La educación sentimental. Gustave Flaubert

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La educación sentimental - Gustave Flaubert Clásicos

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pues, no era posible con nadie; de modo que continuaba aguardando la invitación de los Dambreuse.

      En Año Nuevo les envió su tarjeta, sin que ellos correspondieran.

      Había vuelto otra vez por L'Art Industriel. Reincidió una tercera, y, por fin, vio a Arnoux, discutiendo con cinco o seis personas, y apenas si contestó a su saludo, lo que molestó a Frédéric; pero ello no fue suficiente motivo para que renunciara a buscar el medio de acercarse a ella.

      En un principio se le ocurrió presentarse con frecuencia por allí para comprar cuadros. Luego pensó en depositar en el buzón del periódico, como medio de relacionarse, algunos artículos " muy fuertes"

      ¿Sería más conveniente, acaso, ir directo a su objetivo y declarar su amor? Escribió entonces una carta de doce páginas, llena de apóstrofes y líricos arranques; pero luego la rompió y, atemorizado por el fra-

      caso, nada hizo ni intentó nada más.

      Arriba de la tienda de Arnoux había tres ventanas, que se iluminaban todas las noches. Tras de aquéllas se deslizaban algunas sombras: una sobre todo le atraía; sin duda era la de ella. Frédéric recorría una larga distancia sólo para contemplar esas ventanas y aquella sombra.

      La negra que llevaba una muchachita de la mano, y con quien tropezó un día en las Tullerías, le recordó a la negra de la señora Arnoux; ella debía ir por allí, como las demás. Cuantas veces atravesaba las Tullerías, el corazón le latía fuerte, con la esperanza de encontrarla. Los días soleados continuaba su paseo hasta el final de los Campos Elíseos.

      Mujeres indolentemente reclinadas en los asientos de sus calesas, con sus velos flotando al aire, desfilaban junto a él, al andar firme de sus caballos, con un insensible balanceo que hacía crujir las charoladas capotas. Había cada vez más coches, y a partir del Rond-Point acortaban el paso, cubriendo toda la avenida. Avanzaban crin a crin; los faroles junto a los faroles; los estribos de acero, las barbadas de plata, las hebillas de cobre, lanzaban luminosas chispas, entre los cortos calzones, los guantes blancos y las pieles que caían sobre el blasón de las portezuelas.

      Frédéric se sentía como perdido en un mundo lejano. Su mirada iba de una cabeza femenina a otra, y vagas semejanzas hacían surgir en su memoria el recuerdo de la señora Arnoux. Se la imaginaba allí, entre las demás, en uno de esos carruajes parecidos al de la señora Dambreuse.

      El Sol se ponía y el frío viento levantaba torbellinos de polvo. Los cocheros hundían la barbilla en sus corbatas, las ruedas giraban más aprisa y el pavimento rechinaba; a lo largo del paseo, todos los vehículos descendían al vivo trote de sus caballos, rozándose, adelantándose, apartándose los unos de los otros y dispersándose, al fin, en la plaza de la Concordia. Más allá de las Tullerías, el cielo se tornaba pizarroso; los árboles del jardín, de violáceas copas, formaban dos masas enormes; se encendían los faroles de gas, y el Sena, verdoso en toda su extensión, se deshacía en burbujas de plata contra los pilares de los puentes.

      Iba a cenar, en un restaurante de la calle del Harpe, con su abono de dos francos por cubierto.

      Miraba desdeñosamente el viejo mostrador de caoba, las manchadas servilletas, los cubiertos grasientos y los sombreros colgados de la pared. Todos los que estaban a su alrededor eran estudiantes, como él, y hablaban de sus profesores y de sus amantes. ¡Con lo que le importaban a él los profesores! En cuanto a las amantes, ¿las tenía él acaso?

      Para no presenciar el alborozo estudiantil, llegaba lo más tarde posible.

      Todas las mesas estaban cubiertas de sobras. Los dos camareros, cansados ya, dormían en algún rincón, y un olor a cocina, a petróleo y a tabaco llenaba el desierto salón.

