La educación sentimental. Gustave Flaubert
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Detenido desde hacía algunos minutos en la esquina de la calle de Saint-Jacques, abandonó la caja que llevaba para echarse sobre el policía, y una vez que lo tuvo debajo, le cubrió de puñetazos el rostro.
Acudieron los camaradas del esbirro; pero aquel terrible muchachote era tan fuerte, que necesitaba por lo menos cuatro hombres para reducirle. Dos le sacudían por el cuello, otros dos le jalaban de los brazos, un quinto le daba rodillazos en los riñones y todos le llamaban bandido, asesino, sedicioso. Y él, con el pecho al desnudo y el traje hecho trizas, protestaba de su inocencia: no había podido ver con sangre fría que maltrataran a un niño.
—Me llamo Dussardier y estoy colocado en la mercería de los señores Valincart hermanos, que están establecidos en la calle de Cléry.
¿Dónde está mi caja? ¡Quiero mi caja! —y repetía—: Dussardier.. calle de Cléry. ¡Mi caja!
Se apaciguó, sin embargo, dejándose conducir estoicamente a la comisaría de la calle Descartes. Una oleada de público le siguió. Frédéric y el joven del bigote le iban inmediatamente a la zaga, llenos de admiración hacia él e indignados por los abusos de la fuerza pública.
A medida que avanzaban iba decreciendo la muchedumbre.
Los polizontes, de vez en cuando, se volvían con ceño feroz; los alborotadores y los curiosos, como ya no tenían nada que hacer los unos, ni que presenciar los otros, se iban dispersando lentamente. Los transeúntes, al cruzar, quedábanse mirando a Dussardier y se entregaban a toda suerte de ultrajantes comentarios. Una anciana, de pie en su puerta, llegó a decir que había robado un pan; semejante injusticia aumentó la irritación de los dos amigos. Por fin llegaron a la Comisaría; sólo quedaban unas veinte personas; la vista de las fuerzas fue bastante para dispersarlas.
Frédéric y su compañero reclamaron valerosamente al que acababan de encerrar en un calabozo. Un policía les amenazó, si insistían, con encerrarlos a ellos también. Preguntaron por el comisario y dieron a conocer su nombre y su condición de estudiantes de Derecho, afirmando que el detenido era un camarada.
Se les hizo entrar en un cuarto, completamente desmantelado, con cuatro banquetas a lo largo de las enyesadas y ennegrecidas paredes.
Allá, en el fondo, se abrió un ventanillo, y por él surgió la robusta cabeza de Dussardier, que vagamente recordaba a la de un perro, con su revuelta pelambrera, sus diminutos y francos ojos y su nariz de punta cuadrada.
—¿No te acuerdas de nosotros? —dijo Hussonnet, que era el apellido del joven del bigote.
—Pero... —balbuceó Dussardier.
—No te hagas más el tonto —repuso el otro—; ya saben que eres, como nosotros, estudiante de Derecho.
Pero a pesar de los guiños que le hacían, Dussardier no adivinaba nada.
Pareció reflexionar y de pronto preguntó:
—¿Han encontrado mi caja?
Frédéric, desalentado, levantó los ojos, y Hussonnet repuso:
—¡Ah!, tu caja, en la que guardabas tus apuntes de clase. Sí, sí; tranquilízate.
Y redoblaron su pantomima. Dussardier se dio cuenta al fin de su salvadora intención, y, temiendo comprometerlos, no dijo una palabra.
Además, sentía una especie de vergüenza viéndose elevado a la categoría de estudiante y al nivel de aquellos jóvenes de manos tan blancas.
—¿Deseas que le llevemos algún recado a alguien? —preguntó Frédéric.
—No, gracias.
—¿Ni a tu familia?
El pobre mancebo, que era hospiciano, bajó la cabeza sin responder. Este silencio llenó de asombro a los dos amigos.
—¿Tienes tabaco? —insistió Frédéric.
El dependiente se palpó los bolsillos y sacó del fondo de uno de ellos los restos de una pipa, una hermosa pipa de espuma de mar, con depósito de madera negra, tapadera de plata y boquilla de ámbar. Hacía tres años que estaba dedicado a hacer de ella una obra maestra y se cuidaba mucho de tener el depósito constantemente encerrado en una funda de gamuza, de fumar con la mayor lentitud posible, de no dejarla jamás sobre el mármol y de colgarla todas las noches a la cabecera de su lecho. Y ahora se veían los despojos de ella entre sus manos, cuyas uñas sangraban, y, boquiabierto, hundida en el pecho la barbilla y con las pupilas fijas, contemplaba con ojos de inefable tristeza aquellos restos de su alegría.
—Si le diésemos unos cigarrillos, ¿eh? —dijo Hussonnet en voz baja, haciendo ademán de buscarlos.
Pero Frédéric había puesto ya en el borde del ventanillo una petaca llena.
—¡Toma! ¡Adiós, y mucho ánimo!
Dussardier se abalanzó a las dos manos que se le tendían y, estrechándolas frenéticamente y con la voz entrecortada por los sollozos, dijo:
—¿Cómo? A mí!... A mí!
Y los dos amigos, para libertarse de las muestras de su gratitud, escaparon, dirigiéndose juntos, para almorzar, al café Tabourey, delante del Luxemburgo.
Mientras partían el bistec, Hussonnet le dijo a su compañero que escribía en los periódicos de moda y que redactaba los reclamos para L'Art Industriel.
—¿En casa de Jacques Arnoux? - dijo Frédéric.
—¿Le conoce usted?
—Sí... no... es decir, lo he visto... me lo he encontrado..
Y negligentemente preguntó a su amigo si veía algunas veces a la señora Arnoux.
—De vez en cuando —repuso el bohemio.
Frédéric no se atrevió a seguir haciéndole preguntas; aquel hombre venía a ocupar un lugar importantísimo en su vida. Pagó la cuenta del almuerzo, sin que el otro, por su parte, hiciera la menor protesta.
La simpatía era mutua; se ofrecieron sus casas, y Hussonnet se ofreció cordialmente a acompañarle hasta la calle de Fleurus.
Se hallaban en medio del jardín, cuando el empleado de Arnoux, conteniendo la respiración y haciendo un rarísimo mohín con el rostro, se puso a cacarear, y al punto todos los gallos de los alrededores le respondieron con prolongados quiquiriquíes.
—Es una señal —dijo Hussonnet.
Se detuvieron junto al teatro Bobino, delante de una casa a la que se llegaba por una alameda. En el tragaluz de una buhardilla, por entre capuchinas y olorosos guisantes, se asomó una joven, destocada y en corsé, apoyando los brazos en el borde del canalón.
—Buenos días, ángel mío; buenos días, monina —dijo Hussonnet enviándole besos.