Imaginarios sociales e imaginarios cinematográficos. Javier Protzel

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Imaginarios sociales e imaginarios cinematográficos - Javier Protzel

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de los cuerpos de los combatientes y su acelerado movimiento dentro del cuadro en las numerosas escenas de lucha, característico de cierta plástica japonesa, que su agrupamiento coreográfico en “paquetes” redondeados y en abanico, todo mostrado desde un solo ángulo. A diferencia del cine silente occidental, los intertítulos, opacados por la voz del benshi, no parecen cumplir su función explicativa sino a enfatizar lo que este último declama y a marcar los momentos de la acción dramática suprimiendo las imágenes. Pero atrae sobremanera la interpretación del benshi–al escucharlo se entiende bien su popularidad– que, quizá más que las imágenes, centraliza la tensión del relato. A la inversa del cine occidental que necesitó del sonido para completar la ilusión diegética, su introducción en el Japón no dejó de crear resistencias, puesto que probable-mente perturbaba la combinación de significantes disjuntos de la interpretación del benshi y de la ficción fílmica. El dominio que aquel podía lograr sobre esta correspondía más a un espectáculo teatralizado, basado en el acto vivo de enunciación, aun así algunas escenas en exteriores rompiesen con el estatismo de la cámara recurriendo al travelling.

      En cambio, al compararse Orochi con Genroku Chushingura (Los 47 ronin, 1941) de Kenji Mizoguchi, choca la tosquedad del filme mudo frente a la sofisticación visual y sonora de la obra de este realizador, al extremo de que no parece que apenas un pequeño lapso de dieciséis años separe un filme del otro. Gran maestro, Mizoguchi ha construido una narrativa eminentemente diegética, empleando todos los elementos del lenguaje fílmico occidental, sin perder no obstante una mirada profundamente japonesa. Los 47 ronin es un jidai-geki (filme de época) rodado a inicios de la Segunda Guerra Mundial con probable motivación patriótica, se aleja de las preocupaciones sociales contemporáneas, abundantes en la obra de Mizoguchi. Relata el curso de la venganza de cuarenta y siete samurai devenidos en ronin al quedar desamparados por la muerte de su líder, Asano, cuyos ancestros escénicos son las marionetas bunraku ya mencionadas. Asano ha sido obligado por el shogun Tokugawa a hacerse harakiri gracias a una intriga urdida contra él. Oishi, discípulo de Asano, encabeza la venganza contra el enemigo Kiri, cuyo desenlace es la legendaria muerte de los cuarenta y siete combatientes. La mayor profundidad de campo en exteriores, la mullida movilidad de la cámara y los cambios de ángulo marcan un estilo que se separa de la pura contemplación y del achatamiento pictórico del cuadro. Mizoguchi se apropia de ciertos artificios de Occidente para su puesta en escena sin motivo imitativo aparente. Le sirven para recrear magistralmente la amplitud de los palacios y los tensos climas conspirativos de entorno del shogun, organizando casi coreográficamente los movimientos de los personajes, adelantándose veinte años a lo que se haría al otro lado del Pacífico.

      Más adelante, con Ugetsu Monogatari (Cuentos de la luna pálida, 1953), también un jidai-geki, Mizoguchi consolida el éxito occidental obtenido poco antes en Venecia con Saikaku ichidai onna (La vida de Oharu, mujer galante, 1952). Vista más de medio siglo después, Ugetsu ilustra la capacidad de este cine, y del Japón de posguerra, para aludir a situaciones contemporáneas (la sumisión de la mujer y el apetito por el poder, tópicos a los que Mizoguchi fue muy sensible) mediante el desarrollo narrativo de creencias tradicionales. Basándose en cuentos de aparecidos del siglo XVIII, Ugetsu dosifica magistralmente un clima brumoso y fantástico en que se entrecruzan vivos y muertos, pasado y presente, con el atribulado camino de la gente sencilla que padece las guerras entre señores feudales. Así, el alfarero Genjurô y el campesino Tobei, modestos aldeanos, huyen con sus esposas de las tropas invasoras, uno y otro lanzados a seguir sus destinos de héroe y bufón. Genjurô logrará persuadir a su esposa para que retorne a casa, aunque sin enterarse de que en la ruta la matarán. Tobei, en cambio, abandona a la suya, poseído por la ambición de ser un samurai, lo que por casualidad y oportunismo consigue. La intriga se prosigue hasta la moraleja, pues termina reencontrándola mucho tiempo después en un burdel perdido en el que había recalado junto con sus soldados una oscura noche de farra. En cambio, a Genjurô la suerte le reservó ser seducido por la fineza de Lady Wakasa, gran dama cuyo blanquísimo rostro, semejante al de una máscara noh, resulta ser el de un espectro devorador, que acompañado de su vieja sirvienta recorre la comarca buscando esposo. Inicialmente atraído, Genjurô termina huyendo y regresando a casa, donde le esperan su hijo y el fantasma de su esposa, quien después de recibirlo y dormir con él, lo abandona al amanecer.

