criado.
El señorito era esperado con notable impaciencia. La señorita Louise había llorado porque quería venir en el coche.
—¿Quién es la señorita Louise? —preguntó Frédéric.
—La hija del señor Roque.
—¡Ah, claro!, no me acordaba —repuso, con aire indiferente.
Entre tanto, los caballos avanzaban a trompicones y no podían más.
Estaban a punto de dar las nueve en Saint-Laurent, cuando Frédéric llegó a la Plaza de Armas, ante la casa materna: una casa espaciosa, con un jardín que daba al campo, haciendo parecer aún más importante a la señora Moreau, la persona más respetada de aquellos lugares. Procedía de una noble y antigua estirpe, extinguida ya. Su marido —un plebeyo con quien sus padres la casaron— había muerto, de una estocada, durante su embarazo, dejándole una considerable fortuna. Recibía visitas tres veces por semana y de vez en vez daba un banquete; no obstante, en su casa todo era pesado y medido de antemano, y siempre aguardaba con impaciencia el cobro de sus rentas. Tal estrechez, que ocultaba como si se tratase de un vicio, ensombrecía su carácter. Su virtud, sin embargo, se ejercitaba de continuo, sin amargura ni alarde. Sus pequeñas limosnas parecían grandes obras de caridad. Se le consultaba sobre la elección de criados, la educación de los jóvenes, el arte de hacer dulces, y, en las visitas pastorales, monseñor se hospedaba en su casa.
La señora Moreau alimentaba una gran ambición respecto a su hijo, de aquí que no fuera de su agrado, debido a una especie de anticipada prudencia, oír censuras contra el Gobierno. En un principio, el muchacho necesitaría protección; pero más adelante, y merced a sus cualidades, bien podría llegar a consejero de Estado, embajador o ministro. Sus triunfos en el colegio de Sens —donde había obtenido el premio de honor— justificaban su orgullo.
Cuando entró en el salón todos se levantaron alborotadamente y lo abrazaron, formando un amplio círculo con sillas y butacas, un amplio corro en torno de la chimenea. Inmediatamente, el señor Gamblin preguntó su opinión sobre el caso de la señora Lafarge, acusada de envenenar a su marido. Ese proceso y el furor que desató en aquella época dio lugar a una fuerte discusión, que la señora Moreau contuvo, muy a pesar, sin embargo, del señor Gamblin, quien la consideraba muy útil para el joven, como futuro jurista que era; aquél, disgustado con tal medida, abandonó el salón.
¡No era de sorprender semejante actitud en un amigo del tío Roque! A propósito del tío, se dijo que el señor Dambreuse acababa de adquirir la propiedad de la Fortelle. Pero el recaudador se había llevado aparte a Frédéric para saber lo que pensaba de la última obra de Guizot. Todos deseaban informarse de sus asuntos, y la señora Benoit supo aprovecharse hábilmente de ello para preguntar por su tío. ¿Cómo le iba a aquel bendito pariente? Hacía tiempo que no sabía de él; ¿no tenía en América un primo lejano?
Al anunciar la cocinera que la sopa del señor estaba servida, todos se retiraron discretamente. Luego, y una vez solos, la madre le dijo en voz baja:
—¿Tienes