      Después subía lentamente por las calles. Los reverberos de los faroles se mecían, haciendo temblar en el encharcado piso largos y amarillentos reflejos. Bajo los paraguas y por el borde de las aceras se deslizaban algunas sombras con paraguas. El pavimento estaba sucio y pegajoso, la bruma caía y se le antojaba que las húmedas tinieblas que lo envolvían, bajaban para hundirse indefinidamente en su corazón.

      Embargado por las penas, volvió a sus clases; pero le costaba trabajo comprender incluso las cosas más sencillas.

      Se puso a escribir una novela, que tituló Silvio, el hijo del pescador.

      La trama se desarrollaba en Venecia, y el héroe era él mismo; la protagonista era la señora Arnoux, a quien llamaba Antonia. Para conseguirla, asesinaba a varios nobles, incendiaba una parte de la ciudad y cantaba bajo su balcón, donde, al soplo de la brisa, se estremecían las rojas cortinas de damasco del bulevar Montmartre. Las excesivas reminiscencias que descubrió en aquel relato lo desalentaron; se detuvo allí y su ociosidad aumentó.

      Entonces suplicó a Deslauriers que viniera a compartir su habitación. Ya se las arreglarían para vivir con su pensión de dos mil francos; cualquier cosa era preferible a esa vida intolerable. Pero Deslauriers aún no podía abandonar Troyes; sin embargo, lo animaba a distraerse y a que entablara relaciones con Senecal.

      Senecal era pasante de matemáticas; un hombre de carácter firme e ideas republicanas; un futuro Saint-Just, según Deslauriers. Tres veces fue Frédéric a visitarlo al quinto piso donde vivía; pero como no corespondió a una sola sus visitas, no volvió más.

      Quiso divertirse, y fue a los bailes de la Opera. Pero ya en la puerta, ante la algarabía, desbarajuste, la sangre se le helaba. Además, la escasez de dinero le contenía y atemorizaba, imaginándose que la cena con una mascarita suponía gastos considerables y que aquello era para él demasiada aventura.

      Sin embargo, se creía digno de que le amaran. A veces despertaba, el corazón lleno de esperanza, se vestía con sumo cuidado, arreglándose como para una cita, y daba interminables paseos por París. Ante cada mujer que caminaba frente a él o con la que se cruzaba, se decía: "¡Es ella!; así, sufría a cada paso una nueva decepción. El recuerdo de la señora Arnoux fortalecía la avidez de su deseo. Acaso la hallaría en su camino; se imaginaba, para llegar a ella, complicados e imprevistos trances, y extraordinarios peligros, de los que él la salvaría.

      De este modo se deslizaban los días, repitiendo los mismos actos y enfrentando idénticos fastidios. Hojeaba folletos bajo las arcadas del Odeón; iba a leer la Revue des Deux Mondes en el café; entraba en un aula del Colegio de Francia para oír, durante una hora, una lección de chino o de Economía política. Todas las semanas escribía extensamente a Deslauriers; comía de vez en cuando con Martinon, y a veces visitaba al señor de Cisy. Finalmente, alquiló un piano y compuso algunos valses.

      Una noche, en el teatro del Palais-Royal, divisó a Arnoux junto a una mujer en un palco de proscenio. ¿Sería ella? La pantalla de tafetán verde, al borde del palco, le tapaba el rostro; se alzó el telón y la pantalla descendió. Era una mujer alta, como de treinta años, ajada y de gruesos labios, que al reír descubrían una espléndida dentadura. Charlaba familiarmente con Arnoux, dándole en la mano golpecitos con su abanico. Después, una jovencita rubia, de párpados ligeramente enrojecidos, como si acabara de llorar, se sentó entre ellos. Desde ese momento, Arnoux permaneció inclinado sobre su hombro, diciéndole cosas a las que ella no contestaba. Frédéric se esforzaba por descubrir la condición de aquellas mujeres, modestamente vestidas con trajes oscuros de cuellos lisos y bajos.

      Al terminar el espectáculo, se precipitó a los pasillos, llenos de gente. Arnoux, delante de él, descendía lentamente por la escalera, del brazo de las dos mujeres.

      De pronto, un mechero de gas se encendió. Llevaba un crespón negro en el sombrero. ¿Acaso ella había muerto? La

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