Imaginarios sociales e imaginarios cinematográficos. Javier Protzel

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Imaginarios sociales e imaginarios cinematográficos - Javier Protzel

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tradiciones. El largo flashback de los recuerdos de Radha, ya anciana, estructura la película. La reminiscencia de su amor juvenil con Shampo, quien será su esposo, no deja de regresar, aunque predomine su sufrimiento, radical, sin comicidad. Radha labra la tierra por décadas, sometida a Sukhilala, el comerciante alfabeto que le compra cosechas a precio vil en medio de una pobreza que el cuidado de sus dos hijos agranda. Ser rico es tener dos vacas. Shampo abandonó el hogar al perder ambos brazos en un accidente de trabajo. Su gesto de dignidad al saberse inútil marca la centralidad del trabajo en el flujo de la vida, lo cual hace de la condición campesina algo heroico, pero de un heroísmo liderado por la madre. Esta no lo es solo de sus dos hijos; es una madre mítica, matrona celebrada por la comunidad entera, puesto que la tierra germina por sus esfuerzos arándola. Tierra y madre se remiten una a otra en una metáfora de la fecundidad que se extiende al conjunto de la naturaleza, puesto que la lucha –más contra la desgracia que contra la pobreza– es telúrica. Las lluvias torrenciales del monzón, los incendios y otros desastres le sirven a Mehboob Kahn para inventar una eficaz estética del padecimiento, que no deja de alternarse con música, canciones y despliegues coreográficos inspirados en una aparente fusión del musical occidental con danzas típicas, cuyos textos comentan unas acciones cuyo desenlace será trágico. Tal como en Joker, la madre le pide al hijo que se case. Radha lleva a su díscolo y violento Birjoo al matrimonio con Rooja, hija de Sukhilala. Pero en plena boda el clima festivo se enerva cuando este arremete contra la novia, y pese a las súplicas de Radha, también golpeada, mata sin piedad a Sukhilala por recuperar un par de brazaletes de oro presuntamente mal habidos. Tras el crimen, Birjoo rapta a la novia y huye, convertido en bandido, para reencontrarse poco después con su madre, quien tras dispararle un balazo en el pecho lo toma en sus brazos entre sollozos para que muera con ella. “Sacrificaré a mi hijo pero no a mi honor”, había dicho Radha, verbalizando radicalmente su idea de una responsabilidad materna que, más allá de la familia, abarca a la comunidad local –“la tierra”–, cuyo código de honor debe ser defendido, pues la novia, Rooja, es “hija de toda la aldea”.

      No es simple coincidencia que a este final de Madre India pueda calificársele de operático. Los sentimientos exacerbados de pertenencia y los desgarramientos de la identidad forman parte de las experiencias de la modernidad y la individuación, vividas colectivamente como el desmoronamiento del antiguo mundo social y al mismo tiempo como hallazgo de la libertad. Las expresiones artísticas pueden ser entonces grandilocuentes, como en las óperas de Verdi, o en películas hindúes como esta –sin equipararlas, claro está– cuando autores y públicos comparten la importancia de los valores puestos en juego. Y esto es tanto más verdadero en una realidad como la hindú de los años cincuenta, en que el sistema de castas aún inducía vínculos fuertes de afecto comunitario en las clases inferiores.13 Toda emoción estética está inmersa en redes de interacción y en formas expresivas particulares. La manera de producir una “impresión de realidad” o diégesis variará entonces según el marco cultural. Sería por lo tanto tan arbitrario atribuirle “atraso” o cursilería al cine de Mehboob Kahn, como subrayar la falsedad de las antiguas escenografías y puestas en escena estáticas de la ópera italiana, francesa o alemana. Sin relativismos, el modo de representación –en la acepción burchiana– está condicionado por la historicidad de cada público, en este caso el de la India. El corolario sería constatar la gran diversidad de las artes, sin que ello impida variedad de lecturas y apreciaciones, ni menos el encuentro intercultural entre obras de distintas procedencias y épocas. De hecho, Bharat Mata — Mother India casi gana el Oscar a la mejor película extranjera,14 pese a sus numerosas imperfecciones desde la óptica de la ortodoxia occidental. En sus casi tres horas de duración abundan la falta de raccords de luz, las rupturas en el desempeño de los actores (con pasos rápidos de escenas inverosímilmente sobreactuadas a otras carentes de interpretación) y discontinuidad en la construcción de la ambientación, que oscila entre escenarios naturales muy bellos y exteriores simulados de cartón piedra.

