Yo fui huérfano. Héctor Rodríguez
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El problema era cuando el chico que llamaba había cometido una falta de conducta, que para ellas cualquier travesura merecía un castigo.
—¡Martínez!…
—A éste, directamente lo agarraba de los pelos, le quitaba la ropa, lo tomaba de los dos pies y las manos y lo zambullía en la bañera ahogándolo por varios segundos que se hacían interminables, lo único que podía hacer era patalear desesperadamente porque si gritaba se tragaba toda el agua, mientras escuchaba:
—¡Vas a aprender a portarte bien, desgraciado!…
Cuando alcanzaba a sacar la cabeza del agua, atinaba a gritar…
—¡Me voy a portar bien!
—¡Me voy a portar bien!, qué… gritaba ella y lo volvía a meter debajo del agua.
Cuando volvía a sacarle la cabeza del agua tenía que decir:
—¡Me voy a portar bien, señorita!…
Recién ahí, lo enjabonaba, lavaba y secaba, ponía la ropa y continuaba amenazándolo que volvería a ahogarlo la próxima vez que se portara mal.
Yo recibí dos o tres veces ese castigo y puedo asegurar que no se lo deseo a nadie.
Nunca entendí qué era “portarse mal”; ¿acaso era charlar, reírse, correr, saltar, esconderse, y todas las cosas que hacen los nenes de esa edad?…
Bueno, un rotundo SÍ para las celadoras, eso era considerado “mala conducta”, sólo se podía hacer cuando ellas lo permitieran, así que “cuidadito con portarse mal”, era una desobediencia y como tal merecía un castigo.
Y desde luego, tenían un horario para permitir “jugar” a los chicos, fuera de él, la boca cerradita, nada de muecas y estar sentadito o paradito sin moverse del lugar, esa era la disciplina que nos imponían, así que nos teníamos que acostumbrar, obedecer si no queríamos ligar una paliza.
LA VESTIMENTA
Era habitual que cada fin de semana nos cambiaran la ropa que, por supuesto, estaba toda sucia y hasta en algunos casos rota, nos arrastrábamos mucho por el suelo a la hora de jugar.
La ropa consistía siempre en un calzoncillo, remerita, un bombachón que nos cubría desde el cuello, los brazos, hasta entremedio de las piernas y ahí se abrochaba con un par de botones, era de color verde claro a rayas verticales, todos iguales, parecíamos mini presidiarios.
En invierno nos agregaban una tricota gruesa, generalmente de color gris, algo así como un pulóver con cuello alto que se doblaba para afuera haciendo las veces de bufanda, los días muy fríos, temblábamos como una hoja porque esa tricota no era suficiente para abrigarnos.
Entrábamos en calor cuando corríamos y jugábamos a cualquier cosa, pero también, a la hora de tener que “portarse bien “, es decir, no moverse, estar paraditos en fila india y encima en el patio de afuera, la verdad, nos “cagábamos de frío”, y las muy “turras” (las celadoras), ni mu. Había que bancársela y sin chistar.
JUEGOS INFANTILES
De vez en cuando venían maestras jardineras que nos enseñaban diversos juegos infantiles, nos sentaban en el suelo uno al lado del otro formando una media luna, y ella se colocaba enfrente de todos y nos explicaba en qué consistía el juego.
¡Ustedes tienen que seguir mis movimientos, yo voy a imitar que estoy tocando el piano, después el acordeón, la flauta y así una serie de instrumentos musicales o cualquier otro movimiento con los brazos!...
¡Aquél que se equivoque tendrá una “prenda”, o sea una falta, a las tres prendas sale del ruedo hasta que quede el último que es el ganador!...
Los movimientos eran acompañados por una canción que cantaba ella y que nosotros también teníamos que aprenderla, en realidad era muy fácil y decía así:
“al don, al don, al don pirulero, cada cual, cada cual, atiende su juego, el que no, el que no, una prenda tendrá”, que se repetía constantemente mientras la maestra cambiaba con sus brazos el tipo de instrumento musical.
Había que estar muy atentos para no equivocarse y era bastante entretenido, por lo menos para nuestra edad, algo así como tres a cuatro años, pero muchos se equivocaban y, como es lógico, a las tres “prendas” quedaban afuera.
En realidad, este juego resultaba bastante competitivo entre nosotros porque incentivaba la rivalidad y superioridad, yo estaba entre los últimos que quedaban afuera, porque prestaba muchísima atención a los movimientos que hacía la maestra, me llevaba de pica entre otros dos que eran unos “bestias” en jugar, muy pocas veces llegué a ganar; no había premios, sólo una simple felicitación, eso nos bastaba.
Otro de los juegos era “el rango y mida”, que consistía en hacer una fila india, inclinando la cintura con las manos tocando el piso y separados un metro aproximadamente uno de otro, el primero se paraba y empezaba a saltar arriba de cada uno hasta el final, ahí volvía a inclinarse mientras el segundo hacía lo mismo y así hasta el último, no recuerdo bien cómo finalizaba el juego.
También jugábamos a las escondidas, a la mancha simple y a la mancha venenosa y saltábamos en una soga y otros juegos, en fin, eso nos entretenía bastante mientras poco a poco íbamos creciendo.
LAS COMIDAS
Como dije al principio, el desayuno era una taza de mate cocido con leche y pan.
Al mediodía nos daban un plato de sopa prácticamente lavada con fideos “cabello de ángel” o “dedalitos” o “sémola” y alguna otra cosa más
El segundo plato podía ser un guiso de porotos, garbanzos, fideos resortes o media luna, fideos a la manteca, papas, zapallo, polenta con picadillo de carne y alguna que otra variante más.
Churrascos, asado, pollo, lechón ¿qué es eso?, no se conocía, no existía, ni sabíamos lo que era; el postre casi siempre resultaba ser una compota de ciruelas, durazno, sémola con leche, arroz con leche, de vez en cuando un budín de pan, chuño, hecho de maicena con leche que parecía más un “engrudo” que otra cosa, un asco, a veces alguna fruta como banana, naranja, mandarina, pera, etc.
La merienda un mate cocido lavado con algo de pan y la cena prácticamente se repetía el plato del mediodía, así casi siempre.
En muy pocas ocasiones variaba el menú, generalmente en algún determinado día festivo, como bebidas, siempre agua, no se conocían las gaseosas ni ningún otro tipo de bebidas.
Las vajillas eran todas de lata estañada, los vasos, platos, cubiertos, tazas, bandejas, ahí, en el Asilo, no se conocían ni la losa ni el vidrio, salvo los vidrios de las ventanas que más de una vez los rompíamos con alguna que otra piedra y entonces sí, nos ligábamos flor de penitencia.