      En suma, la profusión con que Mizoguchi empleó recursos de creación diegética occidental (profundidad de campo, pantalla ancha, movimientos complejos de cámara con grúa y dolly) estaba dirigida a recrear atmósferas y espacios asociados más bien con los movimientos del teatro, la plástica y la expresión corporal japoneses. Así, la ubicación de los personajes en la composición visual puede responder a exigencias de regularidad geométrica y a la búsqueda de armonías complejas para disponer a los personajes en el cuadro en “racimos” para la mejor armonía de la imagen.

      Junto a la obra de Mizoguchi destaca la de Yasujiro Ozu por su lenguaje fílmico específicamente japonés y un universo narrativo que por ser urbano y moderno no deja de entroncarse profundamente con las tradiciones de este país. Se estima el cine de Ozu por un clasicismo de doble acepción. Constituye un modo de contar acabado, modélico; pero sobre todo, en cada película Ozu “se repite” en cierto modo. Entre “el refinamiento supremo aportado a un continuum” de creación de obra a obra –palabras de Burch–, y la concepción de un relato original, Ozu opta por lo primero, como si en la cultura japonesa no cupiese el distingo unidad/pluralidad correspondiente a la taxonomía obra/género de los relatos del Occidente moderno, y como si el oficio de cineasta consistiese en la paciente artesanía del trabajo sobre las formas de un mismo objeto que ha transitado de soporte a soporte. Por ello, en Ozu son características sus tramas relativamente simples y la actitud contemplativa a la que invita a su destinatario. Dramas familiares y conflictos de caracteres se desarrollan mediante una economía del tiempo inscripta más en el ritmo del habla y las costumbres cotidianas que en la exigencia de ritmo y agilidad del relato acostumbrada en los géneros occidentales. Sin embargo, esta generación de un tiempo interior, semejante al del teatro de Chejov, sirve de “punto de vista” para presentar el impacto de la occidentalización japonesa en la posguerra. En cierto modo, el cine de Ozu confronta tradición con modernidad desde un registro opuesto al de Mizoguchi. Mientras este último no vacila en apropiarse de los recursos técnicos occidentales para poner en escena una historia crítica de su país, Ozu inventa una escritura que traslada al cine elementos antiguos de composición plástica y de dramaturgia nipona para aplicarlos a contextos urbanos contemporáneos. Así, en Munekata kyoudai (Las hermanas Munekata, 1950) Ozu retrata los cambios de la condición femenina “citando” deliberadamente otras artes. Setsuko y Mariko, la mayor y la menor de dos hermanas ilustran respectivamente a la esposa servil y chapada a la antigua, y a la profesional emergente de posguerra, la primera deprimida y luciendo un kimono, la segunda alegre y vestida con traje sastre. La moderna Mariko dinamiza el relato, pues conoce a Tashiro, soltero y antiguo enamorado de Setsuko, y resuelve reunirlo nuevamente con su hermana, que padece en silencio su infeliz matrimonio. La conversación de Mariko es desenfadada, casi subversiva para la época en que se produjo. Pero al hablarle a Tashiro –a quien le incluso le pide matrimonio– su texto oscila entre un tono paródico que cita técnicas teatrales del kabuki y del shimpa para describir la escena y la trama de la película “desde fuera” de la diégesis, y su propio rol de hermana menor. Mediante este desdoblamiento del personaje Ozu introduce al anti-guo benshi del cine silente (en el que inició su carrera) dentro de la ficción, probablemente menos por proponer una distanciación brechtiana que por subrayar que no existe una solución de continuidad entre el relato proyectado en la pantalla y el comentario “real” que el maestro de ceremonias da presencialmente al público. Este desdoblamiento es apenas un guiño de ojo frente a otro, más importante, la dualidad Mariko/Setsuko, que figurativiza la oposición modernidad/tradición. Tomando imágenes de interiores aplanadas, con poca profundidad de campo, Ozu “cita” las superficies pictóricas niponas clásicas, antitéticas respecto a las creadas en Occidente desde el Renacimiento en el que ambas se mueven.

      Más allá

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