Yo fui huérfano. Héctor Rodríguez

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Yo fui huérfano - Héctor Rodríguez

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día siguiente, nos levantaron tempranito, desayunamos y luego nos dieron una malla o pantaloncito de gamuza o lanita color azul para colocarnos, no sé bien qué tela era y además una batita de toalla tipo salida de baño para cubrirnos el cuerpo.

      Claro, se trataba de que nos iban a llevar al mar, algo que para todos nosotros era la primera vez en la vida que lo conoceríamos.

      Desde el Instituto cruzamos la calle de tierra y en la vereda opuesta se desplegaba una escalera de madera que bajaba hasta la playa, estábamos sobre una gran barranca muy por arriba del mar, cuando empezamos a bajar, realmente nos dio mucho miedo, no era demasiado segura, a algunos escalones se los notaba bastante destruidos, pero al final llegamos a la arena.

      De ahí, se divisaba el mar a una distancia bastante importante.

      ¡Mmm...¡

      ¡Qué fragancia intensa!... El aroma especial que todos percibíamos de esa mezcla de arena con agua salada del mar con olor a peces, más una suave brisa que corría con el sol acariciando nuestro cuerpo, me quedó grabado para siempre en la memoria.

      ¡Qué sensación inigualable de placer y bienestar!... era algo mágico, sobrenatural, a tal punto que, inesperadamente, mi mente comenzó a divagar, sentía que ya había estado en un lugar así, increíble, no entendía nada; eso es disfrutar de la naturaleza, no te podés olvidar jamás.

      Posteriormente, toda vez que tuve oportunidad de ir nuevamente al mar en cualquier lugar que fuese, volver a percibir ese aroma me remontaba a este primer momento de mi vida cuando conocí el mar.

      EL HELADO

      También fue aquí donde probé por primera vez el sabor de un helado de crema.

      Resulta que unas de las tardes bastante calorosas, permanecíamos sentados en el patio central del Instituto, no fuimos al mar porque había muchas nubes y la celadora tenía miedo que pudiera llover y no sea cosa que nosotros estemos en la playa, hecho que era muy común que eso ocurriera

      No sé dónde lo compró, pero la celadora estaba comiendo un helado en esos vasitos que también se pueden comer, y mientras tanto nos miraba cómo nos portábamos nosotros.

      Lo hacía con una cucharita de madera cuyo uso antes era común, yo sentadito y callado la observaba atentamente y con muchísima curiosidad, no sabía qué cosa saboreaba, se ve que le dio lástima mi actitud porque atinó a darme una cucharadita con helado. —

      ¡Sentí una sensación en mi boca tan particular!…

      Mi lengua y el paladar se enfriaron de golpe y el sabor a crema y vainilla, que jamás había probado, me dejaron estupefacto, no lo podía creer, pero sólo me dio una, me quedé con las ganas de seguir comiendo helado porque la celadora terminó tomándoselo todo, pasó mucho tiempo para que volviese a probar lo que era un helado.

      Las vacaciones en Mar del Plata llegaron a su fin, habremos estado un mes, luego retornamos al Instituto, no recuerdo cómo fue el regreso, sólo que me di cuenta cuando me desperté al día siguiente en el Asilo, habíamos comenzado la rutina de siempre.

      En la mañana temprano nos levantaban, íbamos al baño a higienizarnos, habitualmente lo hacían las mismas celadoras porque nosotros éramos muy torpes y mojábamos todo el baño.

      De ahí a tomar el desayuno, que consistía en una taza de lata en cuyo interior contenía mate cocido cortado con algo de leche y acompañado con un pedazo de pan bastante viejo, no te servían otra cosa, además teníamos hambre y no mirábamos lo que nos daban, lo comíamos igual.

      EL CHOCOLATE

      Era costumbre que, antes de tomar el desayuno, una vez por mes, la celadora preguntara en voz alta:

      —¿Quién cumple años este mes?…

      Por supuesto, algunos levantaban la mano, tal vez ni siquiera sabían cuándo cumplían años, yo era uno de ellos, pero la mano la levantaba todos los meses el día que la celadora hacía esa pregunta.

      —¿Qué pasaba ese día tan especial?…

      A todos los que cumplían años ese mes, los separaban en una mesa del comedor y les servían chocolate con leche acompañado de unas riquísimas masitas.

      —¡Por Dios, eso no me lo podía perder!…

      Por eso levantaba la mano todos los meses, lo extraño era que las celadoras no se daban cuenta de que yo levantaba la mano siempre, o al menos eso creo yo.

      Tal vez se hacían las otarias para dejarme disfrutar de tan hermoso momento, al fin y al cabo, a ellas no les costaba nada.

      En cierta oportunidad, junto con otro compañerito que era más loco que yo, nos metimos en la cocina, que era pequeña y se encontraba a continuación del comedor, ahí guardaban todos los alimentos de consumo inmediato que traían de la cocina mayor, la que abastecía a todo el Instituto.

      Por suerte, la celadora no estaba en ese momento, así que aprovechamos a revisar y hurguetear en todos los cajones y también en las alacenas que no eran muchas, fue grande nuestra sorpresa cuando encontramos varios paquetes con barras de chocolate, eran las que nos daban los fines de mes con motivo de nuestro cumpleaños.

      — ¡Qué festín nos hicimos!… mi compinche me decía:

      — ¡Tomá, aquí hay más!... Teníamos que dejar algunas para que la celadora no se diera cuenta.

      Comimos a rabiar, las barras eran gruesas y grandes y nos habremos mandado cinco o seis cada uno.

      —¡Qué bestias!… ¡qué estómago de fierro teníamos!...

      Era la primera vez que comía chocolate puro y negro, la marca del chocolate hoy sigue en vigencia, todos la deben de conocer, sólo que ahora vienen más finitas y menos barras en cada envase.

      Es una manera de cobrarte lo mismo por menos cantidad.

      LOS CASTIGOS

      Era costumbre que, cuando pasaba la celadora cerca de nosotros, levantásemos el brazo para cubrirnos de algún “cachetazo” que pudiera venir, ellas no te avisaban, si estabas cometiendo alguna falta, ahí nomás te zampaban uno sin ningún miramiento ni aviso previo, ibas a parar al piso y sobre la marcha te gritaban:

      —¡Parate, guacho de mierda!…

      —¡Te voy a dar a vos hacerte el gracioso!…

      Había varios tipos de castigos, todo dependía de la celadora que estaba ese día.

      Algunas te ponían en penitencia en un rincón del salón, mirando hacia la pared durante largo rato, y guay de moverte de ahí.

      Otras te daban tremendas palizas que te dejaban desecho por un buen rato, además de insultarte en todos los idiomas.

      Pero la peor de todas, al menos para mí, era cuando nos teníamos que bañar, ellas se encargaban de hacerlo, uno por uno, porque naturalmente nosotros todavía éramos muy chicos y no sabíamos bañarnos solos.

      Las

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