Los papiros de la madre Teresa de Jesús. José Vicente Rodríguez Rodríguez

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Los papiros de la madre Teresa de Jesús - José Vicente Rodríguez Rodríguez Caminos

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evangelios lo que más podía encontrar era la referencia a Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo y Padre de sus hermanos los hombres; pues si de algo se habla en los cuatro evangelios es precisamente de la paternidad de Dios y de nuestra filiación.

      Por eso, «allegada a este Maestro de la sabiduría», que nos enseñó el Paternóster, que nos enseñó a ser hijos de Dios, espera que le enseñe alguna consideración útil.

      Y, verdaderamente, yo me imagino a la Santa como a quien toma de la boca del divino Maestro con una mano esas consideraciones y nos da, nos pasa lo que ha meditado, lo que ha entendido, lo que a ella le han dado y regalado, nos lo pasa con la otra mano a nosotros.

      Arranque contemplativo

      Cita las primeras palabras del Paternóster: «Padre nuestro que estás en los cielos», y, emocionada por lo que ha dicho, se lanza a bendecir al Señor, como hace tantas veces en sus libros: «¡Bendito seáis por siempre jamás!» (CV 27, 1).

      Teresa bendice en este caso a Cristo Jesús porque ya de entrada en esta oración del Padrenuestro nos llena las manos y nos hace una merced, un beneficio tan grande como es la filiación divina. El beneficio inmenso que descubre ya en esas primeras palabras es el siguiente: «nos hace hijos de Dios», al enseñarnos a invocar a Dios como «Padre nuestro»; y al llamarnos hijos de Dios, se hace él hermano nuestro, es decir, nada más comenzar esta oración ya se nos revela por boca de quien no nos engaña, que tenemos, que poseemos, que son nuestras estas dos realidades: la filiación divina y la hermandad con Cristo.

      La actitud o reacción de quien dice ya esas primeras palabras: «Padre nuestro», debiera ser la de entrar en contemplación perfecta, es decir, quedarse sin palabras ante la grandeza de esos dones divinos. Y quedarse así sin palabras es entrar en silencio adorante, que ese tipo de silencio es una buena y muy gran parte de la oración (CV 27, 1).

      La contemplación perfecta a la que alude aquí la Santa no es ese tipo de contemplación que analizan los maestros de espíritu, a la que dan mil vueltas los tratadistas para explicar algo de lo que tiene que ser ese tipo de reacción contemplativa a la que alude la Santa.

      Alocución de Pablo VI y secuencias teresianas

      Para ilustrar este punto de la contemplación perfecta que aparece en los escritos de la Madre, me parece muy a propósito recordar algo que sucedió en la plaza de San Pedro de Roma. Me refiero a la alocución de Pablo VI el 7 de diciembre de 1965, durante la sesión pública con que se clausuró el concilio Vaticano II, en la que queriendo el Papa presentar el valor religioso del Concilio habla de las que llama pretensiones del Concilio, asumiendo que seguramente el «juicio del mundo calificará primeramente esas pretensiones como insensatas», pero que luego tratará de reconocerlas como verdaderamente humanas, como prudentes y como saludables, a saber:

      Que Dios sí existe, es real, viviente, personal, providente, infinitamente bueno. No solo bueno en sí, sino inmensamente bueno para nosotros, nuestro Creador, nuestra verdad, nuestra felicidad, de tal modo que el esfuerzo de clavar en Él la mirada y el corazón, que llamamos contemplación, viene a ser el acto más alto y más pleno del espíritu, el acto que aún hoy puede y debe jerarquizar la inmensa pirámide de la actividad humana.

      Ese esfuerzo de clavar la mirada y el corazón en Él, en Dios, lo podemos llamar contemplación, es decir, atención amorosa, en la que uno se queda sin palabras, invadido por el silencio enriquecedor. Así la Santa cree que ya las primeras palabras del Padrenuestro deben servirnos para clavar la mirada y el corazón en Él.

      Al fijarse la Madre en ese doble regalo: ser hijos del Padre y hermanos de Cristo, ve en este gesto del Señor un acto extremo de humildad, al juntarse con nosotros y pedir y hacerse de hecho, de verdad, hermano nuestro, hermano, dice ella, «de cosa tan baja y miserable». Haciendo esto nos da en nombre del Padre «todo lo que se puede dar, pues quiere que nos tenga por hijos» (CV 27, 2).

