Yo fui huérfano. Héctor Rodríguez
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En un salón grande al que llamaban aula, venía una maestra jardinera y nos daba todos los detalles de cómo hacer cada cosa.
No nos enseñaban ni a leer ni a escribir, eran nuestras primeras artes en lo que se llamaba “la primaria” y al que le decían “primero inferior”, nosotros ignorábamos completamente de qué se trataba, simplemente obedecíamos órdenes y además nos pareció algo nuevo y muy atractivo.
Ahí comenzaban a destacarse nuestras primeras dotes de artistas en el coloreado de los dibujitos, nuestra precisión en no sobrepasar las líneas negras de ellos.
Además, nos proveían de tijeritas cortas para recortar animalitos, flores, casitas, etc., que traían en distintas cartulinas y también a pegar papelitos de colores con engrudo hecho en un frasquito con harina y un poco de agua.
Dentro de todo era bastante entretenido, estuvimos casi el año entero haciendo eso, cada tanto nos llevaban a pasear por los jardines del asilo y nos enseñaban las flores mencionando sus nombres:
—Esto es una rosa, aquello una margarita, esos que ven allí son tréboles, aquellos árboles altos se llaman eucaliptos y les sacaban algunas hojas para sentirles el olor tan especial que tenían.
MI PRIMERA COMUNIÓN
Dentro de ese mismo año (1946) que cursaba el “primero inferior” de la primaria, un determinado sábado, después de tomar la merienda, antes de dar la orden de ir a jugar, la celadora comenzó a llamar a varios chicos por sus apellidos, la costumbre de siempre.
—¡Alderete, González, Fernández, etc.!… y por supuesto estaba yo incluido.
Éramos el mismo grupo de chicos, aquellos que ya teníamos los seis años de edad y que por suerte nos llevábamos muy bien, todos muy amigos que nos apoyábamos permanentemente en muchas “fechorías”.
Nos miramos sorprendidos
—¿Qué pasa ahora?...
—¡Los demás salgan a jugar al patio central!… —ordenó, y así lo hicieron.
—¡Ustedes vayan arriba y esperen ahí!…
—Arriba estaba el dormitorio y además un gran armario donde guardaban la ropa limpia, subimos la escalera murmurando entre nosotros y ahí nos quedamos un ratito, de inmediato llegó la celadora.
—¡Sáquense esa ropa sucia!…
—Y ahí nomás empezó a buscar ropa limpia del armario que básicamente consistía en unas camisas a rayas y pantalones cortos color gris.
—¡Tomá vos, vos, vos!… y así hasta completar a todos.
Como a esa edad no había mucha diferencia en nuestros físicos, cualquier ropa que te dieran daba igual, todas te quedaban bien.
De inmediato la celadora comenzó a explicarnos de qué se trataba todo ese preparativo, como yo expuse en sucesos anteriores, una de nuestras actividades era concurrir a la capilla para escuchar el adoctrinamiento del cura.
A tal punto que ya, todos los domingos, presenciábamos la celebración de la “santa misa”, por supuesto todavía no comulgábamos porque nos faltaba lo principal, confesarnos y precisamente después tomar la “primera comunión”.
—¡Mañana domingo se festeja el día de San…¡no recuerdo qué santo era porque justo me distraje conversando con otro compañerito y siguió diciendo:
—¡Por lo tanto van a tomar la “primera comunión”!…
Todos nos miramos perplejos, no lo podíamos creer, ya había llegado el día de ese extraordinario acontecimiento.
—¡Para eso es necesario que primero confiesen sus pecados con el padre!…
—¡Ustedes ya saben qué significa confesarse porque el padre ya les enseñó!…
Claro, qué fácil es decirlo, la cuestión es hacerlo, nos habían dicho que “pecado” era decir malas palabras, mentir, pegarle a un compañero, no hacerles caso a las órdenes impartidas por la celadora, etc., etc., etc.
Y después de confesarse no debías cometer ningún pecado porque, si comulgabas, cometías un “sacrilegio”, que era un “pecado gravísimo”.
¡Uf, qué difícil era no pecar!…
—¡Ahora van a venir conmigo hasta la capilla porque el padre los está esperando para que se confiesen y mañana a primera hora puedan tomar la primera comunión!…
—¡Pero ojo después con volver a pecar antes de comulgar, eh!…
—¡Sí, señorita!, —respondimos a coro.
Dicho y hecho, nos trasladamos por el extenso pasillo del edificio y llegamos a la capilla donde, efectivamente nos estaba esperando el padre, nos arrodillamos y después de rezar algunas oraciones nos hizo pasar uno a uno por el confesionario, algo que ya conocíamos pero que nunca lo habíamos usado, en cuyo interior se metió el Padre y cada uno debía inclinarse en un costado frente a una ventanilla cerrada con ranuras o agujeritos.
Ahí “confesabas” todos los pecados mientras el padre escuchaba del otro lado.
Cuando me tocó a mí, no sabía por dónde empezar, ¡eran tantos los pecados que tenía!…
—¡Ya hacía seis años que venía pecando!… y esta era la primera vez en mi vida que me confesaba, me imagino que a los otros les habrá ocurrido lo mismo.
—¡Dije muchas malas palabras!…
—¡Me burlaba de la señorita!…
—¡Me peleaba con fulano y zutano!…
Y no sé cuántos “pecados” más, la cuestión es que, cuando terminé, ya cansado, el padre me dijo:
—¡Hijo mío, Dios perdona tus pecados, pero no vuelvas a hacerlo más!…
En ese momento pensé:
¡Uy, a ver si se lo alcahuetea a la celadora y ésta me revienta a cachetazos!…
Pero no, después me enteré que la confesión era algo secreto que nadie se debía enterar, por último me dijo.
—¡Ve al banco y reza un padrenuestro y tres avemarías!…
Desde luego a todos nos decía lo mismo.
Ya con la conciencia tranquila, me tenía que cuidar de no volver a pecar, por lo menos hasta el día siguiente en que debía comulgar.
¡Qué difícil compromiso!…
¡Había tentaciones por todos lados!…
Y encima el resto del día se me hizo larguísimo, pero lo logré, no sé