Yo fui huérfano. Héctor Rodríguez
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Una vez se me ocurrió preguntarle si quería que la ayudase en algo, porque honestamente me gustaba hacerlo, me miró sorprendida y me dijo:
—¿Te animás?...
—¡Sííí!…
—Le contesté con fuerza, entonces me dio el cepillo con un trapo de piso ya retorcido y me dijo…
—¡Pasalo de un costado para el otro!…
—Bueno, empecé a hacerlo y claro, era la primera vez que lo hacía, mandaba de un lado para otro el cepillo en forma desordenada, era un “chapucero”, una cosa es ver, mirar y otra muy distinta, hacerlo.
La celadora se avivó y me comprendió, agarró mis brazos y comenzó a guiarlos de un lado para el otro en forma pareja junto con el cepillo y el trapo de piso, lentamente empecé a tomarle la mano a cómo era la cosa, me largó solo y seguí el mismo ritmo hasta que en poco tiempo me puse “canchero”.
¡Aleluya!… ya sabía pasar el trapo de piso en el dormitorio.
Ahora debía aprender a mojar el trapo de piso en el balde con agua y después retorcerlo como lo hacía ella, mientras tanto la celadora no dejaba de observarme, la verdad no me costó demasiado, sólo que no tenía la fuerza para escurrir el agua como ella, ahí me ayudó otra vez, después faltaba la escoba, empezamos por el pasillo, —ahí también fui medio torpe, hay que pensar que tenía alrededor de cinco años y mis brazos no estaban a la altura de las circunstancias.
La cuestión es que en poco tiempo aprendí todos los pasos relacionados para hacer la limpieza del dormitorio, los baños, los pasillos y la escalera.
—¡Qué maravilla!…
—¡Lo estás haciendo muy bien!… me decía ella y yo todo chocho y contento.
Los días fueron pasando y esta celadora empezó a correr la “bola” entre sus compañeras de todo lo que yo sabía hacer y además que era muy voluntarioso.
¡Bueno, para qué!…
Comenzaron a llamarme cada vez que les tocaba hacer la limpieza y, por supuesto, en vez de protestar, yo corría presuroso a colaborar.
¡Uy, cómo les gustaba que lo hiciera! — Porque en cierto modo les aliviaba ese trabajo que para ellas era un “garrón”.
Todas esas tareas, además de novedosas para mí, me agradaban porque en cierto modo rompían con la rutina diaria que yo tenía, lo cual me hacía sentir feliz.
LOS BENEFICIOS
Esa estrategia comenzó a dar sus beneficios, yo ya era mirado de otra manera por las celadoras, por empezar, a la hora de comer, recibía una porción mayor que mis otros compañeros, y siempre la mejor parte, especialmente cuando el menú era más rico que lo habitual.
En el postre siempre me servían el doble de los demás, si por ahí me mandaba una “cagada”, es decir me portaba mal, hacían la vista gorda, tal vez me llamaban la atención y nada más.
Además, en el momento de cambiarnos la ropa personal, elegían la mejor para mí, es decir que no estuviese rota, manchada o algo por el estilo, desde luego, en el caso que me llamasen para “colaborar en la limpieza”, yo no tenía que fallarles.
Pero por supuesto eso me trajo otros beneficios posteriores, es decir, yo hacía la diferencia, se trataba de pasarla lo mejor posible ante una situación en donde el destino me puso sin saber por qué.
LA HERMANA SOR ERNESTA
En el asilo, cada tanto venían a los pabellones unas monjas que nos hablaban de manera muy dulce y agradable, nosotros no estábamos acostumbrados a ese lenguaje tan enternecedor y, además, como si fuera poco, se acercaban y nos acariciaban la cabeza halagando nuestros ojos y demás, también hacíamos juegos infantiles corriendo, saltando y ellas participaban con nosotros muy alegremente.
En nuestro pabellón siempre concurría la misma monja, se llamaba “sor Ernesta”, era alta, gordita y extremadamente buena, se quedaba con nosotros alrededor de dos horas varias veces por semana, todos esperábamos ansiosos que viniera porque nos sentíamos muy a gusto con ella y sus caricias eran infaltables.
—¡Qué bien nos hacía!… acostumbrados a las “palizas de las celadoras”.
Por desgracia, un día nos enteramos que la hermana sor Ernesta había fallecido, no podíamos creerlo, a nuestra edad, todavía no teníamos claro qué significaba eso.
Pero nos llevaron a la capilla y ahí encontramos mucha gente, en el centro vimos un cajón muy lustroso y en su interior estaba ella como dormida plácidamente, pero sin moverse para nada.
No sé, pero nuestro instinto nos hizo entender que ya no la veríamos nunca más.
Pasamos en fila india por al lado del féretro y la miramos con ternura, no nos permitían tocarla
Igual no lo hubiéramos hecho porque sentíamos una “cosa rara”, “algo extraño”, no respiraba y estaba muy blanca, después nos enteramos que la palabra “fallecer” significaba “morir”.
OTRA DUDA
Yo pensaba en ese momento, que, si existiese el “cielo”, seguramente ella estaría allí, porque en verdad se lo merecía, eso es lo que ya nos había inculcado el “cura” las veces que fuimos a la capilla y daba el sermón, nos llevaban muy seguido para asistir a la santa misa y de paso adoctrinarnos sobre la religión.
Mucho tiempo después me hacía la siguiente pregunta:
¿El cielo está arriba? ... porque el cura, cuando lo decía, señalaba para arriba.
¿Y el infierno está abajo?... porque también el cura señalaba para abajo.
¿O sea que el infierno estaba debajo de la tierra, más precisamente en su centro? ...
Todo esto tenía su aparente lógica porque, si mirabas para arriba, los días soleados, el cielo se veía hermoso, celeste.
En cambio, del centro de la tierra, muy a menudo, salían bocanadas de fuego por unos boquetes llamados volcanes, o sea, había mucho fuego en el centro de la tierra y siempre nos dijeron que el infierno estaba lleno de fuego.
Entonces el “purgatorio” …
¿Dónde estaba?...
Por simple razonamiento debería estar entre medio de los dos, sobre la misma tierra que es donde vivimos todos nosotros.
¿Significa eso que ya nacemos en el purgatorio?... difícil respuesta, ¿no?... esto da para largo, lo iré desarrollando más adelante.
PRIMERO INFERIOR
Ya había cumplido seis años, no solamente yo, sino