Imaginarios sociales e imaginarios cinematográficos. Javier Protzel
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Habiéndose conservado muy pocos títulos del periodo mudo, es difícil ir más allá del terreno especulativo respecto a la génesis y la originalidad del cine japonés. Pero no se puede dejar de reconocer la especial importancia que tuvo durante ese periodo la intervención del comentarista local que durante el espectáculo iba enfatizando o glosando la acción para el mejor entendimiento del público, o bien traduciendo a la lengua nacional los intertítulos en lengua extranjera. Este comentarista o “explicador”, más frecuente en el Asia, llegó a convertirse en la clave del espectáculo, puesto que su rol también era el de un operador intercultural que más allá de los intertítulos en inglés o francés, “traducía” la significación global del filme en cierto modo apropiándosela para el mejor disfrute de la sala. Pero este “explicador” japonés –llamado benshi– iba más allá del comentario. Su verbalización de las ocurrencias del filme proyectado era improvisada y contenía valores narrativos propios, al extremo de que los benshi famosos atraían al público a las salas por sus virtudes de glosadores más que por el interés suscitado por las películas mismas, modificando a veces el sentido de las imágenes, indiferentemente de que fuese una obra japonesa o no.33 Si la figura del benshi sobrevivió a la aparición del cine sonoro y llegó hasta poco antes de la Segunda Guerra Mundial, esto ocurrió tras una lucha entre modernistas y “conservadores” que traducía la naturaleza tensa del vínculo cultural del Japón con Occidente.34 Y es que el rol del benshi no era simplemente el de un comentarista necesario; su origen, como el del cine de este país en general, estaba entroncado con la tradición teatral del kabuki y de ciertos monólogos narrativos, y además era contemporáneo de las marionetas Bunraku. Reseñar esos antecedentes no vale nada de por sí (también podría reseñarse el peso del teatro en el cine occidental), sino porque esos ancestros escénicos son parte de una cultura nacional fuertemente diferenciada y hasta cierta época, hermética. Burch asume que las “anomalías japonesas” –una nación jamás colonizada, con siglos de autoaislamiento y un desarrollo capitalista tan vigoroso como rápido– yuxtapusieron lo tradicional a lo moderno, singularizando el impacto occidental como en ninguna otra nación.35
Este autor sustenta que hasta pasados los años cincuenta, la cinematografía japonesa era constitutivamente resistente a la adopción del modo de representación institucional (MRI) occidental, aunque nada de ello se debiese precisamente al nacionalismo sino a la originalidad del modo de producción y lectura del significante artístico. Siguiendo la interpretación de Roland Barthes, según la cual hay una disyunción de la forma del significante en las artes plásticas, gráficas y escénicas japonesas,36 la materia sensible se distribuye en registros diferentes. Simplificando, digamos que cada significante “por separado” no constituye un signo, no significa a su referente al carecer por sí solo de su función de “conexión” con el destinatario (o función fática, tomando el término de Jakobson). A la inversa, la fragmentación del significante artístico le da espesor propio a cada uno de sus elementos. Así, para la interpretación de Burch, el benshi en realidad no “traducía” en el sentido lingüístico los intertítulos del cine mudo occidental; más bien componía un relato oral propio a propósito tanto de las imágenes mostradas en la pantalla como de los intertítulos, siendo ambos reestetizados y resignificados. El mismo autor refiere películas en las que el mismo actor –a la sazón aquellos muy populares– desempeñaban tres o más roles distintos como “soporte” visual del benshi, cuya voz los inter-pretaba, en funciones cinematográficas que se iniciaban con una explicación del mecanismo de proyección.37 O saliendo del cine, para dar otros ejemplos, el “toque” o gesto de la mano del maestro calígrafo poniendo su trazo de tinta negra sobre el papel blanco es distinto a lo que el grafismo ahí escrito denota: es la escritura por la escritura misma, pero indisolublemente