      En cambio, la obra de Satyajit Ray debe ser ubicada en la vertiente opuesta, la de una narrativa cinematográfica que opta por el modo de representación institucional occidental, sin por ello carecer de rasgos nacionales propios. Muerto en 1992, el bengalí Ray perteneció a una familia de intelectuales acomodados de Calcuta, cercanos al escritor Rabindranath Tagore y sensibles a la infuencia inglesa.15 Habiendo conocido a Renoir cuando rodaba Le fleuve (El río) y marcado por el neorrealismo italiano en sus primeras películas, su concepción fue definitivamente autoral y sistemáticamente intercultural, tendiendo puentes entre la India y el Occidente, familiares y positivos para él. Aunque la obra cinematográfica de Ray obtuvo en general éxito comercial en la India, fue gracias al reconocimiento internacional que se convirtió en un emblema artístico de su país. No obstante, sus películas se ubican fuera de cualquier espectáculo estereotipado y ruidoso. No se inscriben en la sociología del entretenimiento popular urbano de género como Joker y Madre India, pero sí registran críticamente la vida social bengalí con minucia. Esta va más allá del cuidado de los pequeños detalles escenográficos, de la música –a menudo a la occidental y pianística– y de los gestos de los actores. Repara en el ritmo del relato, cuya respiración, como señala Ishaghpour, es la de cierto tiempo interior característico más definido por su explayada duración sin tensión ni clímax que por las ocurrencias del guión.

      Desde su primer largo, Pather Panchali (La canción del camino, 1955), con música de Ravi Shankar y pese a la confesa influencia de Ladri di biciclette (Ladrones de bicicletas, 1949) de Vittorio de Sica, hace el retrato intimista de una infancia pobre, ajeno a todo miserabilismo, sin enfatizar la cadena causal de ocurrencias que articula la intriga. Este primer largometraje (de una trilogía llamada de Apu, por ser este personaje el hilo conductor de los dos siguientes) empieza con el nacimiento de Apu en la pequeña aldea en la que transcurrirán sus primeros años rodeado de su madre y del afecto de su única hermana Durga. La naturaleza circundante, el juego y el cariño entre los hermanos son idealizados como un mundo abierto, ilimitado, pero mirados desde la lejanía de otro presente, posterior e implícito, como si el tiempo fuese a ser devorado inevitablemente por el flujo de la vida. Durga se enfermará y morirá, acabando con el tono idílico anterior. Tras la desgracia, el padre, un brahmán (sacerdote) empobrecido y su amargada esposa Sarbajaya deciden dejar su casa medio en ruinas y partir a la ciudad, como si trasladarse a la civilización moderna fuese su destino. El segundo filme de la trilogía, Aparajito (1956) está más claramente marcado por el neorrealismo. Las concepciones del decorado y de la composición del cuadro de la modesta casa de Benares, así como de los personajes, y la sobriedad con que Ray los trata me recuerda, cambiando contextos, al Visconti de La terra trema (La tierra tiembla, 1948). La película se abre con Apu recorriendo las calles de Benares y el padre leyendo escrituras sagradas para ganarse la vida. Al pie de las escalinatas del río Ganges hay gente en baños rituales de purificación. Poco después este cae enfermo y se desploma al pie del río. Lo llevan a casa y pese al agua milagrosa del Ganges que le traen, muere sin salir de su postración. Ray maneja con maestría la economía del dolor escenificado, sin profusión de llanto. La familia, reducida a madre e hijo, debe dejar la ciudad y regresar a Bengala, a la aldea de un anciano tío, también religioso, para evitarle a Apu el futuro de sirviente descastado que podría esperarle. El nudo dramático va a irse estableciendo en el contraste entre el afecto madre-hijo y las divergencias entre ellos sobre el porvenir del niño. Su buen rendimiento escolar le hace ganarse el aprecio de sus maestros, quienes pese a su virtual indigencia protegen a Apu y lo encaminan en la ciencia, en la poesía y el inglés. Mediante tiempos dilatados que marcan más los estados de ánimo que las incidencias, el relato desarrolla la transformación de la infancia a la adolescencia, pues Apu logra conseguir ayuda económica por su propio mérito para emigrar a Calcuta y concluir sus estudios. A la inversa, la soledad de la madre en la aldea crece y cae enferma. Por estudiar, Apu no prestará atención al llamado de su madre, y no llegará a tiempo para encontrarla viva.

      Aparajito muestra nuevamente una penosa relación madre-hijo, pero Satyajit Ray se cuida de caer en excesos melodramáticos y prefiere la sobriedad de las emociones apenas expresadas, que cargan estéticamente el final de la película. Y es que a contrapelo

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