Yo fui huérfano. Héctor Rodríguez
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Mientras viajábamos, el director nos comentaba algo de ese viaje y el porqué de la vestimenta que teníamos puesta.
Llegamos casi de noche a la Capital Federal, como aún no conocía bien lo que era esa gran urbe, no sé cómo, pero lo cierto es que, en un momento dado, me encontraba junto con los otros compañeros al costado de la Casa Rosada, donde había gente a montones, gritando consignas de todo tipo.
Desde luego, todos estábamos como despavoridos, jamás habíamos visto una multitud de semejante envergadura.
Cerquita de nosotros había una banda de música que supongo era de alguna fuerza militar, porque estaban uniformados como nosotros, de pronto comenzaron a tocar los instrumentos musicales una especie de marcha que desconocíamos.
Nos pegamos un “cagazo” de aquellos porque el sonido de los tambores, bombos y clarinetes era tan estridente que nos aturdía por completo.
A la Plaza de Mayo, que estaba enfrente de la Casa Rosada, prácticamente no pudimos entrar, era tal la cantidad de gente que había que nos fue imposible penetrar.
De todos modos, el director del Asilo con las celadoras que nos acompañaban, nos iban trasladando, todos tomados de la mano para no perdernos, por distintos pasillos que nunca pude identificar.
Tampoco supe qué “pito” tocábamos nosotros con esos uniformes que teníamos puestos, era un desorden total.
Este suceso lo recuerdo tal como lo he narrado, tiempo más tarde me enteré que se trataba de una fecha muy especial para los trabajadores de todo el país: era el famoso 17 de octubre de 1945.
BREVE SÍNTESIS DE ESTA ETAPA
Si hago un balance de mi vida en estos primeros 6 a 7 años, podría decir que pasaron “sin pena ni gloria”, salvo algunos hechos puntuales, el resto fue pura rutina diaria.
Levantarse, higienizarse (la mayoría de las veces lo hacían las celadoras), desayunar siempre lo mismo – formar fila – jugar en el patio central del pabellón – lavarse las manos – almorzar – dormir la siesta – merendar – jugar – cenar e ir a dormir – al otro día lo mismo – de vez en cuando salíamos a pasear al parque o los eucaliptos chicos y grandes.
Claro, éramos criaturas y no percibíamos esas rutinas, nuestra mentalidad no llegaba para tanto, eso sí, si te portabas mal, o hacías alguna tontería, recibías flor de paliza cada vez que pasaba la celadora al lado nuestro, era inevitable levantar el brazo como para atajarnos de algún posible “sopapo”, nunca sabías por dónde venía el “viandaso”.
Eso nos enseñó a estar alertas y vigilantes contra el “enemigo”.
Una cosa quedó clara, desde que tomamos la primera comunión, era obligatorio ir todos los domingos a misa y comulgar, previa confesión mediante de no hacerlo, implicaba cometer un gran pecado, el famoso “sacrilegio”.
¡Uy, no!… nadie quería que eso ocurriera.
Llegó a tal punto la cosa que una vez, porque me descompuse y estuve largo rato en el baño, me perdí la misa.
La celadora me llevó caminando hasta la iglesia de los franciscanos, que quedaba muy retirado de ahí, para concurrir a la misa de ellos que empezaba más tarde que la nuestra, todo para que yo no cometiera el tan mentado “sacrilegio” por no asistir a la santa misa ese domingo.
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