unida a la significación que genera. Así, Roland Barthes distingue entre el gesto efectuado, el gesto efectivo y el gesto vocal al observar la puesta en escena de las marionetas Bunraku que se integran como tres escrituras distintas. Tres titiriteros operan cada uno de los muñecos (de uno a dos metros de alto); el principal maneja la cabeza y el torso, los ayudantes –de negro y con el rostro tapado– sujetan el brazo izquierdo y lo hacen caminar. Al costado, y sobre un estrado, se colocan los recitadores y los músicos desde el que dicen y cantan “con violencia y artificio” el texto escrito. El acto del manipulador es de por sí artístico, como el toque de tinta de un calígrafo en el papel: gesto efectuado diferente al efectivo de los muñecos, en cuyos movimientos juegan las emociones. Y el gesto vocal es la declamación extremada, el pathos visceral e incontenido pero que en ningún caso pretende “representar” lo real, pues en el Bunraku se “[…] separa el acto del gesto: muestra el gesto, deja ver el acto, expone a la vez el arte y el trabajo, reserva a cada uno de ellos su escritura […] la voz es doblada por un vasto volumen de silencio donde se inscriben con tanta más fineza, otros rasgos, otras escrituras”.38
No obstante, el público se conmueve con este espectáculo que no es la “representación” mimética de algún referente externo sino lo inverso, es el sinceramiento del artificio mostrándose como tal, combinando distintos códigos y tipos de ejecución para provocar una potenciación expresiva semejante al efecto de distanciamiento del teatro de Brecht. De modo equivalente, la disyunción del significante de las primeras décadas apareció en el género rensa geki en el que se mezclaron el shimpa (teatro moderno occidentalizado) con el cine: las escenas en interiores eran interpretadas en vivo sobre las tablas, mientras los exteriores se proyectaban a la pantalla, con los mismos actores, o incluso se ponía en la escena un telón de fondo con vistas exteriores pintadas, alternándose estas con exteriores reales filmados, aunque incluso esos exteriores estuviesen decorados con el papel pintado teatral que figuraba esos exteriores, de modo tal que una escritura (una imagen) estaba permanentemente “citando” a otra.39 Este “presentacionismo” japonés que sigue atravesando ámbitos importantes de la cultura japonesa (en las formas que dan un marco, como en la envoltura de paquetes, en los volúmenes de las cajas y de los interiores arquitectónicos, y general en la estetización del espacio vacío y de lo ausente) pasó, aunque disminuido, a la producción cinematográfica posterior. Burch compara las imágenes del cine occidental con las del japonés en base a tres ejes diferenciadores: la superficie y la profundidad, el centramiento del cuadro, y la continuidad y discontinuidad de la acción. Mientras que en el modo de representación institucional occidental, fiel a la idea de naturalizar el significante, se perfeccionó y escenificó la profundidad del campo, en el cine japonés se tendió tanto a guardar una superficie visual plana, tributaria del kabuki, como a establecer una proporción singular entre el conjunto del cuadro y la figura humana. Además, pese a que las concepciones norteamericana y rusa del montaje atrajeron a los cineastas japoneses de los años veinte, su empleo por los realizadores era más “cita” de otra escritura que recurso de una semántica propia. De ahí que durante décadas no haya molestado el carácter escénico de ese cine y no se haya hecho sentir con mayor fuerza la preocupación por el naturalismo diegético a la americana hasta la segunda posguerra, aunque nada de esto se cumpla de una manera tajante como brevemente lo ilustramos tomando tres películas antiguas, una silente y dos sonoras.
Orochi (1925) de Buntaro Futagawa es un típico filme chambera, género de capa y espada importante en los años veinte, derivado del teatro de sables, o ken geki. La copia disponible viene sonorizada con la voz del benshi, cuyo rol es interpretado según el canon de la época por quien la recuperó del olvido.40 Conforme al imaginario nipón del espadachín, se narran las vicisitudes de Heizaburo, un ronin (samurai sin amo) que al haber sido expulsado de