      Y se explaya diciendo que, al darnos todo eso en el Paternóster, está Cristo como obligando al Padre a que nos tenga por hijos y nos trate como a tales. Dice así:

      Obligáisle a que la cumpla, que no es pequeña carga, pues, en siendo Padre, nos ha de sufrir por graves que sean las ofensas. Si nos tornamos a Él, como al hijo pródigo hanos de perdonar (Lc 15,20), hanos de consolar en nuestros trabajos (Mt 11,28), hanos de sustentar como lo ha de hacer un tal Padre –que forzado ha de ser mejor que todos los padres del mundo, porque en Él no puede haber sino todo bien cumplido (Mt 7,11)– y después de todo esto hacernos partícipes y herederos con Vos (CV 27, 2).

      En otra ocasión, hablando también del hijo pródigo, dice que teniendo tan buen amigo, «tal huésped que le hará señor de todos los bienes, si él quiere no andar perdido, como el hijo pródigo, comiendo manjar de puercos» (2M 1, 4).

      Y una vez más después de todas estas reflexiones no sabe cómo ponderar la grandeza de tantos regalos y lo expresa así: «¡Bendito seáis por siempre, Señor mío, que tan amigo sois de dar, que no se os pone cosa delante!» (CV 27, 4). Aquí vemos otra vez uno de esos benditos que le salen del alma con fuerza.

      La grandeza y la bondad de Cristo Maestro también ha llamado la atención de la Santa y, según ella, se manifiesta como un bueno, un buenísimo maestro, en el hecho de que, para aficionarnos a que aprendamos de él todo lo que nos quiere enseñar, ha comenzado haciéndonos ese par de favores ya dichos: la filiación divina y la hermandad con Cristo. Y ponderando aún más la grandeza del Maestro dice a sus hijas: «Mirad [...] si tenéis buen Maestro, que, como sabe por dónde ha de ganar la voluntad de su Padre, enséñanos a cómo y con qué le hemos de servir» (CV 32, 11).

      Guiados por este Maestro, al decir Padre nuestro, hemos de procurar entender lo que esto significa en sí mismo y para nosotros de modo que «se haga pedazos nuestro corazón con ver tal amor» (CV 27, 5). Para llegar a este amor tan grande nos ayudará procurar saber quién es y cómo es nuestro Padre, «un Padre tan bueno y de tanta majestad y señorío» (CV 27, 5). Y les aconseja a sus monjas con todo su convencimiento: «Buen Padre os tenéis, que os da el buen Jesús; no se conozca aquí otro padre para tratar de él; y procurad, hijas mías, ser tales que merezcáis regalaros con él y echaros en sus brazos. Ya sabéis que no os echará de sí, si sois buenas hijas; pues, ¿quién no procurará no perder tal Padre?» (CV 27, 6).

      Pasa luego a comentar las siguientes palabras: «que estás en los cielos» (CV 28,1). Y asegura que es importante para todos, y muy en particular para «entendimientos derramados, que importa mucho no solo creer esto, sino procurarlo entender por experiencia; porque es una de las cosas que ata mucho el entendimiento y hace recoger el alma» (CV 28, 1).

      Siendo esto tan importante como está diciendo lo quiere exponer con toda claridad:

      Ya sabéis que Dios está en todas partes. Pues claro está que adonde está el rey, allí dicen está la corte. En fin, que adonde está Dios, es el cielo. Sin duda lo podéis creer que adonde está Su Majestad está toda la gloria. Pues mirad que dice san Agustín que le buscaba en muchas partes y que le vino a hallar dentro de sí mismo (CV 28, 2).

      Intimando con el Padre Celestial

      Y para ser más incisiva abre la siguiente pregunta: «¿Pensáis que importa poco para un alma derramada entender esta verdad y ver que no ha menester para hablar con su Padre eterno ir al cielo, ni para regalarse con Él, ni ha menester hablar a voces?». A pregunta tan larga contesta:

      Por paso que hable, está tan cerca que nos oirá. Ni ha menester alas para ir a buscarle, sino ponerse en soledad y mirarle dentro de sí y no extrañarse de tan buen huésped; sino con gran humildad hablarle como a padre, pedirle como a padre, contarle

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