Yo fui huérfano. Héctor Rodríguez

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Yo fui huérfano - Héctor Rodríguez

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style="font-size:15px;">      En ciertas oportunidades nos llevaban de paseo a distintos lugares del Instituto.

      Íbamos todos agarrados de las manos junto a la celadora para que no nos perdiéramos en el camino.

      La primera vez fuimos por los pasillos internos, conocimos varios pabellones donde había otros chicos, las diversas instalaciones como la gran cocina del Asilo, la enfermería, algunas aulas y llegamos al centro del edificio donde se encontraba la Dirección.

      Me pareció un lugar muy importante por su imponencia, tenía sillones tapizados en cuero marrón, las paredes con grandes cuadros, una estatua en el centro de no sé quién y grandes ventanales que daban hacia los patios internos.

      A lo largo de todo el Instituto corría un pasillo interno larguísimo que comenzaba en una punta y terminaba en la otra conectando todos los pabellones, se cortaba cuando llegaba a la Dirección y continuaba al otro lado.

      Precisamente, del otro lado de la Dirección, continuando por ese pasillo tan largo, siempre en línea recta, se conectaba con otros pabellones, pero fue tan grande mi sorpresa cuando veo a unos niños con pelo largo que no usaban pantalones cortos como nosotros, ya teníamos entre tres y cuatro años y habíamos dejado atrás los bombachones, esos niños usaban pantalones abiertos en la parte de abajo, en realidad eran polleras cortas que les llegaban hasta más abajo de las rodillas, y como siempre de color gris.

      Honestamente yo ignoraba que existía otro sexo, sólo conocía a las celadoras que de por sí no sabía que eran mujeres, yo las observaba como personas gigantes con un culo ancho, guardapolvo blanco y siempre dando órdenes o castigándonos por cualquier pavada.

      Cuando le pregunto a la celadora quiénes eran esos chicos, me responde:

      —¡Callate, mirá para adelante y seguí caminando si no querés que te dé un sopapo!… ¡La puta madre, no podés preguntar nada!… pensé en lo bajito.

      Me la tuve que comer y quedarme con la incógnita.

      En otra oportunidad nos hicieron recorrer el exterior, había un parque enorme en el frente del Asilo con un camino ancho que terminaba justo en frente de la entrada general donde a continuación circulaba la ruta siete y unos metros más allá las vías del ferrocarril Sarmiento.

      Desde ahí, siempre dentro del predio del Asilo, caminamos hacia la izquierda, costeando el alambrado que nos separaba de la ruta, la tarde estaba hermosa, no hacía ni frío ni calor, seguramente era primavera.

      Y nos llevaron hasta un sitio lleno de árboles, la mayoría eucaliptos altísimos.

      Ahí me percaté de que las celadoras llevaban una canasta llena de panes cortados por la mitad y no sé qué en el medio, buscaron un sitio de mucha sombra y nos hicieron sentar en el suelo sobre el pasto.

      Nunca supe qué tenían los panes en el centro..., pero los comí con muchas ganas porque eran riquísimos, era la hora de la merienda.

      Y de bebidas, como siempre, agua.

      A ese lugar donde nos llevaron le decían “los eucaliptos chicos”, porque no tenía demasiados árboles. Más adelante me enteré de que si seguíamos caminando íbamos a llegar a los “eucaliptos grandes”, que de hecho ahí fuimos en otras oportunidades y, por si fuera poco, a continuación, vimos unos edificios y una iglesia que, después me comentaron, pertenecían a los curas franciscanos, esos que usan sandalias y sotana marrón claro.

      No recuerdo que nos hayan llevado a paseos fuera del Asilo, salvo cuando fuimos a Mar del Plata, porque yo tenía muy buena memoria y seguramente me estaría acordando si así fuera.

      LA CAPILLA

      Al final de ese largo pasillo que conocimos, estaba “la iglesia”, ahí le decían “la capilla”, cuando la conocimos por primera vez me pareció inmensa, observaba las estatuas, los bancos reclinables, el altar, una inmensa cruz, algunas velas encendidas y una gran cúpula en el techo.

      Desde luego nosotros todavía no sabíamos nada de religión, sólo mirábamos con asombro todo eso sin saber su significado.

      La cuestión es que en poco tiempo comenzaron a llevarnos a esa capilla, tendríamos cuatro años aproximadamente, ahí estaba un señor con una sotana larga, negra y cuello blanco, cuando comenzó a hablarnos dijo:

      —¡Hijos míos!…

      Yo me quedé boquiabierto, no entendía nada.

      ¿Qué significaba tanta amabilidad, tanta calidez?...

      El lenguaje que empleaban las celadoras con nosotros eran unas bestias, totalmente hostiles y jamás un cariño, nos habíamos acostumbrado a que eso era lo normal.

      El “padre”, así le decíamos a los “curas”, porque esa era la manera con la cual debíamos dirigirnos, comenzó su obra de “evangelizarnos”.

      —¡Aquello que ven allá es una cruz, donde fue crucificado Jesús!…

      —¡Esa otra estatua es la Virgen María, madre de Jesús!…

      —¡El de al lado es José, padre de Jesús!…

      Y así nos iba nombrando a todos los santos.

      Nosotros hasta ahí simplemente escuchábamos y mirábamos todo lo que nos enseñaba, por supuesto estoy simplificando mucho para no hacerlo tan largo.

      Después, en visitas posteriores, la cosa se puso más interesante.

      —¡Ustedes tienen que portarse bien, porque hay un cielo que está lleno de ángeles donde van los niños buenos, un purgatorio donde deben redimir sus pecados y un infierno, que está lleno de fuego, donde van todos los que se portaron muy mal!…

      —Ya eso nos hizo asustar bastante.

      —¡También existe un Dios, todo poderoso, infinitamente sabio y bueno que fue el que creó el universo!…

      —¡Y cuidado, además existe un diablo muy malo que nos incita a pecar para llevarnos al infierno!

      —¡Bueno, bueno!, a partir de aquí nuestras cabecitas comenzaron a imaginar de todo, para peor, las visitas a la capilla se repetían de manera más seguida y eso no hacía más que incrementar nuestros miedos, incertidumbre y qué sé yo cuántas otras cosas.

      —¡No tienen que mentir, decir malas palabras, pegarle a un compañerito!, etc., etc., etc., ¡porque eso es pecado!.

      ¡Uy, entonces nosotros hasta ahí habíamos cometido un montón de pecados! ¿Quién nos iba a salvar del infierno?.

      Por suerte había una solución: era “confesarse”.

      ¡Aaahhh!… menos mal.

      —¡Entonces puedo pecar todo lo que se me antoje, total después me confieso y quedo liberado de culpa y cargo para no ir al infierno, de esa manera me aseguro que al final voy a ir al cielo siempre, ¡sí o sí!…

      —¡Mirá qué vivo que soy!…

      Al menos

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