La educación sentimental. Gustave Flaubert

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La educación sentimental - Gustave Flaubert Clásicos

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que el dependiente repuso:

      –Pues muy bien.

      Frédéric añadió, palideciendo:

      —¿Y la señora?

      —También.

      Frédéric se olvidó de llevarse el grabado.

      Terminó el invierno. En la primavera estuvo menos triste; se preparó para los exámenes, y una vez que hubo aprobado, con mediano éxito, partió en seguida para Nogent.

      Con el fin de evitar las observaciones de su madre, no fue a Troyes a visitar a su amigo. Después, a su vuelta, abandonó su antiguo alojamiento, y tomó y amuebló un departamento de dos habitaciones en el muelle Napoleón. Había perdido la esperanza de ser invitado por los Dambreuse, y su inmensa pasión por la señora Arnoux comenzaba a extinguirse.

      IV

      Una mañana del mes de diciembre, al dirigirse a clase de derecho procesal, creyó notar en la calle Saint-Jacques más animación que de ordinario. Los estudiantes salían precipitadamente de los cafés, o, por las ventanas abiertas, se llamaban de una casa a otra; los tenderos, en mitad de las aceras, miraban con inquietud; se cerraban los postigos, y ya en la calle de Soufflot notó, en torno del Panteón, una enorme y alborotada concurrencia.

      Algunos mozalbetes, en desiguales grupos de cinco a doce, se paseaban cogidos del brazo, acercándose a otros grupos más numerosos que se percibían acá o allá; al fondo de la plaza, contra las rejas, unos hombres de blusa peroraban, mientras que algunos agentes de policía, con el tricornio ladeado y las manos atrás, iban y venían a lo largo de las fachadas, haciendo resonar bajo sus recias botas el enlosado. Todos tenían un aire de misterio y asombro; era obvio que algo aguardaban; todos los labios contenían una interrogación.

      Frédéric se hallaba junto a un joven rubio, de simpático rostro, con bigote y perilla como un cortesano de la época de Luis XIII, a quien preguntó la causa del desorden.

      —No sé nada repuso el interrogado, y ellos tampoco. ¡Es la moda! Vaya farsa!

      Y se echó a reír.

      Las peticiones para la reforma, que hacían firmar en la Guardia Nacional, unidas al empadronamiento Humann, y a otros acontecimientos, producían en París, desde hacía seis meses, inexplicables tumultos, y se renovaban con tal frecuencia, que los periódicos no se ocupaban ya de ellos.

      —Esto no tiene gracia ni color prosiguió el vecino de Frédéric—. ¡Deduzco de esto, señor, que hemos degenerado! En los buenos tiempos de Luis XI, y aun de Benjamin Constant, había más rebeldía entre los escolares. Me parecen pacíficos como borregos, estúpidos como calabazas y muy apropiados para ser tenderos, ¡voto a Dios! ¡Y a esto llaman la juventud de las escuelas!

      Y abrió mucho los brazos, como Frédérick Lemaître en Robert Macaire:

      —Juventud de las escuelas, yo te bendigo!

      A continuación se dirigió a un trapero que buscaba entre un montón de conchas de ostras, junto al guardacantón de una taberna:

      —¿Tú también perteneces a la juventud escolar?

      El anciano levantó su horrible cara; en medio de una barba gris, se descubría una nariz roja y unos avinados y estúpidos ojos.

      —No; tú más bien me pareces uno de esos hombres de rostro patibulario que se ven, en diversos grupos, sembrando oro a manos llenas... ¡Oh, siembra, patriarca, siembra! ¡Corrómpeme con los tesoros de Albión!

      Are you English? ¡Yo no rehúso los regalos de Artajerjes! Hablemos un poco sobre la unión aduanera.

      Frédéric sintió que alguien le tocaba en el hombro y se volvió. Era Martino, extraordinariamente pálido.

      —Bueno... —dijo, lanzando un gran suspiro—. ¡Otro motín!

      Tenía miedo de verse comprometido y se lamentaba. Sobre todo, los hombres de blusa, en quienes veía a miembros de sociedades secretas, le causaban inquietud.

      ¿Pero es que existen sociedades secretas? —dijo el bigotudo—.

      ¡Ése es un viejo rumor que el Gobierno usa para asustar a los burgueses!

      Martinon le instó a hablar más quedo, por miedo a la policía.

      —Pero ¿usted aún cree en la policía? Después de todo, ¿cómo sabe si no seré yo mismo un soplón?

      Y le miró de tal modo, que Martinon —tan inquieto estaba— no se dio cuenta, en un principio, de la broma. Como la muchedumbre los empujaba, se vieron forzados a resguardarse en la escalinata que conducía, por un pasillo, al nuevo anfiteatro.

      La turba se abrió paso y muchos se descubrieron, saludando al ilustre profesor Samuel Rondelot, quien, envuelto en su pesada levita, agitaba en el aire sus gafas de plata, resoplando, a causa del asma, mientras avanzaba con paso tranquilo para dar su clase. Aquel hombre era una de las glorias jurídicas del siglo XIx, el rival de los Zachariae y de los Ruhdorff. Su reciente dignidad de par de Francia no había modificado sus costumbres. Se sabía que era pobre, y todos lo respetaban.

      Mientras tanto, al fondo de la plaza, algunos gritaron:

      —Abajo Guizot!

      —¡Abajo Pritchard!

      —¡Abajo los vendidos!

      —¡Abajo Luis Felipe!

      La muchedumbre se arremolinó, y apretujándose contra la puerta del patio, que estaba cerrada, impedía al profesor seguir su camino. Delante de la escalera se detuvo; a poco se le vio en el último de los tres descansillos; quiso hablar, pero los murmullos no dejaban oír su voz. Aunque hacía un rato simpatizaba a todos, en ese momento se le odiaba, pues representaba a la Autoridad. Apenas pretendía hacerse oír, reiniciaban los gritos. Hizo un ademán enérgico, invitando a los estudiantes a seguirle; pero como respuesta recibió un griterío general. Se encogió desdeñosamente de hombros y se perdió en el pasillo. Martinon se había aprovechado de la coyuntura para desaparecer al mismo tiempo.

      —¡Qué cobarde! —dijo Frédéric.

      —Sólo es prudente —replicó el otro.

      La muchedumbre rompió en aplausos; aquella retirada del profesor se convertía en triunfo para ella. Todas las ventanas se llenaron de curiosos. Unos entonaban La Marsellesa, otros proponían ir a casa de Béranger.

      —¡A casa de Lafitte!

      —¡A casa de Chateaubriand!

      —¡A casa de Voltaire! —rugió el joven del bigote rubio.

      Los polizontes trataban de disolver los grupos, diciendo con la mayor dulzura que les era posible:

      —Vamos, señores, circulen; hagan el favor de retirarse.

      Alguien gritó:

      —¡Abajo los matarifes!

      Ésta era una injuria usual desde las

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