Yo fui huérfano. Héctor Rodríguez
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Estaba sentado en una camilla de una enfermería llorando como un marrano mientras una enfermera que me atendía gritaba:
—¡Callate, guacho de mierda, o te voy a poner un trapo en la jeta!…
Desde luego, yo todavía no sabía hablar muy bien, pero entendí perfectamente lo que decía, su asquerosa mirada lo expresaba todo. Le clavé mis ojos llenos de lágrimas de manera furibunda como queriendo retrucarle:
—¿Por qué no te vas al carajo?...
Esos términos yo aún no los conocía, pero esa era mi intención.
¿Qué había ocurrido?…
Luego me enteré que en el muslo superior de la pierna izquierda tenía un flemón que se estaba infectando por la enorme cantidad de tierra acumulada de tanto arrastrarme por todo el piso sucio.
Y veía cómo esta “desgraciada” me apretaba para sacar todo el pus que se había juntado, después agregaba agua oxigenada, tintura de iodo y crema cicatrizante, finalmente una gasa y venda alrededor de la pierna superior. Hoy todavía tengo la cicatriz y cuando la miro me recuerda ese momento.
Desde luego, las celadoras me llevaron varios días a la enfermería para curarme hasta que finalmente lo lograron.
Dos años de edad – Riglos - 1941
Desde chico fui muy travieso, como todos los de esa edad, me encontraba acompañado por otros compañeritos pequeños como yo, de dos a cuatro años a lo sumo, jugábamos a cualquier cosa, nos agarrábamos, nos peleábamos y muchas veces recibíamos cachetadas de las celadoras que nos decían:
—¡Portate bien, desgraciado!...
Curiosamente, por alguna razón, yo no extrañaba a mi mamá ni a mi papá, porque en realidad no tenía ni noción de dónde estaba. Es como si mi conciencia o mi mente tomaran como natural esa situación.
LA MÁQUINA DE VAPOR
Cuando tenía tres años, en las vacaciones de ese verano, junto con otros diez o quince chicos, muy tempranito, nos subieron a un colectivo de esa época, que era pequeño, más parecido a una combi de ahora y después de un largo recorrido nos encontramos en la estación Constitución.
Por supuesto, voy a adelantar algunos detalles, de los cuales me enteré mucho tiempo después, para que el lector pueda ubicarse en el tiempo y espacio del que estoy narrando.
Había estado internado en la Casa Expósitos, que supongo, era la antigua Casa Cuna, y dependía de la Sociedad de Beneficencia de la Capital, desde ahí fuí trasladado al Instituto de Asistencia Infantil Mercedes de Lasalas y Riglos, más conocido como “El Asilo”, ubicado en la localidad de Moreno, provincia de Buenos Aires.
Frente al Asilo circulaba la ruta 7 que va desde la Capital Federal hasta la provincia de Mendoza, y a la par también corría el ferrocarril Sarmiento.
Es lógico imaginar que yo a los dos años de edad era simplemente un “muñeco” al que trasladaban de un lado para el otro sin tener la menor idea de lo que pasaba.
Continuando con el relato anterior, ahí en la Estación Constitución, por el ferrocarril Roca, nos tenían que llevar hasta Mar del Plata, nos hicieron esperar un rato, mientras tanto mirábamos una máquina de vapor, negra, grandota, enorme, con varios vagones de pasajeros que permanecía estacionada en el andén.
De repente, la máquina de vapor comenzó poco menos que a “aullar” tocando el pito a todo lo que da y largando una columna negra de humo por la chimenea, parecía una bestia enfurecida que hacía un escándalo aterrador.
—¡Uy, mama mía!…
¡Qué “julepe” nos pegamos todos los chicos que estábamos esperando en ese lugar!...
Jamás habíamos visto semejante animal, a tal punto que salimos corriendo despavoridos y a los gritos sin saber a dónde ir. La celadora que nos cuidaba también se asustó, pero no de la máquina sino del desparramo que hicimos en la estación entre toda la gente que también esperaba tomar el tren en el andén.
MI PRIMER VIAJE EN TREn
Las cosas se fueron calmando y subimos al tren, teníamos un vagón para nosotros solos, a todo esto, eran como las ocho de la mañana cuando el tren empieza a moverse; fue la primera vez en mi corta vida que viajaba en un vehículo tan largo y que metía tanto ruido. El viaje fue larguísimo, aunque no demasiado aburrido, todos nos entreteníamos mirando por las ventanas del tren las grandes extensiones de campo y sembradío que, para nosotros, pequeñas criaturas, eran una gran novedad. Por momentos veíamos una enorme cantidad de vacas pastando y moviendo la cola, cruzar alguno que otro río y puentes de gran tamaño y también cada tanto nos acompañaba la ruta dos; no circulaban prácticamente vehículos como coches o micros, sólo algún que otro camión. Desde luego, todavía Mar del Plata no era una ciudad netamente turística como lo fue más adelante.
En el verano, ahí iba la gente “cheta”, de mucha plata, que tenía grandes mansiones que ocupaban una manzana en el famoso barrio Los Troncos; de hecho, cuando cumplí catorce años, tuve oportunidad de conocer ese barrio y quedé extasiado de lo hermoso y fastuoso que era.
Siguiendo con el viaje, el tren paró en dos o tres lugares a los que llamaban “estaciones” y aprovechábamos para bajar y estirar un poco las piernas.
Al mediodía nos dieron el almuerzo, era un sándwich de milanesa con una taza de agua fría, no conocíamos ninguna otra bebida, como gaseosas, cerveza, vino, etc.
Al fin llegamos a Mar del Plata, eran como las seis de la tarde y nos estaban esperando con un colectivo al que lo llamaban “bañadera” porque efectivamente tenía esa forma; desde las ventanas para arriba y todo el techo lo cubría una lona gris claro.
Este colectivo nos llevó desde la estación hasta el Instituto Unzué, quedaba aproximadamente entre lo que hoy es la avenida Martínez de Hoz y la avenida Constitución, justo frente al mar.
Por supuesto todo era camino de tierra, solo había asfalto en la parte céntrica de la ciudad que de por sí recién comenzaba a prosperar como lugar turístico; no tenía edificios altos y no sé si ya existía el famoso casino.
El Instituto estaba ocupado por monjas y algunas nenas que eran atendidas por ellas, a nosotros nos habían reservado dos salitas para dormir, una cocina, comedor, baños y un amplio patio central con una gran palmera en el centro.
Jamás me olvidé de esos detalles, por eso los menciono, para mí era algo totalmente nuevo y por supuesto para todos mis compañeritos. De hecho, muchísimos años después volví a entrar a ese Instituto e increíblemente estaba exactamente igual, tal vez algo deteriorado, pero nada cambió, ya no había monjas, sólo algunos chicos correteando en ese lugar y seguramente alguna celadora cuidándolos.